Debo recomendarles que mantengan a los menores de edad, las mentes frágiles y los ojos puros alejados de estas líneas, algo turbias y tal vez incómodas. Ya que toda España está en Fase 1 mándenlos a pasear y aborden en soledad las siguientes páginas.


Si la memoria no me engaña, estábamos a principios del año 2011. Tal vez ya lo hayan olvidado, pero la crisis económica era brutal. Zapatero acababa de renunciar pocos meses atrás a todo su programa socialdemócrata, obligado por la Unión Europea a desarrollar ajustes radicales para sostener el déficit y la prima de riesgo.

Tras mi debut en hoyesarte.com en el verano anterior con El campo de las brujas, había entrado en contacto con el mundo del arte, hasta entonces desconocido para mí.  Después de aquella primera incursión comencé a publicar en diciembre de 2010 las aventuras de Ernesto Mendoza, y el editor insistía en que le acompañara a los eventos a los que le invitaban para presentarme a mecenas ansiosos de apostar por nuevos valores. Uno de aquellos saraos fue una exposición de Monet en el Thyssen en la que me presentó a Beba, una joven galerista que al parecer tenía un especial don para descubrir jóvenes talentos. La describí así en mi diario:

“29 años. Uñas de los pies pintadas de rosa. Piernas interminables que acaban en unas caderas afiladas; piel suave, apetecible como un granizado de café. Vientre de gimnasio; piercing en un ombligo exhibicionista. Los pechos. Dos quesos de textura y tamaño ideales que parecen sujetos al cielo por hilos invisibles. Si a veces lleva sujetador debe de ser tan solo por coquetería. Pezones grandes, insolentes, obscenos, provocadores, que se siluetean siempre más allá de la camiseta, del vestido…, que rompen los cuellos de los hombres… Y hacen sonar los cláxones de los semáforos. Labios de fresa madura que parecen sudar el almíbar que guardan. Y cuando sus dientes acarician el labio inferior, como una aguja que roza un globo, uno sufre, expectante, pendiente de que pueda reventar toda aquella voluptuosidad. Sonrisa eterna. Nariz pequeña, vergonzosa, humilde. Y los ojos. Dos almendras gelatinosas, con el brillo del barniz reciente, con la intensidad de una despedida de soltero, con la profundidad de una duda constante, con la personalidad de una mujer incomparable: Beba”.

He buscado fotografías de aquella época pero no he localizado ninguna de sus rizos pelirrojos y su hipnótica mirada. En mi cabeza sí guardo muchas imágenes suyas. Y debo decirles que la primera que aparece no es la de aquella noche en que la conocí, sino la de unas semanas después, en la habitación de un hotel, con una preciosa máscara veneciana, labios pintados de un rojo vehemente, grosero, soez; corpiño y ligas negras de encaje, guantes de latex, botas interminables con tacones negros de aguja de 25 centímetros y en la mano derecha un pequeño látigo. En la imagen pausada de aquella película el fotograma elegido me sitúa a mí tumbado en la cama boca abajo, desnudo, con las manos atadas a la espalda y ella de pie clavándome el tacón izquierdo en el costado. Al darle al play, Beba golpea suavemente su látigo contra la parte superior de mi espalda y me habla en francés, idioma que no entiendo en absoluto.

El editor me dijo que esa mujer era la propietaria de una galería en el barrio de Salamanca, pero también había lanzado a músicos, apadrinado a cineastas y representaba a un par de novelistas.

—Como tienes talento, ella lo identificará enseguida —me aseguró.

Lo cierto es que menos de 72 horas después de conocernos y de charlar amistosamente, Beba me llamó y me pidió que fuese a su galería y le llevara impresas cinco páginas de cualquier cosa que hubiera escrito. Me noté muy nervioso, con una sensación extraña a medio camino entre la inquietud de una entrevista de trabajo y la agitación del flirteo. Me duché dos veces y acudí a la hora convenida, haciendo tiempo a un par de manzanas para no llegar antes de la cita. Cuando entré, ella estaba hablando con un joven; por la conversación intuí que era uno de sus artistas y que no estaba muy contento. Él la miraba con adoración perfumada de ira. Ella con elegante desprecio. Deseé que me mirara igual y no fui consciente en ese momento de lo peligroso que es que se cumplan algunos deseos.

El joven pintor, que eso resultó ser, se despidió de ella con un gesto equívoco, a medias entre una reverencia y una mueca de repulsión. Salió y me quedé a solas con ella.

—No quedará así —dijo él desde la puerta sin mirar atrás.

—Hola —me sonrió Beba.  

—Hola —puse cara de adolescente atontado, lo sé.

—¿Me has traído algo? —miró la carpeta en la que llevaba mis folios.

—Sí, sí. Verás, no sabía muy bien con qué quedarme y he traído varios…

—Solo veré cinco hojas, no necesito más —me cortó mientras me quitaba la carpeta—. Acompáñame —cerró con llave la puerta de la galería al exterior, exhibió el cartel de “Cerrado” y se dirigió hacia el interior, por detrás de una pared de pladur, y avanzó por un estrecho pasillo algo laberíntico.

La seguí hasta un pequeño despacho, con una mesa y tres sillas de oficina. Un ordenador, algunos papeles, pocos. Una bonita pluma junto a una moleskine. Y las paredes completamente limpias, vírgenes de arte o de cualquier cosa.

—Siéntate —me pidió mientras ella daba a la vuelta a la mesa y se ubicaba enfrente de mí; empezó a teclear en su ordenador—. Voy a abrirte una ficha —dijo, y me miró de tal manera que me sobrecogí; mientras me miraba el tiempo se detuvo y yo podía escuchar el retumbar de mi corazón en el pecho.

—Vale —fue todo lo que me salió.

—Veamos —devolvió su mirada a la pantalla y empezó a hablar sin mirarme directamente—, ¿edad?

—Treinta y siete —respondí.

—¿Estás bien de salud? ¿Te encuentras bien?

—Sí —contesté con mucha menos convicción sin entender el sentido de la pregunta.

—¿Has tenido fiebre en los últimos días, semanas?

—¿Pero estoy en la consulta del médico de cabecera o qué es esto? —solté junto a la mejor de mis sonrisas.

–Sí, entiendo que te extrañe —volvió a mirarme dejando tres o cuatro segundos de un silencio que casi me derrite—. Tengo unos métodos poco convencionales, pero si quieres que yo me fíe de ti, te pido que antes te fíes tú de mí —su voz era sensual y sugerente.

—Vale, vale, nada de fiebre —afirmé.

—Muy bien —tecleó algo y siguió preguntando—. ¿Has tomado drogas intravenosas en los últimos tres meses?

—No —si era un examen, supongo que aquella era la respuesta correcta.

—¿Has tenido relaciones sexuales sin protección en los últimos tres meses?

Me dio pudor y se notó. Me miró de nuevo con sus ojos almendrados enmarcados bajo unas enormes pestañas. No habló. Se acercó la mano al cuello y se rascó con delicadeza, luego bajó los dedos a cámara lenta por el escote y de manera natural se desabrochó el primer botón de la camisa y a continuación el siguiente, todo muy despacio, sin dejar de mirarme a los ojos, sin hablar. Se me fueron los ojos al encaje del sujetador, que primero asomó y luego se presentó con mayor protagonismo. Se llevó las manos a la espalda y se desabrochó la prenda, que enseguida dejó de presionar los pechos. Lo que ya podía intuir era de una belleza desproporcionada para lo que yo puedo aspirar a conquistar. Y no podía dejar de mirarlo y ni siquiera hacía un pequeño esfuerzo por disimularlo. Con dos dedos de la mano izquierda agarró una de las copas del sujetador y tiró hacia arriba, sacándolo de su cuerpo y tirándolo al suelo. Vi sus pezones por primera vez y me habría quedado toda la vida mirándolos si no me hubieran interrumpido sus palabras.

—Si tú confías en mí, yo confío en ti —seguía mirándome a los ojos, pero me daba su permiso para que yo no hiciera lo mismo—. ¿Relaciones sexuales sin protección en los últimos tres meses?

—No, ojalá —respondí una vez rotas ya todas las precauciones que da el pudor.

—Última pregunta: ¿tienes o has tenido en el último año alguna enfermedad venérea u otras enfermedades contagiosas? —se puso de pie para desabrocharse completamente la camisa y bajarse la falda para dejar ver unas braguitas negras y un vientre perfecto.

—Noooo —murmuré completamente enloquecido por lo que estaba viviendo.

Beba volvió a dar la vuelta la mesa para ponerse junto a mí, giró mi silla para tenerme de frente, se arrodilló, me desabrochó los botones del pantalón y tiró de las perneras hacia sí. Me encorvé como pude para facilitarle el trabajo y mis vaqueros se desprendieron de mi cintura como sale la piel de una almendra bien tostada. Se arrodilló, metió su mano por la abertura del calzoncillo y agarró a la primera lo que andaba buscando, una pieza de mi cuerpo que acababa de doblar su tamaño. Sus movimientos eran muy suaves, delicados; arriba, pequeña pausa, y abajo.

Enseguida acercó la boca y se llenó de mí. Madre mía, solo de recordarlo me pongo malo, qué mujer. Y qué boca privilegiada; no sabía cómo era ella en lo de descubrir a artistas, pero yo sí podía certificar en esos momentos que Beba tenía un don.

Aunque me dedique a contar historias, a describir sentimientos y sensaciones, a narrar experiencias, me siento incapaz de encontrar y ordenar las palabras adecuadas para describir el inmenso placer que me hizo sentir. Al contrario de lo que un hombre habitualmente puede experimentar -un increscendo hasta alcanzar la cumbre del clímax y se acabó, por entendernos-, aquel orgasmo fue mesetario, mareante, continuo y llegué a perder la capacidad de identificar si había eyaculado, si estaba a punto, si lo había hecho varias veces… Disfruté como creo que pocas veces en mi vida podré volver a hacerlo.

Y cuando pensaba que ya podía guardar aquellos minutos en una caja fuerte de mi memoria, Beba se levantó, se bajó las braguitas con delicadeza y se subió encima de mí. Apoyó su sexo sobre el mío con delicadeza y luego dejó que se abriera paso hasta el final. Y empezó a contonearse con la mezcla de delicadeza y firmeza de quien sujeta un gorrión con su mano cerrada.

El calor, la presión sanguínea, la emoción… no sé, pero creo que llegué a perder la visión durante unos segundos, solo veía brillantes puntos de luz de distintos colores sobre fondo negro. Cuando recuperé la vista me topé con sus pechos brincando cerca de mi cara. Y me puse vizco mirando sus pezones, tan afilados que tal vez podrían cortar el vidrio. Acerqué mi boca para comérmelos y saboreé el gusto salado que diminutas perlas de sudor iban dejando sobre su piel. Había empezado a gemir -hasta entonces el único sonido era el del roce de los cuerpos y el crujir de la silla- y muy pronto los gemidos dejaron paso a los gritos. Nunca había visto demostrar a nadie tanto fervor. Pensé que era imposible fingir semejante éxtasis y, mientras me clavaba con mucha fuerza sus uñas en la parte alta de mi espalda y sollozaba de placer con alaridos, me sentí orgulloso de colaborar en tan solidaria labor.

—Tienes talento —me dijo mientras nos vestíamos—. Hablaré con Ymelda Navajo para ver si puede leer tu manuscrito. Mándame un pdf con la novela.

—Pero si ni siquiera has leído las páginas que he traído.

—Yo no descubro el talento con los ojos, Santiago, lo identifico con el clítoris.

Después de aquel día me encoñé como un perro rodeado de hembras en celo. Solo pensaba en ella y cada vez que veía la publicidad de la galería de Beba entre los banners de hoyesarte.com me acordaba del editor; intuí que él también había disfrutado de sus encantos y le daba las gracias en silencio por su generosidad para compartir a una mujer como Beba.

Por aquel entonces, Mendoza andaba obsesionado con otra pelirroja, la neurobióloga y profesora de Neuropsiaquiatría Louann Brizendine, a quien había conocido a través del programa Redes, que dirigía Eduard Punset: https://www.dailymotion.com/video/x72v79. Encontró en ella un alma gemela cuando escuchó su contundente descripción de las diferencias entre el cerebro masculino y el femenino y la poderosa influencia de la testosterona para nosotros y los estrógenos para ellas.

Adiviné en su adoración por la profesora Brizendine un atisbo de kriptonita para mi compañero de piso. Descubrí que, como cualquiera de los seres humanos a los que él desprecia, su mente también trataba de interpretar a su conveniencia cualquier mensaje que le llegaba. Cada vez que aquella neurobióloga decía que la oxitocina y la dopamina activan los circuitos de la confianza y el amor romántico se sentía reconfortado en su tesis sobre la química del amor. Rebuscando en los viejos papeles he encontrado uno de aquellos artículos que Mendoza utilizó en su estudio sobre la materia; se llamaba ‘Alteration of the platelet serotonin transporter in romantic love’.

—Creo que el cerebro medio de las mujeres es superior al de los hombres, especialmente el cerebro de las pelirrojas —me dijo mi compañero de piso al día siguiente de mi cuarta o quinta visita a la galería de Beba, mi pelirroja.

—Lo que te puedo decir es que son seres sobrenaturales.

—Sí, a ver si me hablas un poco de tu galerista. Ten cuidado con ella, no le va a mandar tu novela a nadie, Santi; es una mentirosa compulsiva.

—¿Por qué dices eso? No la conoces —me daba rabia que Mendoza pudiera derribar aquella mujer perfecta, diosa única de mi nueva religión—. ¿Y cómo coño sabes que le mandé mi novela si solo te dije que es una galerista?

—¿Acaso Beba no es también representante literaria y descubridora de nuevos talentos musicales?

—¡Sí! —no pude evitar ponerme de pie de un salto y abrir los brazos—. ¿Y por qué sabes su nombre? ¿Me has vuelto a coger el móvil?

—No, tranquilo, eso supondría que soy un cotilla y que me he esforzado por averiguar algo más. Pero todo lo que te he dicho me lo has contado tú —yo ni siquiera le había mencionado que había conocido a una mujer—.

La conociste en la exposición de Monet, por supuesto. Tres días después fuiste a su galería —ante mi mueca de curiosidad por saber qué le había llevado a tener esa información comenzó a explicarse—. Me preguntaste por la calle Claudio Coello. Habías quedado con alguien a las 17.00 h. Te duchaste dos veces, apestabas a colonia, llevabas en una carpeta algunos de tus relatos. Obviamente ibas por un tema profesional, pero deseabas algo más. En esa zona hay muchas galerías y en ese horario no ibas a comer ni a cenar ni a tomar una copa. Pensé que podrías haber quedado a tomar un café en un bar, pero luego lo descarté; esa tarde no bebiste nada fuera de casa. Llegaste y te bebiste casi un litro de agua y después te pusiste un whisky, como para celebrar lo que había pasado.

—Vaya… —titubeé.

—Más cosas, veamos… Si me dejo algo, si quieres me preguntas —asentí ante su curiosa amabilidad—. Veamos, ese día volviste a casa con el reloj en la muñeca derecha, lo haces siempre para acordarte de algo. Habías quedado en algo con ella y no querías olvidarte. Era fácil pensar que tenías que enviarle la novela, que fue lo que hiciste mientras saboreabas el whisky. La primera opción era pensar que habías conocido a una representante literaria o una editora; sin embargo, te pusiste a mirar todos los CD que tenemos y los DVD de películas españolas para buscar información. Imaginé que buscabas a los productores, compositores… Pero Beba no podía ser todo eso a la vez; sin embargo, sí podía ser una descubridora de talentos de distintas disciplinas.

—Pero…

—Sí, vale, también me ayudó ver que en tu perfil de Twitter empezabas a retuitear cosas de una tal Beba, que se describe como “amante de la pintura, la escultura, el cine, la literatura y cualquier arte que me emocione y me haga disfrutar”.

Me descubrí tan ingenuo como los jóvenes a los que critico por mostrar toda su vida en las redes sociales.

—¿Y por qué dices que es una mentirosa?

—Verás, la semana pasada estaba yo mirando a través de la ventana y te vi llegar. Tú, que no te enteras de nada y puede haber un terremoto bajo tus pies y no darte cuenta, no viste que una mujer te seguía. Yo sí la vi. Se quedó frente a nuestra casa anotando en un cuaderno. Bajé y entonces fui yo el que la siguió. No te voy a romper el corazón contándote todo lo que descubrí, pero te lo resumo: o es puta o es ninfómana o las dos cosas.

—¡Qué dices!

—Oye, que conste que ambas cosas me parecen admirables. Sin embargo, eso no es lo preocupante. A tres de los cuatro tíos a los que se folló esa tarde les saca dinero, pero no por sus servicios sexuales, que a juzgar por tu sonrisa de gilipollas merecen mucho la pena. Les engaña con sus encantos de descubridora de talentos y les hace invertir pequeñas cantidades de dinero para que su obra pueda llegar a los mejores sitios o para que ella misma la exponga en su galería.

—No inventes, coño.

—Te propongo un plan para desenmascararla.

No le dejé que me contara su plan. Me cabreé.

Volví a verla varias veces. Soñaba con Beba cada segundo. La imaginaba en cada coche, quería encontrármela en cada bar, rezaba por cruzármela en cada esquina. Un día me pidió dinero. Yo estaba tumbado en el suelo de su despacho y ella, con las piernas abiertas y las rodillas apoyadas en el suelo, sujetaba su entrepierna desnuda cerca de mi boca. Yo forzaba un poquito el cuello para alcanzar sus labios y comérmelos. Y le metía la lengua hasta las entrañas de lo que me gustaba pensar que era el punto G. Ella se contoneaba y me frotaba la nariz con su monte de Venus. Yo estaba como una moto y me pareció especialmente inoportuna la conversación.

Me dijo que La Esfera de los libros estaba interesada en mi novela y nos daban la opción, que solo daban a los autores con verdadero potencial, de pedir la lectura profesional de tres de sus principales novelistas. Pero había que pagarles. “Es una buena inversión”, me aseguró ella. Cada uno cobra 2.000 euros por la lectura y el informe, pero en cualquier editorial buena te va a pasar. Son 6.000 euros que vas a recuperar con la primera edición.

Pronto supe que aquella estrategia era una pura engañifa y que Ymelda Navajo no funcionaba así. Tal vez ni siquiera la conocía. Me sentí defraudado, engañado. Y hablé con Mendoza. Me explicó su plan. Acepté cumplirlo.

Su idea era poder acceder al archivo de artistas engañados y amenazarla con destapar toda la información. Para ello debía organizar una orgía en su casa en la que estuviera también Mendoza. Creo que su interés iba más allá de lo intelectual, claro. Pero me salí del guion y la cagué.

Una mañana Beba me llevó al parque del Retiro. Aunque era día laborable, había bastante gente. Sin embargo encontró un pequeño rincón en el que se tumbó. Parecía que era una inocente cita de enamorados, pero cinco minutos después ella tenía su mano dentro de mi pantalón, yo la mía dentro del suyo, contorsionando mi muñeca para llegar a las más oscuras profundidades ya visitadas por otras partes de mi cuerpo. Gemía como nunca, sobre todo cuando pasaba alguien relativamente cerca; pensé que cierto exhibicionismo le ponía cachonda. Me mordió la oreja y me susurró:

—Ya me he corrido tres veces y quiero más.

Madre mía, qué momento elegí para cagarla.

—A mí no me engañes, Beba —le dije mientras aceleraba el movimiento de mi mano con toda la violencia que le permitía el espacio disponible dentro del pantalón—. No voy a pagar ni un euro a ningún lector ni a nadie —ella gemía pero yo ya no lo estaba haciendo con cariño, tenía que estar haciéndole daño; y cada vez gemía con más profundidad, me pareció que estaba incluso tiritando.

—¡¡¡Sigue!!! —me suplicó—. Más fuerte.

En lugar de un solo dedo ya tenía cuatro dentro de ella y los movía con nula delicadeza y el pulgar martilleaba la zona más frágil. Casi me dolía a mí.

—¡¡Aaaaaahhhhhhhhhhh!! —me mordió la oreja y me hizo sangre y después se dejó caer sobre el césped y sufrió una especie de espasmos y ligeras convulsiones; yo tenía la mano empapada—. Mi sexo no se equivoca, vas a ser un puto premio Nobel.

Nunca sabré si fue real o lo fingió, pero he tenido poluciones nocturnas con sueños que rememoraron aquel momento.

Sin embargo, mi metedura de pata no quedó en el olvido. Como si todo siguiera igual, ella me organizó una cita en un hotel de la carretera de Burgos. Fuimos por separado. Acudí a la hora fijada. Fui directamente a la habitación que me había dicho y llamé a la puerta. Cuando me abrió, la vi con la máscara veneciana, unas botas que subían por encima de la rodilla, y ropa de encaje muy sensual. Estaba preciosa. Me sonrió y me enseñó una cinta de tela negra, me agarró por los hombros y me giró para que le diera la espalda y me puso la cinta sobre los ojos y la ató. Me besó el cuello y volvió a girar para que caminara hacia el interior de la habitación. Olía a cera; había velas encendidas. Y música. Aunque la música de Marilyn Manson ha tenido pocos votos, admitan que habría quedado bien que en aquella habitación de hotel sonara su versión de Sweet dreams.

Lo que pasó durante las siguientes horas —más de veinte— daría para al menos un capítulo entero de estas narraciones. Sufrí y disfruté a partes iguales. Pero sin duda me habría ocurrido algo realmente malo si mi compañero de piso no hubiera aparecido cuando yo llevaba allí casi un día entero. Beba había hecho con mi cuerpo y con mi mente un trabajo sucio, humillándome, grabándome y amenazándome con difundir esas imágenes entre cualquiera que me conozca. Pero también me descubrió placeres que mi cuerpo me ofrecía y que nunca habría imaginado. Comprendí el encanto de lo que hasta entonces había visto como perversiones. La cera derretida sobre mi piel, la falta de oxígeno en momentos especiales, azotes y mordiscos, el calor de lo que fuera que chorreaba de su vagina sobre mis piernas… en fin. No les aburro con los detalles.

Yo andaba ya deshidratado, confundido y entregado cuando Ernesto Mendoza llamó a la puerta de la habitación. Según luego me contó mi amigo, apuntó con una pistola a Beba. Le quitó tres dispositivos de grabación: un móvil, una tableta y una videocámara. Me desató y nos fuimos. En el coche me dijo:

—Las pelirrojas son seres superiores, Santi.

Nunca volví a verla. Contra todas las recomendaciones de mi amigo, un día me acerqué a su galería y estaba cerrada. Luego fui otro día y la única persona que había dentro era un hombre de unos 60 años. Entré, pregunté por ella y me dijo que estaba fuera, de viaje, que tardaría en volver. Durante meses traté de dar con ella a través de varias personas que podrían conocerla, pero nada. Algún rastro decía que podía estar en Ecuador.

Pero no he conseguido olvidarla. Una noche de borrachera, Mendoza me explicó muchas cosas sobre la galerista ninfómana que yo desconocía y me contó también cómo supo dónde encontrarme y por qué fue armado hasta allí. Todo eso, de momento, me lo guardo.

Besos salados, Beba, donde quiera que estés.

Escritor de ustedes. Para ustedes. Con ustedes.