En realidad, lo que hizo el viejo irlandés fue el fundido en negro final del Lejano Oeste, ese territorio sin ley que marca la Edad Media de los Estados Unidos de América. A estas alturas de la película nadie sabe todavía, salvo quizás Eduardo Torres Dulce, si es más verosímil la historia o la leyenda acerca del hombre que mató a Liberty Valance, pero quien quiera que fuera permitió la llegada del Mundo Moderno a las tierras que antes de los pillgrims habían descubierto los aventureros y los cronistas de Indias españoles.

Ford, el poeta que mejor describió la condición humana y más certeramente habló del fracaso, planteó de forma conmovedora el paso de un tiempo antiguo a otro nuevo, abierto a las ilusiones generadas por Abe Lincoln, y en el que la ley acabaría imponiéndose a las pistolas, el ferrocarril a la diligencia y la libertad a la esclavitud.

Para entonces, Ford, que fingió toda su vida ser un simple artesano (“un director testarudo, trabajador y corriente”), había realizado un sinfín de obras cuyos títulos están escritos con mayúsculas en la historia del cine: El delator, La diligencia, Centauros del desierto, Hombres intrépidos, Las uvas de la ira, La ruta del tabaco, Que verde era mi valle, La pasión de los fuertes, Fort Apache, El hombre tranquilo… Su cine no dejó de ser una proyección de lo que anhelaba, una nostalgia imposible por el hombre de acción que quiso ser, y que proyectó en su actor preferido: John Wayne. Su realismo y su pragmatismo le impidieron comportarse como un artista, y nunca trató de dar explicaciones: “Ve a ver la película y piensa por ti mismo”, parecía ser su lema.

A Jack, el hombre, le daba pánico mostrar sus debilidades y sus sentimientos. Son abundantes los testimonios que demuestran su generosidad, su empatía por las causas nobles y su valentía moral, pero también hay múltiples pruebas de su carácter retorcido, a veces rayando en la inmisericordia, y del látigo de su lengua. Por otra parte podía ser el más huraño de los hurones cuando trataba de ahogar las emociones mediante el sarcasmo y la distancia humorística o cuando revestía su amargura de una coraza de embustes.

Seguramente como reminiscencia de su educación católica, situaba el perdón junto a la culpa, o incluso lo elevaba a un plano superior, e interpretaba la toma de decisiones en términos del sacrificio idealista, más allá del deber. Sin embargo tenía la demoníaca capacidad de mantener dos ideas contradictorias en la cabeza al mismo tiempo. Como Walt Whitman, era amplio, contenía multitudes, y acaso se sentía, como el poeta, un cosmos desordenado.

Como cineasta utilizó como nadie el contraste entre lo trágico y lo cómico, entre la libertad individual, que puede llegar a ser caótica, y el orden colectivo de las organizaciones jerarquizadas, como el ejército. Le fascinaban a la vez el héroe y el antihéroe, el prohombre y el villano. La síntesis de todas las contradicciones posiblemente se encuentre en El hombre que mató a Liberty Valance, una película tan desbordante como él mismo, un filme capaz de describir al mito y reflexionar acerca de la construcción del mismo al propio tiempo.

El hombre que mató a Liberty Valance parte de la llegada en tren del senador Ramson Stoddard (James Stewart) junto con su mujer, Hallie (Vera Miles), al pequeño y lejano pueblo de Shibone para asistir al funeral de Tom Doniphon (John Wayne) y del recuerdo de Stoddard de cómo llegó a ese mismo pueblo 30 años atrás, cuando era un joven abogado y en la funda de su correaje no llevaba un revólver, sino un libro de leyes. Una vez puesto en marcha el recuerdo, el espectador queda atrapado en la historia que se va rescatando del pasado entre la brumosa memoria del senador, una historia cargada de misterios que Ford invita a desvelar al espectador, y en cuyo centro se sitúa la siguiente pregunta: ¿Cuál es la verdadera razón por la que los Stoddard vuelven a Shinbone? Sin embargo, la respuesta no es sencilla. Ford es un maestro en contar silencios cinematográficos, de la misma manera que Hemingway lo es en decir todo lo que no dice el texto narrativo, y el espectador ha de estar atento a lo que no se dice, a lo que los personajes muestran con una mirada o con un gesto. Antes que comprender es necesario sentir.

A lo largo del flashback de la cinta, Ford plantea un doble tríptico. Por una parte, el amoroso, encarnado por Stoddard y Doniphon, dos hombres procedentes de mundos contrapuestos, enamorados de una misma mujer, Hallie, el personaje central del tríptico, que se decantará por el primero de ellos, pero que, mientras coloca una rosa de cactus sobre el ataúd de Doniphon, se pregunta si su elección no fue una equivocación: quizás lo que sentía por Ramson era admiración, pero no pasión, como en su día pudo sentir por Tom; el corazón de Hallie no está dividido entre dos aurículas y dos ventrículos, sino entre dos afectos y entre dos modos de vida.

Por otra parte está el tríptico moral formado por el abogado idealista, el vaquero utilitarista, con sus distintas formas de entender cómo se debe imponer el orden y la convivencia, y, en medio de los dos, el bandido Liberty Valance, un pistolero al servicio de los ganaderos de la región que representa la encarnación del mal y cuya muerte en una noche de pólvora en las calles de Shinbone es el secreto que recorre la trama de la película. Liberty muere en el duelo que mantiene con Ramson, pero, como nos descubre Ford de manera precisa en el momento justo de la película, no es Ramson, sino Tom quien desde un oscuro callejón de la noche dispara la bala que acaba con la vida del bandolero, y también con las ilusiones de vivir el resto de su vida junto a Hallie.

A ojos de la gente, Ramson Stoddard es el hombre que los ha liberado de las fechorías de Liberty Valance y sobre esa popularidad se construye la carrera política que lo llevará al Senado de los Estados Unidos o todavía más lejos. Pero su sentimiento de culpa es un fardo demasiado pesado desde el momento en el que Tom le cuenta lo que, en realidad, pasó aquella noche de sábado. Necesita quitarse ese peso de encima y, cuando se dispone a hacerlo, contándoles la verdad a unos periodistas ávidos de noticias, uno de ellos dice la frase demoledora que permite salvar la leyenda: “Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en realidad, publica la leyenda”.

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