Eran cientos los dioses a los que se rendía culto en el antiguo Egipto, y se creía que todos mantenían algún vínculo con el faraón. Los antiguos mitos explican que, antes del primer faraón, el país había sido gobernado por los dioses. Como sumos sacerdotes, los faraones supervisaron la construcción de grandiosos templos para la celebración de rituales. Los entierros reales, bajo las pirámides o en el Valle de los Reyes, se concebían con la intención de garantizar el renacer del faraón como Osiris, señor del inframundo o mundo de los muertos.

Junto a esta naturaleza divina, el faraón también era representado como un audaz guerrero o un genio de la estrategia militar, implacable con sus enemigos. Comandaba los ejércitos con la misión de mantener la paz interior y de expandir las fronteras. Sin embargo, Egipto sufrió numerosas y dolorosas derrotas, entre otras, contra los ejércitos romano y nubio. Asimismo, a pesar de su papel como señor de las Dos Tierras, nexo de unión entre el norte y el sur, lo cierto es que los faraones no pudieron evitar fuertes tensiones internas. Egipto conoció varias guerras civiles, y fue conquistado por potencias extranjeras o gobernado por distintos soberanos que se disputaban el poder.

A través de las estatuas y los monumentos, los faraones construían con esmero sus identidades, y proyectaban una imagen idealizada de sí mismos. Tras estas representaciones de la realeza, sin embargo, la realidad era mucho más compleja. No todos los gobernantes del país fueron de sexo masculino, ni tampoco egipcios, como el rey macedonio y gobernante Alejandro Magno. También hay constancia de conspiraciones regicidas e, incluso, de golpes de Estado.

Al margen de su origen, o de que fueran hombres o mujeres, los monarcas se definían mediante la adopción de símbolos reales. Así, por ejemplo, inscribían sus nombres en cartuchos, o llevaban en la frente el ureo, una figura de cobra erguida. Si bien algunos faraones fueron objeto de veneración –como Tutmosis III, que propició la máxima extensión al imperio egipcio, o Amenhotep I, que tras su muerte fue adorado como un dios–, otros se vieron condenados al olvido. Fue el caso de Akenatón, causante de una profunda crisis al introducir el culto al disco solar de Atón como único dios nacional.

El rostro de los faraones

La exposición muestra el rostro de los faraones, que impresionan por su seriedad; también, escenas de coronaciones en las que aparecen rodeados por dioses, en medio de una explosión de alegría, y estelas donde los vemos con los brazos cruzados –postura que se asocia a Osiris–, transformados a su vez en dioses. Junto a la presencia fascinante de las obras de arte, los textos permiten reconstruir el contexto en el que se crearon, e introducirnos en los escenarios de la vida de los faraones: el templo, el palacio, las fiestas, la memoria, las formas de legitimar y transmitir el poder, el más allá…

Los visitantes pueden descubrir una selección de estatuas monumentales, relieves en piedra de antiguos templos, papiros, joyas y objetos rituales. Destacan varias piezas únicas: la figura del dios halcón Re-Haractes, una cabeza impresionante del faraón Tutmosis III de limolita verde, unas losetas del palacio de Rameses III o un busto de mármol de Alejandro Magno.

También presenta objetos menos habituales: las incrustaciones de colores que se usaron para decorar el palacio de un faraón; las misivas grabadas en escritura cuneiforme sobre tablillas de arcilla que dan fe de la intensa actividad diplomática entre Egipto y Babilonia durante la XVIII dinastía; el arco de madera de uno de los comandantes militares del faraón; un papiro que deja constancia de un juicio por robar en un templo, o las imágenes de gobernantes nubios, griegos y romanos que actuaron como faraones.

Acompañando a las obras, la muestra incluye tres piezas audiovisuales: dos vídeos y un interactivo. En el primero de los vídeos se presenta la geografía de la antigua civilización egipcia, mientras que en el segundo se profundiza sobre la evolución de las tumbas reales. El interactivo Lista de reyes representa una piedra tallada –con una longitud real de 5 metros–, con incisiones e incompleta. Esta pieza pretende acercar a los visitantes cómo los faraones construyeron su legitimidad al vincularse con algunos de sus predecesores eligiendo dejar de lado a otros.