En su cara se podía adivinar un hombre de edad incierta, en la que la carcoma del tiempo había realizado ya una buena parte de su trabajo. La bilis llevaba demasiado tiempo corriendo por sus venas, negra y espesa como el alquitrán; la orina empezaba a desaguar cada día una pesada carga de miel envenenada. Definitivamente se trataba de un enfermo en busca de remedio para sus males.

¿Por qué no te confiesas?, ¿qué puedes perder? –le pregunta el cardenal

Michael se derrumba a la velocidad de sus niveles de glucosa. Cae como una piedra rodante arrastrada por el río en busca de sus profundas heridas interiores.

–Padre, primero no creía en los dioses, luego quise ser como ellos, más tarde supe que cada dios es el mismo diablo, y lo peor de todo es que me reconozco en él: he sido infiel a mi mujer, me he traicionado a mí mismo, he matado a otros hombres, he ordenado asesinar a mi propio hermano…

El tañido de la campana va marcando cada uno de los secretos. La piedra se va haciendo permeable.

Ego te absolvo.