Antes del descubrimiento de la insulina, la diabetes era interpretada por los clínicos como una enfermedad “grave, terrible, de origen incierto, de localización desconocida, de evolución anómala, de tratamiento casi cruel y a veces imposible, y de terminación fatalmente funesta”.

El premio Nobel Henry H. Dale contaba que le impresionó sobremanera oír decir un día a un médico el siguiente comentario ante un caso de diabetes: “No podemos hacer nada por este pobre hombre, si no es prolongarle la vida unos pocos meses, pero a costa de tales privaciones que no valdría la pena vivirlos”.

A finales del siglo XIX y principios del XX, el tratamiento era fundamentalmente dietético (el plan más generalizado era el propuesto por el francés Apollinaire Bouchardat, que preconizaba una dieta baja en hidratos de carbono y el ayuno como método para reducir la glucosuria), a la que se añadía a veces la hidroterapia; la terapéutica medicamentosa estaba reducida “a muy poco y con muy escaso beneficio”, planteándose a veces tratamientos verdaderamente pintorescos.

El trabajo del equipo de Toronto (Frederick Banting, Charles Best, John Macleod, James Collip) tuvo como protagonista de su experimentación inicial, antes de que Leonard Thompson y un pequeño grupo de pacientes recibieran los primeros extractos de insulina, a una perrita llamada Marjorie; algún tiempo después, millones de seres humanos que tenían que malvivir con la diabetes o estaban condenados a morir de sus complicaciones pudieron llevar una existencia normalizada, superar las crisis glucémicas y prolongar su vida durante años.

El descubrimiento de la insulina permitió un nuevo razonamiento fisiopatológico y un abordaje clínico diferente, al mismo tiempo que abrió una perspectiva terapéutica desconocida hasta entonces, lo que hizo cambiar radicalmente el pronóstico clínico.

Del estudio experimental en los animales pronto se pasó a la prueba en humanos y se abrió la posibilidad de la producción industrial de la sustancia que, con el paso del tiempo, ha demostrado ser uno de los medicamentos más efectivos y a ser considerada como el verdadero “mejor amigo del hombre”, con permiso de Marjorie y los suyos, al contribuir de manera decisiva al incremento de la esperanza de vida (más cantidad de vida) y del bienestar (mejor calidad de vida) de las personas diabéticas. Solo había pasado un año y medio del descubrimiento de la insulina cuando se concedió a Banting y Macleod el Premio Nobel en Medicina y Fisiología, algo insólito en la ciencia médica.

Un nuevo horizonte

Tras el descubrimiento de la insulina, en 1926, el farmacólogo estadonidense John J. Abel (descubridor también de la adrenalina o epinefrina, la hormona producida por las glándulas suprarrenales) describió la primera preparación de insulina en forma cristalizada. Su observación pronto fue confirmada por David A. Scott y otros investigadores que, con métodos mejorados, consiguieron la cristalización y recristalización de la hormona, proporcionando un estándar para su pureza y determinación cuantitativa.

A mediados de los años 30, Hans Cristian Hagedorn y Norman Jensen produjeron una insulina de absorción lenta, que resultó de la unión de la hormona con la protamina, una proteína básica, y pronto se dispuso de la protamina-zinc-insulina, con la que se prepararon distintas presentaciones comerciales de insulina. No obstante, para entonces, el uso de la insulina inyectable, en administración por vía subcutánea (la insulina no puede administrarse por vía oral porque se destruiría en el tubo digestivo), ya se había generalizado en los países occidentales.

En 1953, Frederick Sanger dilucidó la estructura proteica de la insulina (fue la primera hormona cuya estructura química pudo ser establecida) al descubrir que estaba formada por dos largas cadenas de polipéptidos con una secuencia de 21 y 30 aminoácidos respectivamente. Más tarde, en la década de 1960, se consiguió la síntesis artificial de ambas cadenas y se logró trabar su ensamblaje, mientras que Donald F. Steiner descubrió su precursor, la proinsulina.

Durante todos estos años se estuvieron utilizando insulinas de origen porcino o bovino, que son prácticamente iguales a la humana (difieren en la composición de uno y tres aminoácidos respectivamente). El paso siguiente fue transformar la insulina de cerdo en una molécula igual a la humana, llamada “insulina humana semisintética”, mediante el cambio del aminoácido diferente de su cadena por un proceso químico de naturaleza enzimática.

En el último cuarto del siglo XX, las “insulinas humanas” obtenidas por bioingeniería, mediante la tecnología recombinante del ADN, desarrollada por Stanley Cohen y Herbert Boyer, desplazaron a las anteriores. En 1978, un equipo científico compuesto por investigadores del centro médico City of Hope, de Duarte (California), y de la compañía Genentech Inc., anunció la obtención de insulina a partir de la introducción del gen productor de la insulina humana en la bacteria Escherichia coli.

A principios de los años 80, los laboratorios Elli Lilly, que habían obtenido la licencia de Genentech nada más producirse su hallazgo biotecnológico, iniciaron la comercialización de la insulina obtenida por este método. Posteriormente, la ingeniería genética ha permitido disponer de los llamados “análogos de la insulina”, cada vez más usados.

Actualmente se dispone de una amplia gama de insulinas humanas y análogos de insulina humana, que pueden ser de acción rápida, intermedia y prolongada, aunque también existen insulinas premezcladas, que contienen combinaciones de insulina de acción rápida con insulina de acción intermedia en diferentes proporciones.

Asimismo, existe una gran variedad de dispositivos de administración de insulinas, aunque hoy en día lo más común es el uso de plumas precargadas desechables. Otro gran avance ha sido la posibilidad de disponer de bombas de infusión subcutánea continua de insulina, cuya finalidad es proporcionar un aporte exacto, continuo y controlado de insulina en casos especiales. La insulina destinada a cubrir las necesidades constantes suele denominarse “insulina basal”, mientras que la insulina inyectada para reducir los picos de hiperglucemia se denomina “bolo”. Hoy día, la insulina es parte esencial en el tratamiento de los pacientes con diabetes mellitus tipo 1; también en muchos de los enfermos diabéticos tipo 2, cuando no se alcanza el control glucémico con los antidiabéticos orales o en el momento del diagnóstico si la hiperglucemia es grave.

En el último medio siglo, la investigación farmacéutica ha permitido desarrollar un importante arsenal terapéutico de antidiabéticos orales (ADO), que engloba una amplia variedad de compuestos con estructuras químicas distintas y mecanismos de acción diversos. Las diferentes familias de medicamentos actúan sobre diferentes niveles fisiopatológicos de la diabetes, pero todas ellas acaban disminuyendo finalmente las concentraciones plasmáticas de glucosa. De ahí, que las principales asociaciones médicas internacionales hayan propuesto algoritmos de tratamiento básico con los ADO, solos o en combinación, para ser adaptados al plan de manejo individual de cada paciente con diabetes tipo 2.

Aportaciones españolas

Junto al avance terapéutico hay que significar también el avance clínico que se ha producido durante la última centuria en el manejo del paciente diabético. Y en este sentido conviene destacar a dos grandes médicos españoles que dejaron su huella en el estudio de la diabetes en la primera mitad del siglo XX: Gregorio Marañón y Roberto Nóvoa Santos.

Se considera al doctor Gregorio Marañón (Madrid, 1887 – 1960) como el introductor de la endocrinología en España, tarea que se puede enmarcar entre la publicación de su libro La doctrina de las secreciones internas, fruto del primer curso de endocrinología realizado en España (1915) y la creación de la primera cátedra de esta disciplina en la Universidad Central de Madrid (1931). Sus investigaciones acerca de las glándulas de secreción interna, la diabetes y la obesidad le otorgaron un gran reconocimiento internacional.

En relación a la diabetología, una de sus aportaciones más personales fue la descripción de los estados prediabéticos. Marañón consideraba la historia natural de la diabetes como un largo camino que comienza en la predisposición genética y, tras un período prediabético, avanza con distintos grados de alteración de la homeostasis de la glucosa hasta llegar finalmente al fracaso de la secreción de insulina y, con ello, a la diabetes clínica. A lo largo de este proceso, diferentes factores externos pueden añadirse a la tendencia genética e intensificar la pérdida de la tolerancia a la glucosa.

La otra gran aportación de Marañón fue la relación de la diabetes mellitus con la hipertensión arterial y con la obesidad, proponiendo un sustrato común, que es la primera gran aproximación a lo que actualmente se conoce como “síndrome metabólico” (también conocido como “síndrome X”), definido por primera vez en 1998, casi 40 años después de su muerte.

En nuestros días, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), se considera como síndrome metabólico aquella situación clínica en la que la diabetes tipo 2 está asociada a dos de estos cuatro factores: hipertensión arterial, hiperlipidemia, obesidad y microalbuminuria (presencia de pequeñas cantidades de albúmina en la orina). Todas estas alteraciones comparten como causa la resistencia a la insulina, es decir, la incapacidad de esta hormona para ejercer eficazmente sus acciones biológicas en diversos órganos y tejidos, como el hígado, el músculo esquelético y el tejido adiposo.

Retrato de Roberto Nóvoa Santos en el archivo de la Real Academia Galega.

Contemporáneo de Marañón fue el médico Roberto Nóvoa Santos (La Coruña, 1885 – Santiago de Compostela, 1933). Dotado de una extraordinaria intuición clínica (“ojo clínico”), compartía con el médico madrileño la consideración de «la silla como el mejor instrumento del médico», ya que permitía obtener conclusiones diagnósticas a partir del diálogo confiado, sutil y pormenorizado con el enfermo, complementado con la observación clínica y algunos sencillos datos de laboratorio. Su Manual de Patología General (1916-1919), saludado por Marañón como una obra excepcional tanto por la información que acreditaba como por la preocupación didáctica con que estaba escrita, supuso incorporar definitivamente a la medicina española el pensamiento fisiopatológico.

Aunque en otras facetas personales su figura resulta un tanto controvertida, como clínico, Nóvoa Santos perteneció a esa estirpe de grandes médicos humanistas de vocación entrañable que vivían la aventura patológica al lado del paciente, con paciencia y dedicación. En su vertiente investigadora desarrolló una intensa labor experimental, luchando con dificultades a veces insuperables, dedicando una atención preferente al estudio de las influencias psicogénicas en el sistema nervioso y en el metabolismo, a las hepatopatías, de las que estableció una clasificación muy aceptada en su época, y a la diabetes, uno de sus temas preferidos.

Entre los logros alcanzados en este último campo figuran la introducción del concepto fisiopatológico y semántico de la resistencia a la insulina y el descubrimiento de la función hipoglucemiante de la secretina (hormona liberada por la mucosa duodenal que estimula la secreción pancreática). Ya en un trabajo publicado en la revista Archivos de Endocrinología y Nutrición, en el año 1924, donde expone sus trabajos experimentales en conejos de laboratorio y los resultados obtenidos tras la inyección de secretina en humanos, Nóvoa concluye que “la inyección de secretina duodenal activa la secreción insular pancreática, produciendo un efecto análogo al de la insulina”.

En los años siguientes (1925-1932), sus escritos abundarían en los efectos hipoglucemiantes de la secretina duodenal, adelantando la noción de incretinas mucho antes que el investigador belga Jean La Barré, a quien la comunidad científica le ha atribuido tradicionalmente la paternidad de la misma (La Barré publicó sus investigaciones más importantes en 1933, nueve años más tarde de que el médico gallego hubiera publicado sus primeras experiencias, a las que el propio La Barré hizo referencia).

De acuerdo con el doctor Fernando J. Ponte Hernando, que ha estudiado extensamente su obra, Nóvoa es el pionero en poner de manifiesto la posibilidad de utilizar este tipo de tratamiento en la diabetes. Las conclusiones a las que llega Ponte son las siguientes: Nóvoa descubre el papel hipoglucemiante de la secretina; indica que este papel tiene lugar mediante la activación de la secreción de insulina y no mediante la inhibición de algún mecanismo contrarregulador; propone su uso como terapia activadora antidiabética, basándose en su menor y más seguro poder hipoglucemiante frente a la insulina; sugiere el empleo de la inyección de secretina como prueba de diagnóstico para conocer el grado de capacidad residual de secreción de insulina; finalmente apunta con claridad la posible existencia de otras incretinas (“incretas” las llama él) duodenales con acción hipoglucemiante, que han sido confirmadas tiempo después por la investigación científica.

Los hallazgos de Nóvoa Santos adquieren en nuestros días un gran valor dado que una de las orientaciones terapéuticas actuales más interesantes en el tratamiento de la diabetes mellitus tipo 2 tiene como protagonista a la familia de las incretinas, de las que se dispone de varias e interesantes alternativas farmacológicas.

El paciente activo

Para finalizar hay que decir que, a pesar de los grandes avances realizados en la fisiopatología, la clínica y el tratamiento, a día de hoy no existe una cura para la diabetes, por lo que el modo de mejorar la calidad de vida de los pacientes que la sufren es mantener los niveles de glucosa en la sangre lo más cercanos posibles a los normales. Para ello es necesario mantener un estilo de vida saludable que incluya: realizar actividades físicas periódicas, mantener el peso adecuado y no fumar, así como llevar a cabo un adecuado tratamiento farmacológico, con un plan terapéutico individualizado a cada paciente que facilite la correcta administración de los medicamentos y la adherencia terapéutica. Asimismo, la realización de chequeos clínicos periódicos, incluidos el control de la tensión arterial y de las cifras de colesterol, resulta imprescindible.

La diabetes es una de las áreas de la medicina actual en la que de forma más efectiva y de mejor manera se ha introducido el planteamiento de la “activación del paciente en su enfermedad”, es decir, la consideración de que el paciente ha de ser educado para jugar un papel activo en la atención médica, mediante su participación en el conocimiento y manejo de la enfermedad. De este modo se facilita y mejora la relación médico-paciente, el cumplimiento terapéutico y el control de la enfermedad, todo lo cual redunda en una mejor calidad de vida del paciente y en una disminución de las intervenciones médico-sanitarias, con el resultado de una mayor eficiencia (coste/efectividad).

Además, un paciente activo es más consciente con su problema de salud, más comprometido con los autocontroles de glucosa y la mejoría de su enfermedad, más colaborador con los profesionales sanitarios… y puede ayudar a otros muchos pacientes.