Alejado ya el fantasma de la fragmentación de nuestro idioma que recorrió buena parte del siglo XIX y conseguida su unidad, la lengua de Cervantes se enfrenta hoy día a algunas amenazas, entre las que ocupan un lugar destacado las “infecciones víricas” del lenguaje que las nuevas tecnologías y medios de comunicación han traído consigo y el “alzhéimer” que acecha a  las distintas expresiones particulares en las que se concreta la lengua: el habla de las gentes, borrando del recuerdo palabras y dichos populares que eran habituales en las conversaciones de nuestros padres y abuelos, como ha denunciado en algunos de sus deliciosos artículos de La Verdad el escritor y catedrático de Literatura Pedro Felipe Sánchez Granados.

En este artículo nos haremos eco del peculiar e interesante caso del andaluz-murciano hablado en la Axarquía almeriense, el habla que, al decir de Juan Goytisolo, tiene un acento entrañable que acuna como una nana, quizás porque sale y llega hasta el lugar más profundo del corazón, y al que dedicamos no hace mucho tiempo la segunda parte del libro Clío estuvo aquí (Literatura de viajes y viajeros por la Axarquía almeriense), editado por Arráez Editores. En él recogíamos una recopilación espontánea, hecha al oído, de palabras desaparecidas o en riesgo de desaparecer, unas arrastradas por el indómito río del tiempo y otras ahogadas en el lecho de la lengua general, palabras que han quedado o van quedando olvidadas, pero que suenan mágicamente cuando se vuelve a escuchar su decir. Son palabras que hunden sus raíces en la lengua árabe, en viejas voces castellanas y otras provenientes de Aragón y Cataluña, pero que adquieren su aire más vanguardista en esa mezcla entre la capacidad del dialecto andaluz para expresar las ideas con claridad y economía del lenguaje, la expresividad del habla murciana, los rasgos más imaginativos del castellano vulgar y rural y el ingenio del caló.

Es un vocabulario en ocasiones de gran belleza, pero no siempre exclusivo, que va desde el vulgarismo al verdadero término creativo. Hay sustantivos cargados de tuétano, adjetivos como cristales de colores para ver la realidad sin necesidad de recurrir a la verdad ni a la mentira, verbos ágiles como felinos, adverbios como muelles para estirar o contraer el tiempo o los lugares, pronombres cuyos ecos burlones todavía resuenan, aunque sea vagamente. Son palabras que han hilvanado silencios y cosidos conversaciones, palabras que relampaguean la noche y, a la mañana siguiente, traen una rama de olivo en el pico, palabras pronunciadas para que las olas puedan levantar el vuelo o echarle un par de suelas a los caminos, palabras sin embozo para decirle a la persona amada las razones por las que vivimos sin decir apenas nada, palabras como ecos para llenar el vacío que antes ocupaba el corazón del amigo, palabras entre las que no faltan la ironía y el humor, sobre todo en aquellos dichos que permiten resucitar a los muertos, y luego volverlos a morir de risa. Pero también hay palabras furiosas, como fieras enjauladas a la espera de su liberación, y las hay como látigo de domador. En resumen, las palabras que aquí se exponen tienen vida propia y, aunque algunas muestren las arrugas del envejecer, han resistido el paso del tiempo sin necesidad de cremas antioxidantes.

Cada término está sacado de lo que uno ha oído a lo largo de la vida en las conversaciones corrientes entre las gentes del Levante almeriense. Ni qué decir tiene que no se trata de un trabajo lexicográfico sistematizado, sino de una simple recolección de términos con sus correspondientes significados, que trata de seguir la recomendación de Ramón Menéndez Pidal de acopiar todo vocablo local, ya que cada territorio “pone algo de su carácter en el habla común, algo de su género de vida y del ambiente en que este se desarrolla”.

La Isleta del Moro al amanecer. Foto: Domingo Leiva.

Y es que las palabras son, las palabras significan, las palabras hacen, las palabras estructuran nuestro pensamiento, las palabras suenan. Cuando una palabra es olvidada o ha perdido su significado se oscurece nuestro pensamiento y se empobrece nuestro modo de hablar, desvaneciéndose la musicalidad que lo acompaña. Incluso puede decirse que cuando una palabra desaparece por el olvido, perdemos parte de nosotros mismos. Somos fruto de nuestros genes, pero también de nuestra historia, de nuestra cultura y de nuestra manera de hablar. Además, como señala el filósofo Emilio Lledó, “las palabras son la posibilidad de inmortalidad, de hacer latir la memoria, la vida”.

Lo que el lector puede encontrar en el mencionado libro es el resultado de nuestras andanzas de ayer y de hoy por esta “Andalucía murciana”, a la que se refería Pascual Madoz en su famoso Diccionario geográfico-estadístico-histórico (1845-1850), en la que se ha ido formando una manifestación del habla ciertamente curiosa, con rasgos murcianos y andaluces, paulatinamente enriquecida hasta el último cuarto del siglo pasado y que ahora no conviene perder porque ello supondría dejarnos un jirón de nuestra propia alma.

Los dos millares largos de vocablos recogidos haciendo camino al andar son palabras anidadas en las ramas de los árboles, enraizadas en la misma naturaleza, nacidas en el diario trajinar del campo y la mar, tomadas de oficios y herramientas que ya no tienen espacio ni tiempo. Algunas fueron lenguaje común de un mundo ya perdido, mientras hoy, pasado ya el vigor de su mayeo, siguen imposibles de marchitar, como el amarantado recuerdo del gran filólogo Joan Corominas hacia su esposa, la bedarense Bárbara de Haro, que tanto le ayudó en la elaboración de lo que hoy es el diccionario etimológico de la lengua española por antonomasia; otras, son palabras sin desgastar que, paradójicamente, creíamos viejas.

Hay palabras hermosas que expresan conceptos claros y las hay que constituyen no solo fragmentos de una oración, sino ideas completas, metáforas, sentencias rotundas y precisas, poemas de una sola voz, nombres que expresan el alma de las cosas. Hay vocablos desnudos y emperifollados, palabras de los distintos reinos de la naturaleza, que parecen transmitir al escucharlas su mineralidad, vegetalidad, animalidad o personalidad: metálicas y halogenadas, meleras y amargas como la tuera, ofidias y bonobas, arrastradas por la traíña o por el rejón de labranza. Hay pequeñas y grandes palabras, y otras que no son ni grandes ni pequeñas. Las hay modestas, pero rotundas, muy pocas que estén huecas. Y las hay también de mayor fuerza, aquellas de las que, al decir de José Siles Artés, el amor encierra: “Y no hay corazón tan duro / que alguna vez / no las sienta; / ni labios tan secos / que pronunciarlas no pueda”.

Torres de Lucainena. Foto: Domingo Leiva.

Las palabras con las que hablan los habitantes de la Axarquía almeriense son palabras amasadas con nuestra harina, pero también con la de otras gentes y lugares, sobre todo de Aragón y Cataluña, de Castilla y Murcia, la levadura del impresionante legado andalusí, la pizca de sal del caló e incluso algún aderezo italiano y provenzal. El resultado: palabras que saben a pan bendito.

A pesar de ello, son palabras que se dejan ver poco y no se encuentran o se encuentran con otro sentido distinto en el DRAE. Son palabras a veces empleadas sin recurrir a la gramática, palabras mágicas que supo escuchar, apreciar e interpretar el historiador, antropólogo, etnógrafo y folclorista Julio Caro Baroja, quien en el prólogo realizado para el libro Turre. Historia, Cultura, Tradición y Fotografía (Juan Grima y colaboradores) escribía: “El mundo almeriense, dentro de Andalucía, no es el mejor conocido. Sí puede decirse, en cambio, que está lleno de interés y que se nos aparta de la Andalucía del lugar común (…). Puede afirmarse que el viajero, al recorrer esta tierra tiene muchas impresiones visuales, plásticas, que me hacen pensar en un mundo mediterráneo meridional y, automáticamente, en el Islam (…) // Ahora bien, cuando se dejan las impresiones visuales a un lado y empezamos a usar el oído la cosa varía de modo tan sensible que sorprende. En primer lugar, el que crea en la existencia de un habla y más concretamente de una fonética andaluza, en general, al oír hablar a la gente de Almería se lleva una primera sorpresa. Su habla no es la de otros andaluces de la zona oriental del antiguo reino de Granada; suena más a castellano neto, casi literario. Si se profundiza más, y de la fonética y el medio de expresión se pasa a lo expresado, sorprende la riqueza poética en cantidad y calidad…”.

En el hatillo con el que hemos recorrido este camino no podían faltar algunos de los motes, juegos y vocablos recopilados por Francisco Soler, el maestro cuya denuncia de la impostura de algunos términos suprimidos o cambiados por la “oficialidad bien pensante” fue recogida en artículos cargados de humor por los académicos Camilo José Cela y Antonio Mingote; también puede encontrarse un buen manojo de las palabras contenidas en la obra del poeta, dramaturgo y narrador José María Martínez Álvarez de Sotomayor, profundamente estudiada por el catedrático de literatura Pedro Perales Larios; asimismo, hemos escarcullado un buen número de palabras en obras locales, como Cantos de mi pueblo, de Antonio Cano Cervantes, “el poeta ciego” de Garrucha, imprescindible como fuente directa de la forma dialectal hablada por el pueblo, en el interesante Diccionario mojaquero del abogado y poeta Esteban Carrillo y en el ameno y formativo libro de Clemente Flores Nacer en los cuarenta.

En definitiva, palabras que son paisaje, como bien decía Unamuno: “El paisaje es un lenguaje, y el lenguaje es un paisaje”, y que hemos agavillado simplemente con un criterio alfabético y una doble finalidad: que el lector las pronuncie en voz alta y, al hacerlo, despierten el eco de las calles y vuelvan a nombrar las cosas; que, al escribirlas, estas palabras que parecen naufragadas puedan volver a la vida y, una vez redivivas, contribuyan a hacer la Historia desde las pequeñas historias que encierran cada una de ellas. Aquí dejo, amigo lector, esta zalá con el deseo de que cuando la noche se haga memoria y mi memoria sea ya la noche, quede en tu memoria este trozo de la mía.

Palabras que son paisaje

Acais: ojos.

Afa: barranco.

Albaquira: temprana; también se emplea como sinónimo de tempranera o del despertar del día (albaquira alfaguara: fuente temprana, se puede leer en el rico manantial de Serena).

Almostrar: tirar o arrojar lo que cabe en las manos.

Aventestate: estar expuesto a los vientos.

Berimbol: tranquillo, hábito, costumbre, coger el truco para hacer algo.

Birlorto: tontucio, atontolinado, imbécil.

Cañaverao: se dice del individuo delgado, pero fuerte.

Carrera: cante y baile propio de Sierra Cabrera, cuya letra se basa en composiciones de estrofas de cuatro versos octosílabos, la mayoría de las veces con rima en ABCB.

Cenachá: lo que cabe en un cenacho (cesto de esparto en forma de pera), gran cantidad de algo.

Clisaero: adormecimiento, dar o echar una cabezada.

Chaborrón: mozalbete, adolescente.

Chana-chana: a la manera de cada uno (“déjame a mí quieto, que yo voy a mi chana- chana”); hacer algo despacio, lentamente.

Chanela: sabio

Desanchá o Ensanchá: se dice de la persona engreída.

Devanaera: acción de pensar; dícese de la madeja desenmarañada y dispuesta en un carrete, bola, etc. para poder trabajar con ella; caerse haciendo devanaeras: ir dando trompicones hasta caerse con cierto estrépito (“tuve la mala suerte de caerme haciendo devanaeras”).

Empuerarse: afanarse en algo, dedicarse a algo con ansia.

Engalillar: convencer, persuadir con ciertas dosis de engaño.

Enviular: hipnotizar (como hacen las serpientes).

Escuajarse: asustarse por algo, sorprenderse; desilusionarse.

Falluto: fallido, dícese de algo que ha resultado erróneo, que no se ha desarrollado adecuadamente o está vacío, como los frutos con vaina (“el haba estaba falluto”).

Follargas: persona descuidada, desaliñada.

Gambalá: andar dando saltos laterales.

Gerol o Jerol: mal fario, mala suerte; mal carácter, enfado; discordia, enredo.

Guajira: Cante de ida y vuelta muy popular en la Axarquía almeriense. Las letras se basan en composiciones que suelen ajustarse a la combinación de la décima: versos octosílabos, generalmente con la siguiente rima: ABBA ACCD DC.

Hablaero: conversación entre varias personas; palique.

Intre: meollo.

Jalpá o jarpá: cantidad de líquido que son capaces de contener las dos manos juntas, lo mismo que la almostrá es la cantidad de algo sólido, como el grano de los cereales.

Japuana: paliza, tunda, vapuleo.

Jilar: oler.

Lacrimario: lacrimatorio.

Lambreazo: latigazo, calambrazo, sacudida; disparo seco y potente de un jugador de fútbol.

Lámpago: instante de luz.

Letrino: se dice de alguien o de algo sucio, mierdoso; individuo con el fondo oscuro, con alma de pozo negro (tomado de Félix Gonzalez Ruiz)

Mamia: persona interesada, que va a lo suyo, actuando de forma solapada y siempre en beneficio propio.

Mancá: gran cantidad de algo; vez (lo hizo de una mancá: lo hizo de una vez).

Nito: encanado.

Oleao: se dice del enfermo que ha recibido los santos óleos.

Palojeo: parloteo; habladuría; critiqueo.

Picaílla: interés por hacer algo mejor que los demás.

Pilluja: persona viva, desenvuelta, con cierta picardía.

Quésloques: contracción de la expresión en forma interrogativa de “¿qué es lo que es?, forma de saludo similar a “¿Qué haces?”, “¿qué hay?”, “¿qué tal estás?”.

Raspajilar: conseguir o lograr algo por los pelos; hacer algo de forma muy rápida.

Rebolica: revuelo, turbación o agitación por algo ocurrido.

Recalaera: lluvia fina y pertinaz.

Recortejana: quedarse corta (“no seas tan recortejana y echa un puñaico más”); menguante (“luna recortejana”).

Reinaero: meditación, cavilación, pensar de manera muy abstraída en algo.

Siquiá: siquiera.

Sonrostrar: aguantar, soportar, tolerar a alguien.

Tántaras: deshoras.

Tapá: nombre con el que se conocía a las mujeres mojaqueras que iban cubiertas con el manto o el pañuelo, dejando ver solo la mitad superior de la cara.

Tópiro: trago largo de vino o licor.

Venacápacá: contracción de “ven acá para acá”, expresión utilizada para urgir a venir a alguien.

Volaera: cabeza un tanto loca; alocamiento.

Zacarena: paliza, en el sentido de “esfuerzo que produce agotamiento” (“estoy agotao, m’e pegao una buena zacarena”); caminata, en el sentido de “paseo o recorrido largo y fatigoso” (“¡menuda zacarena m’e metío esta mañana!”).

Zalandro: trozo o pedazo de pan cortado con las manos.

…Y la más dolorosa ausencia del DRAE: Condoliente, se dice de quien participa del sentimiento de otro, compartiendo su pena o su dolor (tomado de Francisco González Ruiz)