Orson Welles solía llamar la atención sobre la calidad innata del italiano común para la interpretación. Menos obvio pero igualmente elogiable es la habilidad que gastan en el país con forma de bota para elegir nombre y rimarlo con el apellido con una gracia que ni los brasileños.

La aliteración, esa figura retórica que consiste en la repetición de una letra o grupo de letras, no es propiedad exclusiva de poetas como Rubén Darío (el de “ya se oyen los claros clarines” y “bajo el ala aleve del leve abanico”); los padres de muchos de los grandes actores y directores italianos demostraron ser grandes expertos en la materia. ¿O acaso no sabían lo que se hacían cuando eligieron nombre para Marcello Mastroianni o Claudia Cardinale?

La filmografía de ambos actores serviría para darse un suculento paseo por lo mejor del cine italiano a largo de casi cuatro décadas. Coincidieron en una de las cimas definitivas de la comedia: Rufufu (1958), dirigida por otro nombre cinco estrellas: Mario Monicelli. Aquella historia de infelices que planean un robo ha sido, desde entonces, inspiración para todas las grandes chapuzas protagonizadas por delincuentes adorables, de Atraco a las tres (1962) a Granujas de medio pelo (2000). Cuando en 2010 Monicelli se tiró del quinto piso de un hospital de Roma llevaba ya unos años sin dirigir. De su extensísima filmografía no se puede uno morir sin ver al menos Guardias y ladrones (1951), La gran guerra (1959) o Los camaradas (1963).

Y si Monicelli fue, con permiso de Comencini, Risi y Germi, el auténtico maestro de lo que se conoció como la commedia all’italiana, otro nombre elegido con tino poético, Roberto Rosellini, fue representante máximo del influyente neorrealismo. El director de Te querré siempre (1955) demostró, por cierto, heredar la gracia para elegir nombre al llamar a su hijo Renzo. En los créditos de su película más célebre, Roma, ciudad abierta (1945), figura como guionista un tal Federico Fellini, nombre de hermosa sonoridad que le iba bien al genio de Rímini. Por cierto y sin salir de la “f”, antes de que Fellini se creyera Fellini firmó una estupenda película, Almas sin conciencia (1955), en cuyo reparto estaba Franco Fabrizi, que al año siguiente rodaría otra joyita, ésta en España, Calabuch, a las órdenes de Luis García Berlanga.

Por esos mismos años Fellini contó para su película Las noches de Cabiria (1957) con la colaboración de un poeta de Bolonia con un nombre invencible: Pier Paolo Pasolini. No mucho tiempo después Pasolini se estrenó como director con Accatone (1961) y como ya es tradición que los nombres bien hilados acaben entrando en contacto, no les extrañará entonces que el ayudante de dirección de aquella ópera prima fuera un joven que apenas había cumplido veinte años y que respondía y aún responde al nombre de Bernardo Bertolucci.

El responsable de El último tango en París (1972), Novecento (1976) y El último emperador (1987) fue seguramente el más internacional de los directores aquí citados. Entre los actores que trabajan más fuera de Italia que dentro, otro nombre de innegable musicalidad es el de Giancarlo Giannini, que lo mismo sale en una de James Bond que en películas de Coppola o Ridley Scott.

Arriba no están ni de lejos todos los que son pero sí son todos los que están. Actores y cineastas esenciales del mejor cine europeo que supieron estar a la altura del buen nombre que eligieron para ellos sus papás con tanto mimo como arte.