Un tipo común que necesitaba hacer de la mediocridad virtud y de la comicidad un modo para suavizar los rigores de los días encadenados. Por eso interpretaba como nadie a ese ciudadano de a pie, a ese López que podía quedar atrapado en una viñeta de Mingote, en el camarote de los hermanos Marx o en la cabina telefónica de Mercero.

Un actor que tan pronto es el malvado Gabino Quintanilla, al que le traen al fresco las tribulaciones de Plácido, como el ambicioso Fernando Galindo, el ingenioso cajero de banco que acepta el desafío de medir la astucia e inteligencia del delincuente que lleva dentro con la del mismísimo Al Capone. Un actor que un día es el calzonazos de Rodolfo, capaz de casarse con una vieja moribunda para heredar el alquiler del pisito a cambio de perder las ilusiones, y otro día es Adela Castro, la querida señorita, que huye de la intemperie sentimental de una pequeña capital de provincias para convertirse en un hombre roto y anónimo que llora su imposible en medio de la soledad y la multitud de la gran ciudad. Un actor de mil y un personajes, un rostro de infinitos matices, sin necesidad de abrir la cremallera de los gestos. ¡Qué les voy yo a contar!

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