No es fácil elegir por quién tomar partido. La historia nos demuestra que la literatura escrita ha contribuido en parte (aunque nada comparable a la devastación sufrida por la acción de la televisión y las redes sociales) a la desaparición de la tradición oral y, con ella, al olvido de no pocas historias y leyendas, que ha arrastrado además a la pérdida de un buen número de palabras de uso frecuente en el pasado.

Sin embargo, no pocos libros han demostrado ser celosos guardianes de otras muchas narraciones orales que, sin su cobijo, habrían escapado del arcón de la memoria e, incluso, algunos logran fluir con una maestría no lograda por la expresión oral de sus relatores. Un buen ejemplo de ello es el legado que acerca de la cultura popular del Valle del Bajo Almanzora encierra el libro objeto de este artículo.

Quizás, el quid de la cuestión se encuentre en que la escritura, como cualquier fármaco, lleva implícita en su naturaleza la doble condición de alimento y veneno al mismo tiempo. Ahora, en este tiempo de galope desbocado hacia la supuesta arcadia digital, es la escritura que hemos vivido a través de los libros de papel la que está en riesgo. Por eso resulta impagable la tarea a la que se han entregado Pedro Perales Larios y Enrique Fernández Bolea, con la colaboración del artista e ilustrador José Antonio Canteras Alonso, hasta dar a luz Leyendas del Bajo Almanzora (Arraez Editores).

Y no de menor valía resultan tanto el excelente prólogo de Ginés Bonillo Martínez, con el que se abre el libro, como el capítulo de introducción de los propios autores, en el que se aclara de manera rigurosa y didáctica el puesto de la leyenda en el campo de la tradición narrativa oral, sus confluencias y divergencias con otras manifestaciones literarias, como son el cuento, la fábula y el mito (a veces, las delimitaciones entre géneros, subgéneros o formas narrativas son a la literatura lo que las fronteras administrativas a la geografía), y su influencia en el modelado de la realidad presente de un pueblo (la leyenda no debería interpretarse como algo opuesto, sino como complementario a la historia, que es la que exige investigación y verificación). De los tres se puede decir lo que afirmaba G.K. Chesterton refiriéndose a Charles Dickens: “escribía tan llano que hasta los más doctos le entendían”, y de pocos libros se puede afirmar con más justicia que han sido hechos con amor y pedagogía.

Perales y Fernández Bolea han escrito el libro que les hubiera gustado leer, pero no estaba escrito, y parece que lo han hecho siguiendo la técnica de los buenos cogedores de esparto de antaño: formando primero una zalá con las leyendas compiladas por el periodista Antonio María Bernabé Lentisco a finales del siglo XIX, añadiendo luego hasta formar un manojo las historias recogidas por Miguel Flores Gonzalo-Grano de Oro, Antonio Molina Sánchez, José María Martínez Álvarez de Sotomayor y otros varios recopiladores cuevanos, incorporando las leyendas sacadas a la luz por ellos mismos hasta hacer una buena gavilla y, más tarde, preparando con delicadeza el esparto bien cocido de su escritura para trenzar las pleitas de cada página de esta interesante obra.

Como bien señala el prologuista, aparte de la labor recopiladora, otros de los méritos de los autores es haberle dado uniformidad lingüística y cohesión artística al heterogéneo conjunto de leyendas recogidas para armonizarlo en forma de libro, enmarcar cada una de ellas en el momento de producirse los sucesos históricos o la vida de los personajes a los que hacen referencia, dar las explicaciones precisas acerca del contexto socio-político, económico o cultural en el que se produjeron los hechos o vivieron los protagonistas y aclarar algunas cuestiones de índole geográfica o determinados aspectos particulares que ofrece la naturaleza en la comarca del Bajo Almanzora.

De esta manera han conseguido no solo preservar las leyendas del olvido, sino también enriquecer su lectura y facilitar la comprensión por parte de los lectores actuales y futuros, sin que en ningún momento se les ha haya ido el santo al cielo llevados por el entusiasmo y la indomable voluntad de dar fe de lo dicho por los que les antecedieron en la cadena de transmisión. En mi opinión, lo que han hecho los autores no es tanto plasmar las leyendas con la exactitud de la fotografía, sino que las han recreado -en cierto modo, reinventado- con el realismo de la pintura de Antonio López, a lo que también han contribuido notoriamente los dibujos de José Antonio Canteras.

No cabe duda que tanto Perales como Fernández Bolea han bebido de los textos cervantinos y son conocedores de que la salsa de cualquier narración está en la propiedad del lenguaje en cualquier cosa que se diga, por lo que se han interesado tanto o más en la redacción que en las aventuras que cuentan. Así, los lectores se pueden encontrar con unos textos que encierran y tienen la gracia en ellos mismos (“sin preámbulos y ornamentos”), mientras que otros se vuelven más agudos y gustosos por “la elegancia y el modo de decir su fundamento”.

Por otra parte, quienes abran el libro y se adentren en sus páginas podrán descubrir aventuras extraordinarias que atienden solamente a deleitar y no a enseñar, al modo de las fábulas milesias, y con otras, que, a la manera de las fábulas apólogas, deleitan y enseñan juntamente al tiempo que fundamentan su narración en los sucesos experimentados o fingidos. Tanto a uno como a otro se les nota su amplia experiencia docente y sus largas horas de lectura. Tanto uno como otro saben que hay una virtud sin la cual todas las demás resultan inútiles: el encanto de quien lee o de quien escucha. Tengo la certeza de que para ambos la elaboración de Leyendas del Bajo Almanzora no ha supuesto un fatigoso trabajo de encargo; al contrario, intuyo que se ha tratado de un gozoso quehacer entre amigos, un entrañable divertimento del que quieren hacer partícipes a los lectores. 

Aunque el libro recoge 24 leyendas que van desde el siglo X al siglo XX, la mayoría de ellas se encuadran históricamente en dos épocas claves: por una parte, la Baja Edad Media, periodo en el que el Levante almeriense, como extensa tierra de frontera que fue, se enriqueció con relatos legendarios procedentes tanto de la cultura árabe, con toda su influencia oriental, como de la cultura medieval cristiana, con todo su legado de los distintos reinos hispánicos, principalmente de Castilla y Aragón; por otra parte, el periodo de esplendor económico de la comarca que siguió al descubrimiento del filón de galena argentífera en Sierra Almagrera (1838) y que, literariamente hablando, está atravesado por el romanticismo y el realismo. Unas y otras son creaciones mayoritariamente colectivas que, transmitidas a lo largo del tiempo, han pasado a formar parte de la realidad no solo de un pueblo, Cuevas del Almanzora, sino también -como igualmente sucede con las extraordinarias leyendas mojaqueras, que arrancan del fondo del tiempo y llegan a nuestros días- de toda la Axarquía almeriense, influyendo de forma notable en la idiosincrasia de sus gentes.

Entre las múltiples acepciones que recoge el diccionario de la RAE acerca de la palabra leyenda, la primera hace referencia a “narración de sucesos fantásticos que se transmite por tradición”, mientras que la segunda dice que es un “relato basado en un hecho o un personaje reales, deformado o magnificado por la fantasía o la admiración”. Por tanto se trata de una relación de sucesos que tienen más de tradicionales o maravillosos que de históricos o verdaderos, aunque el María Moliner apostilla que se transmiten “como si fuesen históricos”. A estas expectativas responden exactamente las dos docenas de leyendas agavilladas en el libro.

Además, el diccionario de la RAE remite en la explicación de su origen al latín legenda, “lo que ha de ser leído”. Y, en verdad, que así debe ser en relación a cada una de ellas: merece la pena ser leídas no solo por los cuevanos o los habitantes de la Axarquía, sino por los viajeros a este Oriente andaluz y por quienes quieran acercarse a su cultura y a sus mores. Los leyentes que lo hagan se encontrarán con una estructura gramatical clara y un vocabulario preciso, enriquecido a veces por palabras propias de una comarca de singular paisaje y paisanaje, en cuyo centro se sitúan las voces de Álvarez de Sotomayor y de Antonio Cano Cervantes, el “ruiseñor ciego de Garrucha”, así como los ecos populares de tanta gente sencilla. Merece la pena no dejar pasar el turno e integrarse en la cadena de transmisión de las leyendas aquí recogidas, dando así satisfacción a los autores, porque esa es la finalidad principal de los cuentacuentos y de los contadores de leyendas: hacer depositario a alguien de un mandato que cumplir, que no es otro que seguir contándolas.

Apenas hay peros que poner a este árbol de las leyendas cuevanas pues, como en aquella canción infantil que aprendimos en las escuelas de nuestra infancia, casi todos sus frutos son “peras finas” cuya degustación me ha proporcionado momentos muy gratos. Si acaso he podido echar en falta la interesante leyenda que sitúa el origen del tebeo y del cómic en la Torre del Homenaje del Castillo del Marqués de los Vélez: al parecer, algún preso que pasó por allí con buena mano para expresar de forma artística sus fantasías, no se conformó con entretenerse en contar los eslabones de la cadena de sus días mazmorros y dibujó sobre sus muros diversas historietas más o menos fabulosas.

Pero, como la curiosidad de Pedro Perales y Enrique Fernández Bolea por las historias y leyendas de su pueblo no está saciada, sospecho que ya tienen en mente la publicación no solo de esta y de otras variadas leyendas que guarda celosamente entre sus muros el castillo, incluidos los secretos del Museo Antonio Manuel Campoy, sino también otras más desconocidas que se han venido produciendo desde que las familias íberas, fenicias, griegas y romanas dejaran su huella en Baria, la ciudad hasta la que vino la musa Clío para cantar su historia, e incluso un poco más lejos, desde los tiempos que los argares de Fuente Álamo se reunían por las noches para chacharear a la luz de la luna o al amor de la lumbre y contarse lo que habían sido capaces de pensar o de inventar, los dos movimientos respiratorios de la inteligencia. Entretanto, les recomiendo Las leyendas del Bajo Almanzora: sus hojas, como las de toda buena obra literaria, no se caerán en este ni en los otoños por venir.