En una obra de teatro como Las intelectuales, firmada por Luis Buceta en 1914, quedaba claro que un varón que vivía entre mujeres que escriben o pintan se arriesgaba a que su masculinidad quedara en entredicho. Cuarenta años después, en la extraordinaria película de Juan Antonio Bardem Calle Mayor (1956), la pandilla de amigos se burlaba de un joven escritor llamándole intelectual y una banda tan guasona como Los Petersellers, casi medio siglo después, cantaban al intelectual para decirle: “ay, intelectual, amigo mío. Tanto estudiar, tanto / estudiar… ¿para qué? / Sí, sí sabes mucho de otras cosas / pero de la noche, de las tías, de la vida, de la juerga / no sabes nada de nada”.

Todo esto es compatible con que a poco que uno haya estado pelín atento estudiando en la escuela, siguiendo las noticias, leyendo algo de historia o viendo la televisión antes de las plataformas convendrá que hemos tenido por aquí intelectuales, hombres y mujeres, orgullosos sabedores de su condición y comprometidos con ella, valientes frente a las dictaduras, las guerras o el terrorismo, que en no pocos casos han sido y son además enormes escritores. Y es que hablando mayormente del sustantivo –que no adjetivo– intelectual, la polisemia y la ambigüedad son una constante década tras década. De hecho, si hay un término que merece investigación filológica es éste.

Ahora bien, lo realmente fascinante es comprobar que esa indagación da para mucho más de lo que imaginamos, incluso si nos pasa como al filósofo francés Michel Foucault, que dijo haberse pasado la vida oyendo hablar de los intelectuales sin haberse cruzado nunca con uno. Da para contar la historia reciente de un país, sus complejos, políticas y costumbres, todo ello a la luz del trato (o maltrato) que han recibido estas figuras y el palabro que los define. Eso es lo que se propone y consigue David Jiménez Torres (Madrid, 1986) en La palabra ambigua. Los intelectuales en España (1889-2019).

De su mano aprendemos no solo que ser intelectual puede interpretarse como algo bueno y algo malo sin cambiar de época y que ha sido así desde el principio. También nos detenemos en su mayor vínculo con las izquierdas, en el sentimiento de inferioridad respecto a Francia, en su relación con los discursos de género (es inevitable el repelús leyendo las cosas que decía sobre el tema Gregorio Marañón), en su edad de oro en las dos décadas previas a la guerra civil, cuando coinciden las mejores cabezas de las generaciones del 98, el 14 y el 27, en el menosprecio de fascistas y comunistas a su papel, en sus dificultades durante el franquismo dentro y fuera del país, en su renacimiento durante la Transición, en su interesada y peligrosa complicidad en tiempos de libertad con el poder, sea éste del color que sea, en la necesidad de que tengan opinión sí o sí sobre determinados temas (ETA, los nacionalismos, el procés, la televisión, nuestro pasado imperial…), en la sustitución del intelectual por el experto o, aún peor, por el todólogo o tertuliano… Abundan además las citas con enjundia, humor y no poca grima, de Pío Baroja a La Pasionaria pasando por Alfonso Sastre, Miguel de Unamuno, María Zambrano o José Ortega y Gasset, todas ellas impagables por distintos motivos.

Falta aún cierta perspectiva para determinar si es así pero es muy probable que las todopoderosas redes sociales estén propiciando una nueva mutación de la figura y el peso de los intelectuales, de su aprecio y su desdén. Un capítulo de este libro que aún está por escribir.

La palabra ambigua. Los intelectuales en España (1889-2019)

David Jiménez Torres

Editorial Taurus

288 páginas

18,91 euros