“Si se escribiesen cada una por sí las cosas que hizo Jesús,
ni aun en el mundo pienso que cabrían los libros que se habrían de escribir”
(Evangelio de Juan)
Entre las referencias no bíblicas más cercanas a Jesús se encuentran los escritos de Flavio Josefo, el historiador judío que ya en el siglo primero de nuestra era había inventado plantear los textos de diferente manera según a qué tipo de lectores estuviera dirigiendo sus escritos: lectores de cultura grecorromana (Antigüedades judías) o hebrea (Guerra judía). También existen huellas tempranas en textos de historiadores romanos, como Plinio el Joven, Tácito y Suetonio. En cambio, no se ha encontrado comentario alguno entre los escritos del filósofo judío helenístico Filón de Alejandría, contemporáneo de Jesús, a pesar de su interés por el judaísmo de aquel tiempo. Filón escribió de Abraham, de José, de Moisés y de otros personajes bíblicos, pero no de Jesús.
Thallus fue un historiador que escribió en griego una historia en tres volúmenes del mundo mediterráneo desde antes de la guerra de Troya (Historia de Thallus), probablemente en el siglo I. La mayor parte de su obra se ha perdido, aunque Eusebio de Cesarea, al que se tiene por el padre de la historia de la Iglesia (s. III-IV), habla de ella y algunos de sus escritos fueron citados previamente por Sexto Julio Africano en su Historia del Mundo (s. III). En particular, existe un fragmento en el que este autor, al hablar del “tiempo de oscuridad” que se habría producido durante la crucifixión de Jesucristo, dice que encontró una referencia de ello en el tercer libro de la Historia de Thallus: “En todo el mundo y allí se estableció una oscuridad terrible; y las rocas se rompieron por un terremoto, y muchos lugares en Judea y otros distritos fueron derribados. Esta oscuridad, Thallus, en el tercer libro de su Historia, la llama, a mi parecer sin razón, un eclipse de sol …”. Y en otro fragmento plantea: “… En cuanto a sus obras en forma individual, y a sus curas efectuadas en cuerpo y alma, y a los misterios de su doctrina, y a la resurrección de entre los muertos, estos han sido establecidos con autoridad por sus discípulos y apóstoles ante nosotros”.
El filósofo platónico Celso provocó un fuerte ataque al cristianismo en su obra Discurso verdadero contra el cristianismo (finales del siglo II). El documento de Celso no ha sobrevivido, pero sí la refutación que el erudito y padre de la Iglesia griega Orígenes (s. III) planteó a muchas de sus cuestiones (Contra Celso). Según Orígenes, Celso, que se posicionó contra el relato de la creación, las profecías, la asunción cristiana de un Dios hecho hombre y la resurrección de los muertos, acusó a Jesús de ser un mago y hechicero y reprochó a los cristianos que se abandonasen a una fe no razonada. Frente a ello, Orígenes sostiene que logos significa a la vez “palabra” y “razón”. Por tanto, el Verbo es palabra revelada y, como tal, origen de la fe, pero es también la razón. Otros pensadores paganos que se manifestaron contra el cristianismo, la nueva religión que iba ganando progresivamente adeptos entre las clases más desfavorecidas del Imperio romano, fueron entre otros el médico Galeno, el filósofo neoplatónico Porfirio y el emperador Juliano.
Se tiene a Ignacio de Antioquía por el creador de los neologismos “Cristianismo” (Christianismós) e “Iglesia Católica” (Katholika Ekklesía), a principios del siglo II, época en la que el cristianismo comenzó a separarse definitivamente del judaísmo y de sus diferentes movimientos religiosos (esenios, fariseos, saduceos, zelotes), cuando los cristianos de la Diáspora, tanto los de origen judío como gentil, sintieron la necesidad de ir más allá de ser una “religión judía renovada por Cristo” y diferenciarse claramente de los rebeldes judíos que provocaron las guerras (Kitos, Bar Kosiba) posteriores a la primera rebelión de Judea (años 66-70), que había acabado con la destrucción del templo de Jerusalén. La separación, que también fue favorecida por las medidas políticas tomadas bajo el mandato del emperador Adriano (años 117-138), se consolidó en los círculos cristianos más intelectuales en el siglo IV y se convirtió en una realidad social ya a partir del siglo V.
Aparte de las referencias históricas comentadas, la primera cita de Jesús de Nazaret que ha llegado hasta nosotros en un texto propiamente narrativo es la que aparece en la obra de Luciano de Samosata Sobre la muerte de Peregrino (De morte Peregrini), aparecida hacia el año 170. Luciano escribe acerca del periplo vital de Peregrino, de sobrenombre Proteo, un singular sofista y viajero por Asia Menor, Egipto, Roma en busca de gloria, que abrazó el cinismo y el cristianismo para acabar arrojándose a una hoguera en los juegos olímpicos celebrados bajo el imperio de Marco Aurelio. Luciano se refiere de paso al cristianismo, abordándolo de manera superficial, aunque da detalles de interés acerca de algunas costumbres de las comunidades cristianas del siglo II, así como de ciertos planteamientos doctrinales genéricos que lo muestran como una especie de “locura inofensiva”. Al hablar de uno de los periplos de Peregrino, Luciano se refiere de manera burlona a los seguidores de Jesús: “Fue entonces, precisamente, cuando conoció la admirable doctrina de los cristianos, en ocasión de tratarse, en Palestina, con sus sacerdotes, y escribas. Y ¿qué os creéis? En poco tiempo les descubrió que todos ellos eran unos niños inocentes, y que él, solo él, era el profeta, el sumo sacerdote, el jefe de sinagoga, todo en suma. Algunos libros sagrados él los anotaba y explicaba; otros los redactó él mismo. En una palabra, que lo tenían por un ser divino, se servían de él como legislador y le dirigían cartas como a su jefe. Todavía siguen adorando a aquel gran hombre que fue crucificado en Palestina por haber introducido entre los hombres esta nueva religión (…). Prendido por esta razón, Proteo fue a dar con sus huesos en la cárcel, cosa que le granjeó mayor aureola aún para las otras etapas de su vida y con vistas a la fama de milagrero que tanto anhelaba. Pues bien; tan pronto como estuvo preso, los cristianos, considerándolo una desgracia, movieron cielo y tierra por conseguir su libertad (…). Y es que los infelices creen a pie juntillas que serán inmortales y que vivirán eternamente, por lo que desprecian la muerte e incluso muchos de ellos se entregan gozosos a ella. Además, su fundador les convenció de que todos eran hermanos. Y así, desde el primer momento en que incurren en este delito reniegan de los dioses griegos y adoran en cambio a aquel filósofo crucificado y viven según sus preceptos. Por eso, desprecian los bienes, que consideran de la comunidad, si bien han aceptado estos principios sin una completa certidumbre, pues si se les presenta un mago cualquiera, un hechicero, un hombre que sepa aprovecharse de las circunstancias, se enriquece en poco tiempo, dejando burlados a esos hombres tan sencillos (…). Salió, pues, por segunda vez de su ciudad natal, dispuesto a recorrer mundo, con los cristianos como único sostén, gracias a cuya protección lo pasaba a lo grande. Y así vivió durante un tiempo. Más tarde, empero, y por haber cometido alguna falta contra ellos —se le vio, según creo, tomar alimentos prohibidos— hallóse desamparado, falto de su protección y entonces pensó que no tenía más remedio que retractarse y reclamar los bienes a su ciudad; y, efectivamente, presentó un memorándum y exigió la entrega de los bienes por orden del emperador. Más la ciudad envió a su vez también una embajada y aquél nada consiguió al fin, sino que se declaró que se atuviera a su primera decisión, ya que nadie le había obligado a ello”.
Por su parte, en un manuscrito siriaco del siglo VI o VII (actualmente en el Museo Británico de Londres) se recoge una carta de un tal Mara Bar-Serapión, filósofo estoico de la provincia romana de Siria. La escribe a su hijo desde la cárcel, exhortándole a buscar la sabiduría. La antigüedad de la carta es discutida y va desde poco después del año 73 (opinión mayoritaria) hasta poco antes del siglo III. La carta parece hacer una referencia a la crucifixión de Jesús, identificado como un “rey sabio” judío. El pasaje clave es el siguiente: “¿Qué más podemos decir, cuando los sabios están forzosamente arrastrados por tiranos, su sabiduría es capturada por los insultos, y sus mentes están oprimidas y sin defensa? ¿Qué ventaja obtuvieron los atenienses cuando mataron a Sócrates? Carestía y destrucción les cayeron encima como un juicio por su crimen. ¿Qué ventaja obtuvieron los hombres de Samo cuando quemaron vivo a Pitágoras? En un instante su tierra fue cubierta por la arena. ¿Qué ventaja obtuvieron los judíos cuando condenaron a muerte a su rey sabio? Después de aquel hecho su reino fue abolido. Dios, de manera justa, vengó aquellos tres hombres sabios: los atenienses murieron de hambre; los habitantes de Samo fueron arrollados por el mar; los judíos, destruidos y expulsados de su país, viven en la dispersión total. Pero Sócrates no murió definitivamente: continuó viviendo en la enseñanza de Platón. Pitágoras no murió: continuó viviendo en la estatua de Juno. Ni tampoco el rey sabio murió verdaderamente: continuó viviendo en la nueva ley que había dado”.
Antes del gobierno del emperador Constantino (306-337), quienes mayoritariamente dirigían sus pasos a Palestina eran peregrinos procedentes de Asia Menor, Siria y Egipto. Tales son los casos, entre otros, de Melitón de Sardes (s. II) y Orígenes de Alejandría (s. III), que viajaron a Palestina con la intención de visitar los lugares en los que había transcurrido la vida de Cristo y de corroborar algunos de los principales relatos bíblicos: “Hay cosas que se nos refieren como si fueran históricas y que jamás han sucedido y que eran imposibles como hechos materiales, y otras, aun siendo posibles, tampoco han sucedido”. Los peregrinos se ponían en camino para orar en los lugares sagrados, ver, tocar y venerar los lugares en los que se desarrollaron los acontecimientos bíblicos más notables, apropiarse de su “poder salvífico”, en fin, vivir una auténtica aventura espiritual.
No obstante, el factor más determinante en la puesta en marcha del movimiento popular de las peregrinaciones occidentales a los Santos Lugares fue seguramente la leyenda que atribuía el hallazgo del madero de la cruz en la que Cristo fue crucificado por parte de la emperatriz Helena, madre de Constantino. Todo el mundo trataba de procurarse un fragmento de ella. Entre los primeros peregrinos de Occidente cabe citar al llamado “peregrino de Burdeos”, autor de un conciso Itinerario. Inició su viaje en el año 333 y, cuando meses después llegó a Jerusalén, se encontró una ciudad en movimiento y llena de nuevas construcciones, entre ellas la basílica del Santo Sepulcro, que se convertiría poco tiempo después en el centro del mundo cristiano: “A un tiro de piedra (se refiere al Gólgota, el montículo donde Cristo fue crucificado), la gruta donde su cuerpo fue depositado y donde resucitó al tercer día. Hoy, por orden de Constantino, ha sido elevado en este lugar una basílica de una belleza admirable”. A la fiebre viajera a los lugares sagrados desatada por Helena tampoco escaparon las mujeres. Jerónimo de Estridón, viajero él también por media Europa y Oriente hasta fijar su residencia en Belén, asegura que “es tal la aglomeración de uno y otro sexo que, lo que en otro sitio pretendías evitar, no era sino parte de todo lo que aquí tienes que aguantar”. Se tiene noticia de que Melania, una noble de origen hispano, emprendió un viaje (hacia el año 370) en compañía de Rufino de Aquileya para visitar a los anacoretas del desierto de Egipto; luego, viajó a los Santos Lugares e incluso parece haberse hecho con uno de los trozos del “lignum crucis”.
Según relata en su Peregrinación o Itinerario (puede ser considerado como el primer libro de viajes español), Egeria, una supuesta religiosa procedente de El Bierzo, llegó a Jerusalén en la Pascua del año 381. En esta ciudad pudo contemplar la columna en la que supuestamente habían azotado a Jesús y que “aún conservaba algunas marcas dejadas por el cuerpo de nuestro Señor”. Aunque pasó tres años en la Ciudad Santa, no puede decirse que Egeria estuviera quieta en Jerusalén, sino todo lo contrario. Parece que no le pararon los pies, haciendo excursiones a otras ciudades, como Jericó, Nazaret, Belén, Cafarnaúm y Hebrón. Después, partió hacia Egipto, visitando Alejandría, Tebas, el mar Rojo y el Sinaí, donde subió a la “montaña de Moisés”. También visitó Edesa en el año 384, y confiesa que el obispo de dicha ciudad le contó que la carta de Jesús al rey Abgar fue expuesta a las puertas de la ciudad como protección del ataque de los persas. Al regresar, la peregrina visitó las fuentes del Jordán y Samaria. Además de por su interés descriptivo, el texto de Egeria resulta también de importancia por otras razones, pues ha ayudado a los investigadores a conocer algunos aspectos del cristianismo primitivo (la segunda parte del diario describe la liturgia tal y como se celebraba en Palestina). Así, en sus anotaciones del mes de diciembre no hace mención alguna a la fiesta de la Navidad, y en cambio sí lo hace con la de la Epifanía, lo que demuestra que la primera festividad todavía no había sido instaurada en tiempos de la peregrina gallega.
Durante una buena parte del Mundo Antiguo y del Medievo los peregrinos occidentales trataron de encontrar todo tipo de objetos de la crucifixión y muerte de Jesús (en el siglo XVI eran tantos los que se habían contabilizado que el teólogo protestante Juan Calvino afirmaba que con ellos se podría llenar un barco), así como la habitación donde tuvo lugar la última Cena y la tumba en donde fue enterrado el Nazareno, dando lugar a un sinfín de historias literarias. La búsqueda del Santo Grial, la supuesta copa que Jesús utilizó en la Última Cena (primera eucaristía), inspiró las historias del ciclo artúrico, uno de los más perdurables relatos medievales, cuyos ecos llegan a nuestros días.
Otro motivo de difusión de dichos y hechos de la vida de Jesús lo constituyeron las leyendas, hagiografías y ejemplarios que circularon repetidamente durante la Edad Media. La Leyenda dorada (s. XIII), de Jacobo de Vorágine, en la que se incluyen numerosos episodios apócrifos, alcanzó notable popularidad. Frente a ellos, como reacción a las persecuciones sufridas por los judíos en la época de las cruzadas, se publicaron colecciones de relatos populares, como los contenidos en El Libro de la Historia de Jesús, una especie de «anti-evangelio», del que se hicieron distintas versiones que alcanzaron una amplia difusión tanto en Europa como en Medio Oriente, aunque ninguna de ellas es considerada como canónica o normativa dentro de la literatura rabínica. La imagen que se da de Jesús es el de ser un hombre astuto y seductor, hijo ilegítimo, que practicaba la magia, no respetaba a los ancianos y sabios de su tiempo y moría de forma vergonzosa.
Cuando los primeros vagidos de la lengua castellana se transformaron en prosa, los textos evangélicos aparecieron como expresión literaria, inmersos en ocasiones a modo de exempla en no pocas obras narrativas de distinto género, contribuyendo decisivamente al desarrollo de la lengua vulgar, por una parte, y fomentando la naturaleza humana y divina de Jesús, por otra. La mayoría de las veces las referencias se concentran en el doble espacio de su nacimiento y de su pasión.
En algunos de los textos legales de las Siete Partidas (s. XIII), de Alfonso X el Sabio, se habla del nacimiento de Jesús y de la llegada de los tres reyes magos para adorar al niño. Asimismo, probablemente en alguna de las partes perdidas de la General Estoria se hablaría de la infancia de Jesús, como puede deducirse de la ordenación de la obra. Por su parte, el rey Sancho IV, siguiendo la tradición de su padre, impulsó los Castigos e documentos (s. XIII), obra que en su estructura y en su temática ejemplarizante sigue la línea de los espejos de príncipes europeos, para lo cual toma numerosos ejemplos bíblicos, entre los cuales se encuentra la huida a Egipto y la matanza de los inocentes; además, algunas de sus páginas reseñan ciertos pasajes de la infancia de Jesús, sacados de los evangelios apócrifos.
Los evangelios no canónicos ejercieron una influencia muy importante en la mentalidad y cultura populares de los primeros tiempos del cristianismo y, a través de reelaboraciones posteriores, en la época medieval; al tiempo, constituyeron una importante fuente de inspiración para los autores, como muestran los poemas, romances, autos, cuentos y otros documentos de la época, cuya presencia ha llegado hasta nuestros días. Uno de los más influyentes es el Evangelio de la infancia de Jesús, de Tomás, también conocido como evangelio apócrifo del Pseudo-Tomás (iniciado en el s. II, fue transmitiéndose a lo largo de los siglos posteriores de manera adaptada a cada contexto), que narra las hazañas infantiles de Jesús (juegos, relatos milagrosos, discursos…) hasta los doce años. Los evangelios apócrifos vinieron a completar los momentos de la vida de Jesús que los textos canónicos desatendían, sobre todo la infancia y mocedad, junto con los episodios más representativos de la vida de la Virgen y de San José. Por su parte, la iconografía y la imaginería medieval contribuyó a la fijación de muchos elementos que han adquirido el carácter de tradicionales. Las escenas del buey y la mula en el portal, la adoración de los Reyes Magos, San José carpintero, etc., son una buena muestra de lo dicho.
La literatura de viajes de la Baja Edad Media también se ve impregnada de las referencias evangélicas. Así, La Fazienda de Ultramar (anónimo, s. XIII), que constituye un itinerario geográfico e histórico como guía de peregrinos a Tierra Santa, incorpora una de las traducciones más tempranas de la Biblia en lengua romance y hace referencias al nacimiento de Cristo en Belén y otros pasajes evangélicos. Otros libros de viaje de la época también contienen alusiones tanto al Antiguo como al Nuevo Testamento.
Dice don Juan Manuel que escribió el Libro del Conde Lucanor (s. XIV) “con las más bellas palabras que encontré, entre las cuales puse algunos cuentecillos con que enseñar a quienes los oyeren”. En esta obra, el elemento didáctico moral de la doctrina cristiana prima sobre cualquier otro aspecto. Patronio, el personaje principal junto al Conde, utiliza con frecuencia un recurso parecido al de Jesús en sus parábolas y exhorta a no dudar de los evangelios: “Hermanos, para que veáis que el evangelio dice siempre la verdad, buscad el corazón de este hombre ya fallecido, aunque os afamo que no podréis encontrarlo dentro del cuerpo sino en el arca donde guardaba su tesoro” (capítulo XIV). Y, cuando en el capítulo XLVIII habla de lo que sucedió a uno que probaba a sus amigos, escribe: “Y Jesucristo, como buen hijo, obedeció a su Padre, y siendo Dios y Hombre verdaderos quiso recibir y padecer la muerte para, con su sangre, limpiarnos de nuestros pecados”.
Una de las figuras literarias más destacadas del Renacimiento español fue Isabel de Villena (1430-1490, bautizada como Elionor Manuel de Villena), mujer de amplia cultura y abadesa durante casi treinta años del convento de la Santísima Trinidad de las hermanas clarisas de Valencia, fundado por la reina María, su protectora. Impregnada por el espíritu franciscano de mostrar una visión de Jesús cercana y humana, escribió su Vida de Cristo (publicada a título póstumo en 1497 a instancias de Isabel la Católica) en lengua romance valenciana, y no en latín, incorporando contenidos de textos apócrifos y gnósticos y prescindiendo de parte de los canónicos. La obra narra con una calidad literaria fuera de lo común la vida de Jesús desde un punto de vista absolutamente novedoso: a la luz de la mirada de las mujeres que tuvieron un papel relevante en su vida, especialmente su madre, María, y María Magdalena. Aunque enmarcada en lo religioso y devocional (su lectura fue vivamente recomendada por Teresa de Jesús), la obra trasciende el mero género doctrinal para convertirse en una de las obras literarias más reconocidas y leídas a lo largo del siglo XVI por su originalidad, la utilización precisa de la lengua, la sugestiva descripción de paisajes, personajes y costumbres, así como por la defensa de la dignidad de la mujer frente a la misoginia de la época. Las restricciones impuestas por los dogmas del Concilio de Trento (1545-1563) hicieron que la obra fuera cayendo en el olvido.