La historia del legado fotográfico de Maier también forma parte de su leyenda. En 2007, un joven investigador de la historia de Chicago, John Maloof, compró en una pequeña subasta de barrio las pertenencias abandonadas de una anciana desconocida. Lo que nadie podía imaginar era que su almacén cobijaba una obra fotográfica extraordinaria de más de 120.000 negativos, filmaciones caseras y grabaciones sonoras.

Durante toda su vida y de manera constante y casi obsesiva, Vivian Maier tomaba fotografías que no mostraba a nadie, ni tan siquiera su afición era conocida por la familia con la que convivió durante más de 17 años. Ella supo captar minuciosamente los momentos y las singularidades de la América urbana de la segunda mitad del siglo XX con un gran sentido de la composición, de la luz y del entorno: instantáneas de la demolición de las construcciones históricas debido al desarrollo urbanístico de la época, escenas cotidianas de las vidas de las personas que habitan la ciudad, así como algunos de los rincones más carismáticos de Nueva York y Chicago.

Las fotografías presentadas en la exposición muestran escenas callejeras a lo largo de los años 1950 a 1980 y en su mayoría proceden de esta parte del archivo inédita incluso para la propia fotógrafa.

Discreta y silenciosa

El lenguaje fotográfico es su propia experiencia visual basada en una observación discreta y silenciosa del mundo que le rodea. Con su cámara Rolleiflex de medio formato halló la forma de retener en una fracción de segundo la realidad de su tiempo. Supo narrar la belleza de lo ordinario, buscando en lo cotidiano y lo banal las imperceptibles grietas que le permitieran inmiscuirse y acceder al mundo, que al final fue el suyo propio.

En numerosas ocasiones es a ella misma a quien encuentra: detrás de un espejo, en el perfil de su propia sombra expandiéndose en el suelo, en la silueta de los charcos de agua e, incluso, en los reflejos de su imagen distorsionada, de su imagen repitiéndose hasta el infinito en lo que parece una llamada a sí misma.

Maier realizó numerosos autorretratos a lo largo de su trayectoria, tantos como posibilidades de descubrir quién era ella realmente. Pero su mundo también lo constituían las personas anónimas, de las que se mantenía a distancia y a las que sólo rozaba de manera furtiva. Alineándose con ellas en el espacio, buscaba el lugar y el ángulo exactos. Como comenta Anne Morin, comisaria de la exposición, “se mantenía en el umbral, en el límite del escenario que fotografiaba. Ni demasiado cerca para no interferir, ni demasiado lejos para ser invisible”.

La obra de Maier ha renovado el interés por el género de la fotografía de calle y sus imágenes ya han quedado inscritas en la historia de la fotografía del siglo XX, al lado de grandes nombres de la Street Photography como Helen Levitt, William Klein, Diane Arbus o Garry Winogrand.

En sus ratos libres

Nacida en Nueva York, de madre francesa y padre austro-húngaro, Vivian Maier trabajó de niñera durante cuarenta años. Pasó su infancia en Francia hasta su regreso a Estados Unidos en 1951, donde trabajó durante más de cuatro décadas, inicialmente en Nueva York hasta 1955, y posteriormente en Chicago. En sus días libres se dedicaba a hacer fotografías que luego escondía celosamente de los ojos de los demás.

Su vida es un misterio. Se dice que murió en la más absoluta pobreza viviendo en la calle por algún tiempo, hasta que los niños que había cuidado en la década de los 1950 le compraron un apartamento y pagaron sus facturas hasta el día de su muerte en 2009.