Y, posiblemente, estamos hablando del cineasta asiático más influyente de la historia y -ahí está su deslumbrante palmarés- uno de los ejes en torno a los que ha girado el cine a lo largo de tres décadas largas de la segunda mitad del siglo XX.

Pero así son las cosas y asuntos muy ajenos a la obra extraordinaria de este creador nacido en la periferia de Tokio, Omori, en 1910, han arrojado una injustificable sombra sobre su figura y su legado. Precisamente de legados conviene hablar porque ahí parece radicar uno de los elementos esenciales de esta desafortunada historia.

Todo en suspenso
El hecho es que la celebración de un aniversario tan señalado se ha ido en gran parte al traste como consecuencia de la poco clara quiebra de la fundación que lleva el nombre del director japonés. En ese oscuro fregado juega papel protagonista el hijo del laureado y gestor de la ruina en la que parece sumida la organización al haber “despistado” en torno a 300.000 euros que no aparecen por ningún lado, mientras la justicia del país del sol naciente investiga al “mozo” por posible malversación.

Todo lo programado ha quedado en suspenso. No se realizará la gira AK100, que iba a recorrer buena parte del mundo mostrando su deslumbrante obra. No se estrenará, al menos de momento, el documental sobre teatro tradicional nipón que Kurosawa filmó, sin completarlo, diez años antes de morir. Ni el amplio metraje inédito que rodó para el proyecto Tora! Tora! Tora!, del que el director se bajaría en marcha por desacuerdos profundos con los responsables de la producción.

Sólo parece seguir adelante, aunque también por el momento únicamente en japonés, el lanzamiento en mayo de una página web que integra más de 20.000 documentos surgidos de la mano del incansable maestro, ya sean guiones no realizados, fotografías, apuntes y notas de producción, además de bocetos y dibujos de quien tuvo en la pintura su segunda pasión, aquella que le acercó al mundo del cine.

De la pintura a la pantalla

Meticuloso patológico, como alguien lo definió, Akira Kurosawa fue un alumno poco brillante que descubrió casi por casualidad su habilidad para el dibujo. Tras ingresar en la Escuela de Bellas Artes de Doshusha comienza a exponer con eco notable hasta que las necesidades de una familia marcada por un padre militar, intransigente y con pocos recursos, le obligan a intentar rentabilizar sus destrezas y se emplea como ilustrador de recetas de cocina. Tampoco ahí logra lo que buscaba, hasta que le sugieren que en el mundo de los laboratorios fotográficos podía tener más recorrido. De ahí al ámbito del cine hay un paso que da pronto y con firmeza como aprendiz de realizador.

Sus sugerencias calan, ya sea el uso de la multicámara, ya sea la utilización de exteriores, espacios abiertos y luz natural, ya sea el trabajo minucioso con los actores haciéndoles partícipes absolutos de lo que la película y cada personaje representa: emborracha al actor que interpreta a un bebido; intenta deprimir o enloquecer al que así recoge la pantalla; crispa al que tiene que simular enojo…

El propio Kurosawa contaba que en esa actitud, casi obsesión, tuvo mucho que ver su hermano mayor Heigo (que acabaría por suicidarse) cuando en 1923 le obligó a caminar por un Tokio desolado tras el terrible terremoto “para que mis ojos viesen la cara de la destrucción, del dolor y de la muerte en unas calles en las que yacían más de 100.000 cadáveres. Esa visión cuando contaba 13 años me enseñó a superar miedos y a elegir ver y conocer la realidad tal como es. Sin tapujos. De eso se ha beneficiado mi obra”.

Sin desperdicio

Debutaría como director en 1943 escribiendo y realizando La leyenda del judo y dos décadas más tarde ya era considerado, con Kenji Migozuchi y Yasujiro Ozu, el tercero de los grandes pilares de un cine japonés que recogía un cambio social que había pasado en pocos años de estructuras casi medievales a una modernidad futurista de primera línea.

Se suceden No deploro mi juventud, Un domingo maravilloso, El perro rabioso, El ángel ebrio y en 1950 filma una de sus obras maestras, Rashomon, que, protagonizada por su actor fetiche Toshiro Mifune, arrasa un año más tarde en Venecia llevándose por unanimidad el Leon de Oro. Vendría después la adaptación del clásico de Tolstoy El idiota; la esplendida Vivir, en la que desde una perspectiva muy occidental (por la que sería criticado con saña en su propio país) plantea el sufrimiento de un enfermo terminal y Los siete samuráis, un canto a la épica que Hollywood versionaría como Los siete magníficos.

Casi siempre utilizando a Mifune verían la luz obras sin desperdicio como La fortaleza escondida, Infierno y paraíso o Mercenario; adaptaciones de clásicos como Los bajos fondos de Maximo Gorki o la shakesperiana Trono de sangre. Hasta que en torno a 1970 cae en una profunda crisis creativa y personal que le lleva a un intento de suicidio. Saldrá renovado, fortalecido, y en 1974 vuelve a deslumbrar dirigiendo Dersu Uzala, coproducción ruso-nipona que en un auténtico derroche de sensibilidad cuenta la historia de un viejo cazador enamorado de la naturaleza.

Viento de olvido

Pero cada vez le cuesta más encontrar financiación para sus proyectos y serán profesionales que le veneran, como Georges Lucas y Francis Ford Coppola, quienes le ayuden a sacar adelante Kagemusha, la sombra del guerrero, a la que seguirá, con asombrosa puesta en escena, Ran, inspirada en El rey Lear de Shakespeare.

Antes de apagarse definitivamente en la mañana del 6 de septiembre de 1998, Los sueños, Rapsodia en agosto y Madadayo serán las últimas realizaciones de un creador genial, prolífico, innovador y perseverante. Un luchador no siempre bien entendido que no sucumbió a modas, tendencias ni desastres, como cuando en pleno rodaje de La fortaleza escondida, al pie del monte Fuji, un tifón arrasó los costosos decorados. Cuando fueron reconstruidos el viento atacó de nuevo y Kurosawa rehizo lo que pudo y adaptó el guión a lo que había quedado. Con admiración sus colaboradores pasaron a llamarle kaze-oto (hombre del viento), apodo que no le disgustaba, “pues viene a significar que cuando me empeño en algo, es difícil que se me resista”.

Por lo dicho y más, no es de recibo que esta especie de viento de olvido sople sobre Kurosawa. No es de recibo, -incluso en estos tiempos de mercadeo salvaje-, que la causa estribe en meros asuntos económicos, sobre todo cuando estamos hablando de cantidades nada astronómicas en un mundo, el de las pantallas, en el que cualquier actor o actriz de medio pelo puede llegar a cobrar cifras mareantes por el simple hecho de estar entre las “caras” famosas, mediáticas o como quiera que se diga (que cada cual traiga a su mente el ejemplo que se le ocurra que los hay y sobrados). Por todo este dislate vaya desde aquí este a modo de queja que acaso no sirva más que para desahogo de quien esto escribe y de aquellos que con él puedan estar de acuerdo a la hora de gritar, y hacerlo muy alto: ¡¡Justicia para Kurosawa!!