Si todo artista plasma elementos de su biografía en sus obras, el corpus que conforma el universo personal de Hernández Pijuan se inspira en el paisaje leridano que tanto amaba.  Esta exposición –13 años después de su desaparición– es un homenaje a un pintor grande con obras de una sencillez abrumadora.

El catalán era un hombre de tierra adentro. En su infancia vivió y jugó en el paisaje materno de La Segarra, donde los campos roturados, las cercas, las tapias, las chozas y los espacios vacíos dejaron una profunda huella en su memoria: «Ese paisaje ha condicionado mi forma de ser y de vivir, y por ello también, claro, mi forma de pintar. Me interesa más el paisaje de La Segarra o los Monegros que paisajes más bonitos».

La naturaleza es el referente de las obras que forman la exposición. Gouaches sobre papel, en diferentes formatos, que constituyen su paisaje más personal: «Llegar a mi pintura de paisaje no ha consistido en situar el caballete en medio del campo; el proceso ha sido al contrario: he ido viendo el paisaje por las situaciones que surgían en mi pintura».

Las tramas

Hernández Pijuan empieza a pintar y exponer en los años 50. Su paso por la Escuela de Bellas Artes de París, donde estudia pintura y grabado, son años decisivos para encontrar un estilo propio. Admirador de Fontana, de Cy Twombly y Morandi, su pintura es limpia y desprovista de cualquier adorno innecesario. Fernando Zóbel, pintor y amigo del artista, sintetizaba de esta manera su trabajo: «Los adjetivos: limpio, sutil, riguroso, cerebral, elegante. Los medios: la trama. Mejor dicho: las tramas. Hernández Pijuan es capaz de convertir hasta brillos y materia en trama. La trama: la naturaleza. Lo que tiene de visible, la que sabe ver el artista para transformarla y enseñarla».