Ya en su estreno en 1791 en el Theater auf der Wieden de Viena, un teatro de los suburbios de la capital austriaca cuyo dueño, Emanuel Schikaneder, era el autor del libreto (y el primer barítono que encarnó a Papageno), La flauta mágica fue un éxito. Su formato de Singspiel (ópera musicalmente más sencilla y con recitativos hablados), cantado en alemán, permitió en aquel entonces un acercamiento más natural al público sin perder un ápice de calidad. «Una opereta light elevada a su máxima expresión», apunta Ivor Bolton.

De partituras más sencillas, La flauta mágica exige de sus intérpretes más como actores que como cantantes, hecho que queda especialmente patente en este montaje en el que la compañía escénica 1927 ha participado activamente, que requiere de ellos una expresividad y conocimiento de su entorno elevados debido a que la única escenografía visible es una pantalla en la que se proyectan animaciones con las que interactúan los actores.

La ambientación de este montaje que estará entre los días 16 y 30 de enero en el Real huele a años 20. En ella se homenajea al cine mudo, el expresionismo cinematográfico y la animación de aquella época. Así, no es difícil encontrar similitudes entre Papageno y Pamina con Buster Keaton y Louise Brooks.

La simbiosis con el cine mudo es tal que los fragmentos hablados son sustituidos por rótulos proyectados sobre la pantalla, acompañados al pianoforte por Luke Green, que interpreta fragmentos de la Fantasía en Do menor de Mozart. Esta decisión, que podría parecer un simple capricho, es para Joan Matabosch, director artístico del Real, muy pertinente, una recodificación de la idea del compositor.

Masónica

Considerada la primera ópera masónica de la historia (Mozart era un declarado masón), vemos sobre las tablas la huida del oscurantismo hacia la luz. Ese oscurantismo, encarnado por la Reina de la Noche y referido a la religión y a la reina María Teresa de Austria, es una negra sombra de la que hay que escapar para llegar a la luminosidad de la Ilustración.

Pero no todo es masonería, afirma Tobias Ribitzki, realizador de la dirección de escena, que habla de cómo Mozart introdujo elementos divertidos y extraños (con toques Disney en este montaje, que llega a presentar elefantes rosas voladores) y símbolos del progreso, como maquinaria y poleas. Además, Ribitzki destaca la ambigüedad que planea sobre toda obra de Mozart, que nunca señalaba con seguridad quién era el bueno y quién el malo.

Un doble reparto coral, que incluye a 16 intérpretes españoles («que están ahí no por ser españoles, sino por ser excepcionales», recuerda Matabosch), combinará la frescura del gag con una precisión de relojería en este montaje que estará a disposición del público durante 12 únicas funciones en el Real antes de marchar a Barcelona y París.