Como buen conocedor de los clásicos, durante los años de su etapa docente Perales siguió las consejas de Baltasar Gracián y trató de abrir la mente de sus alumnos para que diesen sus mejores frutos: ejercitar la memoria, madurar el juicio y depurar la voluntad, elevando el gusto por la lectura y afinando el ingenio. Además, como experto filólogo, ha sabido extraer toda la jarosita literaria de esa Andalucía murciana que es el Levante almeriense. Por otra parte, sus trabajos sobre el costumbrismo en general y sobre la obra de Álvarez de Sotomayor en particular han servido de guía a muchos otros investigadores en las últimas décadas.

Cuatro años después de Leyendas del Bajo Almanzora, escritas en colaboración con Enrique Fernández Bolea —otro excelente docente y paciente escarcullador de la historia, la cultura y la minería almerienses, desde El Argar hasta nuestros días—, el maestro Perales nos regala —porque de un auténtico regalo se trata— el libro Huellas que se desvanecen (Arráez Editores): una colección de 64 crónicas, distribuidas en nueve capítulos, que él ha convertido por arte de birlibirloque —propio de los mejores magos literarios— en cuentos, haciendo realidad lo que afirmaba la sin par Ana María Matute: «El buen cuento es como la naranja: un fruto redondo y lleno de jugo». Y, de paso, nos hace sentir que la infancia dura toda la vida y, en algunos casos, llega aún más lejos, porque son las personas las que se le van muriendo a los cuentos, pero no sus historias infantiles.

En mi opinión, lo que hace Perales es un ejercicio de desolvido. Desgraciadamente, el DLE no recoge la palabra desolvido ni su forma verbal desolvidar. Otros diccionarios importantes, como el María Moliner o el de Manuel Seco y cols., tampoco las consignan. Desolvidar no es exactamente recordar, es decir, traer a la memoria algo del pasado: se recuerda lo que no se ha olvidado del todo, un conocimiento o una experiencia que no ha quedado completamente oculta en el fondo de la memoria y que retorna a la superficie —en sentido figurado, el corazón, considerado en la Antigüedad sede de la memoria—. En cambio, desolvidar es recuperar algo perdido por el tiempo o por uno mismo, de manera voluntaria o involuntaria: volver a hacer visible lo oculto, poniéndolo ante nuestros ojos de una forma nueva; en otras palabras, desvelar, descorrer el velo del olvido. En cierto modo, supone un renacer de la memoria.

Las huellas del recuerdo se alejan paso a paso entre las sombras del tiempo y, si se las deja sin ninguna señal de orientación, acaban por desvanecerse en un horizonte más o menos lejano. Pues bien, Pedro ha querido revivir para nosotros oficios ya desaparecidos, que conservan junto a ellos una gran riqueza idiomática o dialectal; las más variadas mores, unas tan deliciosas como «pasear la leche» y otras tan tétricas como «las velicas»; juegos infantiles que despabilaban tanto los sentidos como las potencias del alma; sucedidos que ocurrieron sin tener que haber ocurrido, como el famoso episodio de las bombas atómicas de Palomares; crónicas literarias y lingüísticas, crónicas históricas y biográficas que dan lugar a extraordinarios relatos, haciendo muchas veces de lo real algo maravilloso; en fin, crónicas, recuerdos y semblanzas intimistas e impresionistas que ha transformado en cuentos populares para enriquecer el patrimonio común de un legado de caudaloso magisterio.

Pedro Perales ha escrito un libro ameno, que atrapa por su estilo sencillo y por la naturalidad de su lenguaje. Dice las cosas con claridad, sin pretender impartir lecciones innecesarias, pero sazonándolas con su pizca de humor, sabedor de que lo primero que se debe exigir a un libro para que sea bueno es que no resulte aburrido. Y, en verdad, lo ha conseguido. Uno lee Huellas que se desvanecen con los ojos inquietos y el corazón emocionado, sintiendo que salta en el pecho como un cervatillo —no en vano ese es el significado original de la palabra de la que deriva: hrid (sánscrito) > kerd (indoeuropeo) > kardías (griego) > cor (latín)—. Además, el libro posee dos grandes valores añadidos: el prólogo de Enrique Fernández Bolea y las ilustraciones de José Antonio Contreras Alonso.

Personalmente, me ha hecho rememorar a aquel mágico Cuentacuentos de la Axarquía, al que seguíamos los niños de los sesenta en Turre y Mojácar como al flautista de Hamelín, buscando que nos embelesara con sus historias tan vividas por soñadas; pero también a aquellas otras que se contaban en las hilvaneras de los corros que se formaban ante las casas de los pueblos mediterráneos, al fresco de la noche y a la luz de la luna —de las dos, de las tres…—, aquellas academias populares que eran como filandones del revés: reuniones al amor de la lumbre de las que nos han dado buena cuenta escritores leoneses como Luis Mateo Díez, José María Merino y Juan Pedro Aparicio, extraordinarios cuentistas los tres. Leyendo a Pedro Perales, comparto con él la incredulidad en el escritor doliente y en la necesidad de amargarle la vida al lector. Intuyo que, también para él, escribir es un ejercicio gozoso, un juego en el sentido en que lo es para los niños, aunque probablemente sin alcanzar la dicha de haber podido disputar un partido de fútbol en el Santiago Bernabéu.

Vivimos en una época en la que, a veces con poca responsabilidad, nos permitimos desprendernos de algunas de nuestras mejores cosas del pasado al considerar que han dejado de ser útiles; pero, en realidad, lo que ha cambiado es el concepto de utilidad. Leyendo el libro del maestro Pedro Perales uno no llega a la certeza —palabra inhumana donde las haya— de que «cualquier tiempo pasado fue mejor», ni mucho menos (apenas puede afirmarse que fue anterior), pero sí comprende que hay crónicas y leyendas que conviene desenterrar, volver del olvido, revelar, sobre todo cuando se ha logrado convertirlas en cuentos que, como en el verso manriqueño, «avivan el seso y despiertan». Eso —ni más ni menos— es lo que salimos ganando.