Eso debió pensar Rafael Leónidas Trujillo (1891-1961), dictador de República Dominicana y uno de los más sanguinarios que ha dejado la historia latinoamericana, de cuya historia trata La fiesta del Chivo, la obra maestra publicada por Mario Vargas Llosa en 2000. Aquel texto, catalogado por el propio autor como “la novela de todas las dictaduras”, ha sido adaptada al teatro por Natalio Grueso y cuenta con la dirección de un incombustible Carlos Saura.

La obra, que vive su último mes en el madrileño Teatro Infanta Isabel, se convierte en una forma de luchar contra el olvido, contra el silencio que deja el paso del tiempo y subrayar así, a voz en grito, que la memoria nos recuerda quienes somos, pero también nuestros errores.

La figura del dictador la encarna con perfección otro gran incombustible, Juan Echanove, que pone cara y palabras a lo innombrable en un momento de auge de la extrema derecha, en un momento en el que la memoria debe estar más presente que nunca: “Dios manda en el cielo y Trujillo en la tierra”, afirma el dictador en una de sus rotundas frases.

Por su riqueza y complejidad, el reto de adaptar La fiesta del Chivo no es pequeño, pero el resultado es muy efectivo, ya que Grueso no se centra en la figura del asesino sino en una de sus miles de víctimas. Concretamente en Urania Cabral, hija de una familia de antiguos simpatizantes del régimen, que regresa a República Dominicana tras 35 años de ausencia para desvelar un secreto que escondió durante casi toda su vida.

Con una escenografía sencilla, pero colorida, se baila a ritmo caribeño, se participa de las escenas de los hacedores del pueblo, de todas esas medidas que buscaban “hacer más grande a la patria”. Una historia sangrienta que convierte a todo un país en víctima del ego de un dictador sulfurado. El mismo que se preguntaba: “¿Qué será de este país el día que yo falte?”. Contestarían varios: Vivir en paz.