Seguramente se podrían contar por miles las personas que hubieran querido hacer suyos los versos de Graves, y por muchas más a las que tuvieron el nombre de Ava Gardner como sinónimo de deseo, sus labios prodigiosos como objetivo inalcanzable o a sus felinos ojos verde esmeralda como espejo en el que mirarse al menos una vez en la vida. 

Sin embargo, bajo su hermosura y el irresistible atractivo de su erotismo, se escondía un gran talento de actriz, como demuestran sus interpretaciones artísticas en películas como Forajidos (1945), con la que se dio a conocer, Las nieves del Kilimanjaro (1952), Mogambo (1954), La condesa descalza (1954) y La noche de la iguana (1964), algunas las cuales han dejado huella en la historia del cine.

Gardner se enamoró de España, donde descubrió su particular jardín del Edén, cuando vino a rodar en la Costa Brava Pandora y el holandés errante (1950), la película que, según su propia confesión, le cambió la vida. Poco después, haría de Madrid su refugio entre rodajes durante más de una década. Aquí, tuvo siempre una vida de repuesto, más interesante que cualquier película; aquí, pudo disfrutar de una libertad que ella no encontraba en Hollywood, ni los madrileños ni el resto de los españoles en su propio país.

En aquel tiempo de los últimos años 50 y primeros 60, la España franquista se balanceaba desde los planes de estabilización al desarrollismo, del campo a la ciudad, del nacional-sindicalismo a una cierta desideologización política, pero los ecos de la moral católica todavía resonaban con demasiada fuerza y, paradójicamente, Ava representaba todo lo que los guardianes del orden censuraban: era una mujer que vivía sola, que se había divorciado varias veces, que no era católica y, además, era una “frescachona”.

Ava se bebió la vida toda en aquel Madrid de las alargadas madrugadas en los tablaos del Corral de la Morería, el Zambra, el Duende y la Venta de Manolo Manzanilla, entre cantes flamencos, vinos olorosos y platos de jamón; de los cócteles sin fin en Chicote, Pasapoga y el Oliver, tras desayunar cenando en la terraza del Riscal o en Los Gabrieles; de las tertulias pasadas por whisky, ginebra o coñac con gentes de la farándula, el toreo y las letras en el Cock, el Whisky Jazz y el Bourbon.

La Gardner encontró en España las grandes pasiones de su vida: los toros, el flamenco, las largas noches de juerga y un gran amor, alternativo al “ni contigo ni sin ti” de Frank Sinatra: el del torero Luis Miguel Dominguín. A cambio, los españoles de uno y otro sexo encontraron en ella, por razones diversas, un mundo de sueños que cumplir, mientras iban pagando a “cómodos plazos” las letras del seillas, el kelvinator y la telefunken. Alrededor de su carácter indómito y contradictorio (su personalidad oscilaba entre dos extremos, el de su inhibición y el de su timidez), se han escrito ríos de tinta y se han creado numerosas leyendas. Quizás, lo más preciso lo escribió Robert Graves cuando la identificó con el personaje al que había dedicado su retrato literario: “Ella es salvaje e inocente, comprometida en el amor / más allá de toda catástrofe”. Un buen día, la condesa descalza hizo mutis del foro madrileño y se retiró a vivir a Londres.

De aquel tiempo, solo quedan algunos secretos guardados en el fondo de un pozo sin fondo, el único lugar en el que se suelen encontrar las verdades verdaderas. Acaso sea el que lleva bajo su nombre el admirado Raúl del Pozo, que nació como Ava un día de nochebuena, y tuvo la oportunidad de mear una buena noche a las cinco de la mañana en el mismo alcorque que la condesa descalza. Siguiendo su recomendación de todos los viernes en una conocida emisora de radio, propongo un brindis: “Viva el vino y Ava Gardner”.

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