Sus primeras obras reflejan la influencia de Walker Evans y Henri Cartier-Bresson, dos de los fotógrafos que dieron categoría de tema a la imagen narrativa y documental. En sus comienzos, Eggleston trabajaba en blanco y negro, pero su uso del color lo llevó a establecer rápidamente un énfasis muy distinto, ajeno tanto a la imaginería emocional de Evans como al «momento decisivo» de Cartier-Bresson.

El sureño no ennoblecía lo que retrataba ni le interesaba fijar momentos en el tiempo. Se podría decir que el tiempo se había detenido mucho antes de que él apareciese e hiciera su fotografía. No le interesaban la ironía ni la complicidad; lo que muestran sus imágenes es en realidad un relato visual del deterioro.

Pronto comenzó a fotografiar todo lo que le rodeaba con una clara intención artística, como si con sus imágenes buscara revelar el potencial estético de lo cotidiano: zapatos viejos, congeladores con comida, el interior de un baño, las piernas de una mujer, un cartel de carretera, un camión viejo, un árbol, etc. Su trabajo acaba así convirtiéndose en un emocionante reconocimiento de la vida misma.

Pionero

Cuando la fotografía daba sus primeros pasos, los cielos eran grises. La fotografía artística debía realizarse en blanco y negro para ser considerada como tal. Aunque la primera película en color salió a la venta en 1935, hasta los años ochenta la fotografía en color siguió siendo un coto reservado a la publicidad. Se la despreciaba por vulgar, ajena al arte, comercial. Ya en los años sesenta, sin embargo, los fotógrafos de la New Color Photography comenzaron a desarrollar las investigaciones en torno a las posibilidades que ofrecía. En 1976, John Szarkowski, director del Departamento de Fotografía del Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York, organizó la primera exposición de fotografía en color de la institución con 75 fotografías de William Eggleston, elaboradas con la técnica de transferencia de tintas. Esta muestra, hoy legendaria, se acompañó de la primera monografía en color de un fotógrafo, la William Eggleston’s Guide, que desde entonces se ha considerado la referencia para el estudio del autor.

 

A través del color, Eggleston aprendió que podía reproducir los motivos de la vida cotidiana y las escenas más simples y transformarlos en otra cosa, convirtiendo lo banal en trascendente. Un ramo de flores azules en la puerta de una casa, una fachada con baldosas de colores, un techo pintado de rojo… La intensidad cromática requería un análisis, si bien él no estaba interesado en revelar la belleza de lo cotidiano, sino más bien en bañar lo trivial, como la comida en el congelador o el ketchup en la barra de un bar, en una luz críptica y misteriosa: el color no servía solo para imitar la visión humana. Para el artista, la fotografía en color era un modo de verificar constantemente lo que le rodeaba —lo que nos rodea—, como si no fuera capaz de fiarse únicamente de su mirada.

Las imágenes de gasolineras, bares, hamburgueserías, automóviles o moteles que retrata evocan el carácter único del paisaje del sur de Estados Unidos y ofrecen una meditación sociológica del modo de vida de sus habitantes. Se trata, en muchos casos, de auténticos compendios de la historia del diseño estadounidense, con una incidencia sustancial en la identidad colectiva de la posguerra. La mirada del artista es democrática, todos los elementos que organizan la composición tienen la misma importancia, y sus imágenes crean la sensación de que se está viendo todo de forma simultánea.

Organizada cronológicamente, El misterio de lo cotidiano tiene tanto de monografía como de retrospectiva y en ella confluyen varios elementos cruciales de su obra, que refinó a lo largo de sus múltiples estancias en distintos países del mundo.

Organizada por C/O Berlin Foundation en colaboración con Eggleston Artistic Trust y Fundación MAPFRE, esta exposición recorre, además de sus grandes series, varias obras de The Outlands, las imágenes que John Szarkowski seleccionó para su mítica muestra de 1976 en el MoMA.