Dondiegos. Caléndulas. En su tierra, una vez que comenzaban a agostarse, recogían las semillas de su interior, con las que alimentaban a los cuyes, que luego vendían en el mercado de La Barquita. A este lado del océano resultaba pintoresco escuchar que la carne de las cobayas pasaba por ser un bocado exquisito.

Al hablar de esos animalillos Abigail recordaba a su hermana. De toda la familia fue la única que probó la carne de cuy. Un sacrificio inútil. La enfermedad estaba ya muy avanzada y ni las proteínas del animal consiguieron aliviar la palidez de su rostro. Otro angelito que marchaba con el Señor, dijo, llorando, sor Nuris, la monja que se encargó de rezar el responso en el entierro.

Abigail intentaba seguir los pasos de su hermana criando cuyes, no sólo por aumentar los ingresos familiares, sino para elevar el ánimo de su madre, maltrecho hasta la depresión. “No pretendas lo imposible, Abi –protestaba la mujer–, cada cual vale para lo que nació, y a ti la naturaleza no te dotó de esa gracia. Ni de ésa ni de ninguna”. Abigail la había oído bisbisear más de una vez que ojalá el Todopoderoso se la hubiera llevado a ella, y no a la hermana. Su adolescencia adelantada le alcanzaba a perdonar semejante sentimiento, si bien éste iba dejando poso y agrietando su alma.

– Recuéstate un poco, deja que te recoloque los almohadones antes de la medicación. Mañana toca visita médica y no queremos que te encuentre mal.

Las señoritas la cuidaban como a una emperatriz. Abigail nació fuerte, no como Altagracita, ni como las gemelas Daraidis y Gema. La primera era la favorita de Abigail, casi como una hija –las separaban diecinueve años–, la más curiosa y cariñosa de ambas. Vinieron cuando nadie ya las esperaba. Fue el bálsamo que suturó todos los desgarrones del corazón de la madre. Cierto que Dios se le había llevado a una niña, mas, a cambio, le envió otras dos. A Abigail no le importó que todo el cariño que se había ido malquistando durante el duelo de Altagracita se derramara por entero en las gemelas, sin que nadie reparara en lo muy necesitada que ella andaba de atenciones. Veía sonreír de nuevo a su madre, y con eso bastaba.

Daraidis nació tocada por la magia de la melodía: a los seis años destacaba sobremanera como solista en el coro de la hermana Nuris. Por el contrario, Gema, desentonaba hasta en el habla cotidiana, pero había heredado el manejo de la difunta hermanita con los cuyes. Sus ojos, enormes y de un verde brillantísimo, detalle éste poco habitual en las mujeres dominicanas, le valieron el sobrenombre de Luciérnaga, como las diminutas estrellas fugaces que tejían de estelas luminosas los espacios entre los flamboyanes del parque, donde Juansito aguardaba noche tras noche la salida de Abigail. “¿Cómo va a ser que ese prieto la corteje, mi hija? –se burlaba de ella la madre, por no creerla merecedora de las atenciones del único de la quinta que había conseguido escapar de la miseria del barrio, conquistando el grado de alférez en el ejército en un tiempo inusitado–; ahora tiene pesos suficientes para aspirar a lo que quiera”.

Y Abigail evitaba desengañarla para no dejar en evidencia su envidia.

Al amor de la escasa luz de las luciérnagas, Juansito le prometía lo que siempre prometen los enamorados. Creando un marco de caléndulas, grabó en la corteza del más frondoso flamboyán las iniciales A y J, rodeando cada una de ellas con el trazo de sendas alas que merecían mejor artista. Conforme engrosaban los trazos del dibujo, adelgazaban las reticencias de Abigail hacia las intenciones de Juansito. Hasta que una noche, impertinente de mosquitos, se presentó el soldado en el parque con un anillo con forma de libélula.

– Es muy original –dijo la que menos daño le hacía al extraerle sangre.

– Es mi anillo de pedida –y nada más decirlo se arrepintió.

Las muchachas se apresuraron a cambiar de tema, más compasivas que incómodas.

– Si mañana lo autoriza el doctor, saldremos a dar un paseo hasta la Fuente del Berro, es de los parajes más bonitos de la zona.

¡Ojalá pudiera vivir lo suficiente para conocer los colores con los que se adornarían en otoño los alrededores del chalet donde pasaba su extraña convalecencia!

El médico autorizó la excursión campestre. Abigail disfrutó de cada detalle de la sierra madrileña que se ofrecía a su vista. ¡Qué sinrazones gobernaban el corazón! Toda la vida deseando escapar de la podredumbre de Los Mina, y ahora, lejos de allí, teniendo casi todo cuanto pudiera desear, daría lo que fuera por volver. Unas lágrimas delatoras pusieron en aviso a las muchachas:

– ¿Te encuentras bien?

– Todo correcto, no teman. ¿No ven que estoy riendo? –y era verdad, lloraba y sonreía–; en mi país dirían que se está casando una bruja.

Afortunadamente el día concluyó ayuno de más nostalgias: un mensaje de voz de su madre y de sus hermanas, transmitido por la magia del teléfono de una de las chicas, recompensó todo su sacrificio. Confirmaban que les había llegado el dinero, muchísimo dinero, y que Daraidis y Luciérnaga se encontraban muchísimo mejor, y que la querían muchísimo, y que en la clínica les habían asegurado que se recuperarían muchísimo más, y que Juansito la extrañaba muchísimo… Y con cada muchísimo enlatado que Abigail escuchaba, se le ensanchaban un poco más las aurículas, y notaba más decidido el bombeo de los ventrículos. Había solicitado hablar con ellas por teléfono, una vez, sólo una, sin embargo, tal petición no podía siquiera considerarse. Se fiaban de Abigail, por supuesto, ya había demostrado su implicación en el cabal cumplimiento del primer contrato que firmaron, no obstante, cualquier palabra dicha sin querer podía dar una pista a su familia de dónde se encontraba (aunque ni ella misma lo supiera con exactitud) y eso pondría en peligro el segundo y más importante contrato.

– ¿Y cómo te decidiste a continuar? –quiso saber la que le proporcionaba a escondidas onzas de chocolate con leche.

– Ya perdí a una hermanita, y las gemelas se enfermaron. En Dominicana la clínica cuesta mucha plata. No podía dejar que también se nos fueran.

– Sí, ya, pero les has enviado una fortuna. ¿No tenéis a algún otro familiar que pudiera hacerse cargo a partir de ahora?, ¿vuestro padre, por ejemplo?

Abigail se sonríe. Allá las madres son ciertas, los padres presuntivos. Es la madre la que carga con el peso de la familia, los padres van y vienen. No, no hay nadie más. Y hasta las fortunas acaban por agotarse cuando los gastos son inmensos. Abigail tiene que asegurarse de que Luciérnaga y Daraidis vivirán lo suficiente para enamorarse. De Juansito no tiene que preocuparse, está convencida de que vivirá lo suficiente como para desenamorarse.

La última semana había transcurrido con algún audio más de su familia, excursiones a fuentes cercanas, nuevos guisos deliciosos y descanso, un descanso cada vez más profundo. El doctor no pudo disimular un gesto de satisfacción al aplicar el fonendoscopio a su pecho:

– ¡Todos los timbales del ejército de Jerjes encerrados en el corazón!

– Son mis aurículas –explicó ella–, que revientan de amor.

Ninguna de las chicas se despidió de ella. No fue necesario, sus miradas lo decían todo. Dejó sobre la mesita su anillo con la indicación de que le fuera devuelto a Juansito. Repasó la carta que tiempo atrás había escrito para su familia y estuvo conforme. Aventuraba que las gemelas preguntarían por ella, pero que el tiempo se encargaría de ir limando sus recuerdos. Su madre daría por buena la explicación de que se había enamorado de un ruso acaudalado y marchaba con él hacia su país, que procuraran olvidarla.

Abigail se arrebujó en la cama y el latido acompasado de sus ventrículos y aurículas hicieron las veces de nana. Altagracita la estaba esperando.

El cirujano salió del quirófano satisfecho. Temía que al ser tan reciente la extracción de un riñón a la dominicana, su organismo se hubiera resentido y el corazón a trasplantar no estuviera tan fuerte como sería de desear. No obstante, aquel órgano latía con insólita vitalidad. “Una chica tan joven, da un poco de pena, ¿verdad?”, comentó su ayudante. No contestó. Saber que gracias a esa organización una de sus hijas llevaba quince años viviendo de prestado lo inmunizaba contra todo remordimiento.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convoca la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen una única obra.

El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024

Fallo: 22 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

 

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