En Europa comenzó a escampar y la devastación provocada por la guerra dio paso a un futuro lleno de ilusiones y abierto a la esperanza de una paz duradera y en libertad. Las laberínticas calles de Nápoles volvieron a llenarse de ropa tendida, es decir de vida, y Roma se convirtió, por obra y arte de Roberto Rosellini, en la ciudad abierta que mostraba las lacras de la guerra, sí, pero también el ansia y la pasión de vivir de la gente.

Cada año, con la llegada de mayo, los napolitanos volvieron a contemplar el fenómeno de la licuación de la sangre de san Genaro, y Sofía podía observar con cada estallido de la primavera cómo su propia sangre se alteraba para cargarse de estrógenos y progesterona e ir modelando un cuerpo realmente milagroso en la armónica desarmonía de su belleza. Al tiempo iba forjando un carácter cargado de bravura y una voluntad férrea e inasequible al desaliento. Abrió los ojos al resto de sentidos corporales y descubrió el irresistible magnetismo de su feminidad. A los 15 años no era una niña bonita más, que respondía al prototipo de “muñeca” de aquellos años, sino toda una hermosa mujer curtida por la brisa mediterránea: alta, con los ojos como pámpanos y la boca sensualmente grande, las piernas largas, los pechos embravecidos y una sabiduría popular encontrada en los patios de vecindad, las plazas y los mercados antes que en los libros y en sus estudios de Magisterio.

Su madre vio en Sofía la actriz que ella no había podido ser y se dispuso a acompañarla y pasarse las horas que hicieran falta –y los días enteros, si fuera preciso– para conseguir un papel en las colas de contratación de extras y figurantes para películas. Lo consiguió a los 17 años, como esclava romana en Quo vadis (1951). Después comenzaron a surgirle papeles de mayor importancia en el cine y, antes de cumplir los 20 años, ya había protagonizado la primera de la docena de películas que compartió con el que sería su gran amigo, Marcello Mastroianni (La ladrona, su padre y el taxista, 1954). Más tarde vendría Orgullo y Pasión (1957), película en la que conoció a su adorado Cary Grant, y que la chiquellería de mi pueblo siempre recordará por el inmenso pasquín que cubría una de las paredes de los Futbolines Baraza, la familia que también regentaba aquel inolvidable Cine Avenida, en el que Diego González ejercía de Alfredo y su hijo Frasquito, de Salvatore, los míticos personajes de Cinema Paradiso.

Hizo con Vittorio de Sica la transición del neorrealismo del período de posguerra a la nueva comedia, abriéndose paso entre las grandes actrices del cine italiano: Ana Magnani, Silvana Mangano, Gina Lollobrigida, Claudia Cardinale… Hollywood le abrió las puertas no solo por su desparpajo y atractivo físico, sino también por su talento cinematográfico, concediéndole el primer Óscar de la historia a una actriz por una interpretación en habla no inglesa (Dos mujeres, 1961), premio que estuvo a punto de repetir poco tiempo después con la tragicomedia Matrimonio a la italiana (1964), que narra una relación de pareja muy distinta a la relación amorosa que en la vida real mantenía con el productor Carlo Ponti, que fue para Sofía el amigo íntimo, el amante sensible, el marido comprensivo y el padre que no tuvo. A sus 30 años se había convertido en el imposible sueño erótico de ayer, hoy y mañana para millones de espectadores.

Aparte del “Bello Marcello” y Cary Grant compartió primeros planos con el propio Vittorio de Sica, con Jean Paul Belmondo, Paul Newman, Gregory Peck, William Holden, Frank Sinatra, Charlton Heston, John Wayne, Peter O’Toole…, y con Marlon Brando, que intentó seducirla con malas artes mientras rodaban La condesa de Hong Kong (1967), la última aventura detrás de la cámara de Charles Chaplin, y ella le paró los pies, la entrepierna y las manos con un bufido que el futuro “padrino” sintió como el bocado de un castor en sus propios compañones.

Fueron y vinieron días, vinieron y fueron películas, pero, seguramente, la última de sus grandes actuaciones fue dar vida a la Antonietta de Una jornada particular (Ettore Scola, 1977). Durante la visita de Hitler a Roma el 6 de mayo de 1938, una madre de 40 años (aproximadamente la edad que tenía la actriz en ese momento) se queda sola en casa haciendo las tareas domésticas de cada día, después de mandar a su esposo y a sus seis hijos a la manifestación en favor del Führer y de Mussolini. En un descuido, el último miembro de la familia, un loro llamado Rosamunda, se escapa de su jaula y vuela por el patio interior de la cuartelaria comunidad de vecinos donde vive. El incidente le permite descubrir a un hombre solitario, Gabriele (otra lección interpretativa de Mastroianni), que también se ha quedado a solas consigo mismo en el edificio de enfrente.

Con el eco de la retrasmisión radiofónica del evento patriótico y el sonido de los cánticos fascistas al fondo, Antonietta y Gabriele se encuentran, recuperan a Rosamunda, hablan entre silencios, preparan café, recogen las sábanas tendidas en la terraza, se abrazan, se aman con ternura…, se descubren el uno al otro y, en el diálogo entre ellos, salpicado de vaivenes, acaban descubriéndose a sí mismos (“es extraño verse a uno mismo desde la casa de enfrente”) y escarcullando su profundo desarraigo interior: Antonietta parece cada vez más huérfana de afectos, aislada de una familia dominada por un putero que la humilla a diario, le ha ido perdiendo el respeto, ya solo la quiere para satisfacer sus deseos y le demanda ser una diligente ama de casa; Gabriele, se siente fuera de una sociedad intolerante y castradora, en la que su condición de homosexual le supone no solo la pérdida de su trabajo, sino también el repudio social y el castigo judicial de su destierro por no conducirse de acuerdo con las “virtudes morales” de un mundo cada vez más enfermizo.

La jornada particular de aquel viernes primaveral en la capital romana nos muestra una de esas pequeñas historias que se esconden tras los grandes sucesos oficiales que modelan la Historia y nos desafía a responder a la pregunta de si un instante de felicidad en el que amar sinceramente y poder ser amada es suficiente en la vida de una persona.

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