Contra viento y marea, en un tira y afloja constante con una absorbente y despótica madre que siempre despreció lo que su hijo hacía, víctima de ese destructivo vínculo, Lowry repetía: “No soy un artista. Pinto lo que veo y lo que siento. Sólo soy un hombre que pinta. Nada más y nada menos”.

La anciana Sra. Lowry, desde la cama de la que nunca se levanta, ejerce una gran influencia sobre su hijo, un hombre que ronda entonces la cincuentena. Abiertamente desprecia lo que supone para él la razón de su vida: la pintura.

Soltero, ingenuo y bonachón, L.S. Lowry (Strefford, 1887 – Glossop, 1976) vivió toda su existencia en compañía de una mujer que trató activamente de alejar a su hijo de cualquier ambición artística. No sólo criticó sus gustos sino que abiertamente despreció el talento de quien la historia del arte recoge como uno de los más reputados paisajistas británicos del siglo pasado. De hecho se ganó la vida muy lejos de los pinceles, como cobrador de alquileres en una sórdida labor heredada de su padre.  

Cinco décadas

A lo largo de casi cinco décadas y en el ambiente hostil de un pequeño ático de Pendlebury, suburbio al norte de Manchester, Lowry realizó cerca de mil óleos y más de ocho mil dibujos. Su muy personal lenguaje, su particularísima visión del noroeste industrial de Inglaterra, se tradujo en paisajes inquietantemente descarnados, melancólicos retratos y escenas urbanas pobladas por figuras perfiladas con trazos muy simples a las que el propio artista denominaba Matchstick Men.

Actualmente, una gran parte de su obra, en torno a cuatrocientas piezas, está expuesta en The Lowry, un museo especialmente diseñado para albergar sus pinturas en Salford, ciudad portuaria que protagonizó muchos de sus lienzos. Además, obras de Lowry cuelgan en colecciones e instituciones públicas y privadas como la Tate Gallery de Londres o el MoMA de Nueva York.

De una humildad rayana en los enfermizo, Lowry rechazó cuantos reconocimientos se le propusieron en vida como, en nada menos que cinco ocasiones, el de Sir, Caballero del Imperio Británico.

Dramaturgo

A Adrian Noble le sobra oficio para dramatizar escenas y personajes. Baste recordar que entre 1990 y 2003 estuvo al frente de la Royal Shakespeare Company, en donde realizó míticas producciones de Enrique IV, Hamlet (con Kenneth Branagh), Macbeth (con Jonathan Pryce) y El Rey Lear (con Michael Gambon). 

A la hora de reflejar en la pantalla las complejas, tóxicas, cuasi sadomasoquistas relaciones entre el pintor y su madre, Noble se apoya en un texto de Martyn Hesford y en las poderosas interpretaciones de Redgrave, a la que no le sobra ni un gesto, y Spall, al que el tema no le coge de nuevas pues ya interpretó en 2014 el papel de J.M.W. Turner en la película de Mike Leigh.

La película, por venir de quien viene, tiene un lógico aroma a las representaciones teatrales en las que su director se ha movido con más que solvencia a lo largo de muchos años. Pero lejos de ser un problema, La Sra. Lowry e hijo destila buen cine. Poderoso drama, sí, pero también mecido por un tono humorístico que descarga y desdramatiza para dotar al conjunto de vida.

Porque cuando el espectador abandona su butaca sabe mucho más acerca de la existencia de un artista y, al tiempo, encuentra argumentos para reflexionar sobre la vida con sus vaivenes, sus contradicciones e injusticias, sus glorias y miserias; sus tantas veces inexplicables razones. Y reconforta constatar aquello de que el tiempo pone las cosas en su sitio.


La Sra. Lowry e hijo

Dirección: Adrian Noble

Guion: Adrian Noble y Martin Hesford

Intérpretes: Timothy Spall, Vanessa Redgrave, Stephen Lord, David Schaal, Wendy Morgan

Reino Unido / 2019 / 91 minutos