Precisamente, el artículo Proust y el Premio Goncourt, publicado recientemente en hoyesarte.com, ha facilitado recordar la imagen del escritor enclaustrado que se aparta de la vida social para siempre, que cree, como el Narrador de su novela En busca del tiempo perdido, que “la vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura”.

Poesía de la reclusión

El encierro de Proust (hijo, por cierto, de un prestigioso especialista en epidemias) no es un confinamiento obligado, pero tampoco es caprichoso ni, al menos para él, del todo voluntario. Tiene dos razones poderosas para encerrarse: su muy mala salud y la necesidad de escribir.

Se puede seguir su encierro a partir de lo mucho que se ha escrito sobre el autor francés y, sin pretender ninguna identificación entre el escritor y el Narrador de la Recherche, a través de no pocos pasajes de su obra.

Alguno de sus enemigos más duros, como Gaston Rageot, vieron en su “atroz aislamiento” la culpa de los largos rodeos de su obra y de lo que llamaban “su ensoñación enfermiza (…) esa oscura y amarga poesía de la reclusión”. Poesía de la reclusión, una expresión no exenta de belleza aunque, en este caso, tenga intención descalificadora.

La suspensión del vivir

En el prefacio a Los placeres y los días, una colección de pastiches, poemas y relatos que, con prólogo de Anatole France, había publicado Proust en 1896, mucho antes de ser un escritor consagrado, ya subrayaba las ventajas que para él tenía estar encerrado, así, decía, se “tenía una visión del mundo privilegiada”:

Cuando yo era niño, no me parecía la suerte de ningún personaje de la historia sagrada tan desdichada como la de Noé, por el diluvio que le tuvo encerrado en el arca durante 40 días. Posteriormente estuve enfermo a menudo y tuve que permanecer yo también largos días en el “arca”. Entonces comprendí que nunca pudo Noé ver el mundo tan bien como desde el arca, a pesar de que estuviera cerrada y fuera de noche en la Tierra.

Marcel Proust cree que cuando sanaba había que, lamentablemente, empezar de nuevo la vida “desentendiéndose de uno mismo”. Por eso recuerda la “dulzura de la suspensión de vivir” que la enfermedad y la convalecencia le ofrecían.

Mauro Armiño, en la introducción a los volúmenes de su traducción de la Recherche que publicó, en muy cuidada edición, Valdemar, contaba que su autor ya “poco después del cambio de siglo empieza retrayendo su actividad social para enclaustrase, pálido, ojeroso, en un cuarto”. “Vive con su asma a cuestas, drogado por los estupefacientes (…) refugiado en una habitación de corcho para protegerse del ruido”.

Los libros, hijos del silencio

Pero es en 1914, recién comenzada la Gran Guerra y ya publicado el primer libro de su saga narrativa, cuando toma la decisión del aislamiento definitivo. Así lo cuenta Céleste Albaret, la mujer que entra a su servicio ese mismo año y que ya le acompañará hasta su muerte, en Monsieur Proust, el emotivo libro en el que recoge los recuerdos de su vida junto al escritor:

Querida Celeste (le dice tras un viaje a la costa), hay algo que tiene que saber. He hecho con usted este viaje a Cabourg, pero se acabó, nunca volveré a salir (…) Los soldados cumplen con su deber, y dado que yo no puedo luchar como ellos, mi deber es escribir mi libro, realizar mi obra. El tiempo apremia demasiado para que pueda consagrarme a ninguna otra cosa.

Y aquella misma noche de septiembre de 1914, en el que se encerró voluntariamente en su vida de recluso, (…) yo, que no sabía hacer nada (…) me encerré también, sin sospechar ni por un momento que seguiría hasta el final

Celeste cuenta cómo su jefe cortó sus vínculos con el exterior, decidió dar de baja la línea telefónica y se recluyó en su cuarto, forrado con láminas de corcho para amortiguar los ruidos (tal como le había recomendado Anna Noailles en 1910) con las cortinas siempre herméticamente cerradas. “Vivíamos a la luz de la electricidad o en una noche perpetua”, recuerda.  

Proust había escrito en Contra Sainte-Beuve, obra sin terminar publicada después de su muerte, que “los libros son obra de la soledad e hijos del silencio”, y en el silencio y en la soledad se sumergió, en búsqueda obsesiva, en la redacción de “la novela más cargada de inteligencia que se haya escrito en el siglo XX”, como escribió el gran Juan Carlos Onetti, otro ilustre confinado.

No salir, no hay placer comparable

En un principio, trabajaría sin prisa, escribió Onetti, aunque muy probablemente “finalizando el libro se sintiera hostigado por el temor de que el asma” y los compromisos sociales “le impidieran rematar la tarea que justifica su aventura terrestre”.

En carta de ese año 1914 le escribe a su amigo y editor Jacques Riviere:

Como apenas puedo levantarme una vez cada quince días o, como mucho, a la semana, más bien aprovecho ese día para salir un poco, en lugar de quedarme de pie en la habitación, de forma que el resto de los días no salgo un instante de la cama.

En efecto, solo sale cuando es indispensable o le llega un deseo intenso de hacer alguna cosa que, de repente, le parece urgente e ineludible. Lo cuenta Gislain de Diesbach, uno de sus biógrafos:

Como sea que persiste en no querer cuidarse, jactándose de que en su habitación no ha entrado siquiera su médico, su salud sigue deteriorándose. De cuando en cuando, por obra de un arranque de energía o más por efecto de un brusco impulso, un deseo irresistible de ver un paisaje o un amigo, se arriesga a una salida.

Pero en sus salidas no disfruta lo más mínimo. Sabe además que provoca el recelo de la gente. Algunos le compadecen, pero eso no le preocupa nada, aunque sí le sorprende y le divierte.

Así lo dice en carta a Mme. Straus: «(…) la gente me compadece por cosas que no son tan tristes, y la que les parece más cruel de todas ellas es el que me prive de verlos, cuando no hay delicia comparable». En realidad, Proust ya no soporta los ambientes mundanos que frecuentaba en otra época de su vida.

Lo mismo le va a pasar al Narrador de En busca del tiempo perdido que posa una mirada irónica y cruel sobre aquellas reuniones sociales, como recuerda Víctor Gómez Pin en La mirada de Proust. Redención y palabra. El Narrador veía que su yo se desdoblaba:

Uno de mis yos, aquel tiempo atrás acudía a esos festines de bárbaros que llaman “cenas fuera de casa”, en los cuales los valores han sufrido tal inversión que aquel que, tras haber aceptado, no viene a cenar (…) comete un acto más reprochable que las acciones inmorales de las que, durante la cena, se habla (…); cenas a las que la muerte o una grave enfermedad constituyen las únicas excusas para no acudir, bajo condición de advertir a tiempo que uno estaba muriéndose, a fin de avisar a un décimo cuarto invitado.

Por cierto, una de las pocas salidas de Proust en los últimos años de su vida es para asistir el 18 de mayo de 1922, solo unos meses antes de su muerte, a la célebre cena en la que coincide con James Joyce en un encuentro que no parece que fue muy cordial. En la mesa, además de los dos escritores, están Diaghilev, Stravinski y Pablo Picasso.

Proust va sintiendo que su salud es más y más frágil y que su vida se acaba. Por tanto, su dedicación al trabajo ya no admite pausas. Rechaza todas las visitas: “No, señora, no le ofenda mi negativa. Es usted muy amable. Se lo agradezco mucho, pero no quiero volver a ver a mis amigos. He de terminar un trabajo muy urgente”, le dice a Mme. Pouquet con “una indefinible expresión de dulzura, ironía y tristeza” cuando ella le insiste en ir a verle en los próximos días

El final de un libro, y el de una vida

Céleste Albaret lo explica con claridad:

Tengo la impresión de que llegó a utilizar su enfermedad como excusa para poder encerrarse todavía más en su vida recluida y en su trabajo sin que los demás le molestaran. La enfermedad no le daba miedo. Su único temor era morir antes de haber terminado su obra. E hizo todo lo posible por aislarse y levantar barreras a su alrededor.

Proust sigue escribiendo, con las pocas fuerzas que le quedan, en la cama de la habitación de la Rue Hamelin 44 de París, con su abrigo extendido sobre las mantas que le cubren, ese abrigo que dio lugar al precioso libro de Lorenza Foschini El abrigo de Proust, en el que la escritora italiana cuenta lo que, a la muerte de su propietario, y ante la indiferencia de la familia, ocurrió con aquel abrigo, con muchos de los muebles de aquella habitación y también con los cuadernos que dejó escritos.

Unos meses antes de su muerte, en la primavera de aquel 1922, había llamado a Céleste y le había dicho

-Sabe, ha ocurrido algo grandioso, esta noche…

– ¿Qué ha pasado?

– Pues bien, mi querida Celeste, voy a decírselo. Es una gran noticia. Esta noche he escrito la palabra Fin. Ahora puedo morir.

En los meses que le quedan de vida se dedica a corregir una y otra vez los libros que le quedan por publicar de En busca del tiempo perdido. Tiene fuertes ataques de asma mientras corrige la cuarta versión del que sería el quinto de la serie, La prisionera, y siente que ya apenas puede trabajar.

A principios de octubre su estado empeora, al asma se une una gripe común con mucha tos que se va complicando y se transforma en una neumonía. Esa neumonía acaba con su vida a las cuatro y media de la tarde del 18 de noviembre. Tenía 51 años. Había estado trabajando en la revisión de su novela hasta la madrugada de ese mismo día.

Man Ray. ‘Marcel Proust en su lecho de muerte’ (1922). Man Ray Trust / VEGAP.