Me sorprendió la voz aguda -algo limadas las eses- que reclamó mi atención desde la última mesa del bistró del hotel, junto a la cristalera, donde un hombre agitaba una mano sosteniendo con la otra una taza de café. Bigotito recortado, gafas de poeta, traje dominical de aspecto provinciano; en resumen, un hombre insignificante, de paso, que me preguntó nombre, edad, procedencia, estado civil. Cuando le dije que era recién casado y que mi mujer y yo ejercíamos de fotógrafos, sus ojos brillaron con un fulgor de avispa. Vaya, vaya, carraspeó tendiéndome su tarjeta: «Señor Pradlov, Escriba. Habitación 225». Si no le importa a partir de ahora le llamaré Lazslo, me dijo. Lamento informarle de que su mujer le abandonará antes del final del viaje, agregó con displicencia. Y se enfrascó en una escritura febril, casi automática.

El recepcionista me explicó que aquel era el huésped más antiguo del hotel: dos años llevaba alojado en una habitación pequeña, interior, la más económica que pudieron habilitarle cuando se personó ante el mostrador asegurando que venía a crear su gran obra. Desde entonces se sienta en esa mesa y escribe durante horas. Bebe más café del que podría imaginar, algunas tardes ha llegado a tomar doce tazas sin que le tiemble el pulso. Dice –susurró confidente- que inventa nuestros destinos.

Al día siguiente la curiosidad me venció y quise saber cómo, dónde, cuándo. Por reírme un rato, me absolví, sólo por seguirle el juego. El escriba apenas levantó la vista del papel para señalar a un hombre de traje color champán que jugaba al ajedrez con un niño rubio, pelo ralo, muy pequeño. Se fugará con él -sentenció-. Sucederá cuando su hijo le gane la partida.

Praga y su piel empedrada, sus arcos de ojiva y sus defenestraciones me resultaron pueriles entretenimientos que me alejaban del verdadero epicentro del viaje. Mi mujer en cambio no le concedió la menor importancia al escriba, que en su opinión era el típico hombre sin vida jugando a ser dios. Fascinada por el perfil ceniza del puente de Carlos, su reflejo variable, iba y venía tomando fotografías con entusiasmo. Yo asentía con una sonrisa distraída, deseando secretamente llegar al hotel, pedir una Pilsner y sentarme a la mesa de aquel tipo en busca de unas migajas más de su fábula.

Su juicio me es indiferente, afirmó con seriedad, pero no debería dudar de mi autoría. Llevo años ocupando este puesto, urdiendo tramas donde engranan todos los personajes que circulan por aquí. Algunas -suspiraba limpiándose las gafas- me han costado noches de insomnio. Hizo una pausa grave. No es fácil condenar a un hombre a una muerte por entregas para salvaguardar la coherencia de una historia. Y sin entrar en detalles insinuó que algo había tenido que ver con los acontecimientos más siniestros de Praga. Yo -bajó la mirada- he escrito mis páginas más célebres durante los tiempos del gueto.

Comencé a espiar a mi mujer. La observaba durante las cenas, que procuraba celebrar lejos del hotel; a la hora de la siesta, tan densa e inocente su melena desparramada sobre la almohada; mientras paseábamos por las callejuelas de Malastrana. Alternaba esta vigilancia con la del jugador de ajedrez que disponía las piezas a las cinco de la tarde y escrutaba al niño unos segundos para otorgarle después una pequeña ventaja. Ese chico es muy pequeño, suspiraba yo aliviado. Además juega con blancas, se le ven las intenciones.

Al atardecer el escriba soltaba la pluma y se dejaba invitar a una copa de becherovka, a dos, a las que hiciesen falta para sobrellevar la hora que él llamaba de la melancolía. Lazslo, Lazslo -removió el café con ternura-, no te apenes por esta pérdida. Tengo grandes planes para ti, balbució agarrándose a mi hombro, serás mi protagonista. Estaba borracho. Yo también debía estarlo porque incluso me alegré al escuchar el gritito de júbilo que anunciaba que el ángel de flequillo deshilachado acababa de ganar su primera partida.

Aquel viernes Praga despertó bajo un sol excesivo. No me sorprendió lo azul del cielo, ni el hueco vacío en la cama. Tampoco la nota que hallé sobre la almohada y ni siquiera leí. Bajé al café. Mi asepsia era tal que asumí con naturalidad la ausencia del caballero color champán y su pequeño justiciero pero no estaba preparado para aquella mesa vacía, sin rastro de legajos o un cerco de café estampado sobre el mármol. En recepción me anunciaron que el escriba se había ido al amanecer. Recogió sus bártulos y pagó la cuenta, señor, eso es todo.

Me he quedado aquí, deambulando por el laberinto de calles de la ciudad, bebiendo licor a la hora en que los trenes agonizan en los bosques de Bohemia. Si pienso en ella lo hago sin rencor. La imagino aplaudiendo junto a su amante la proeza del niño en un certamen de prodigios, fotografiando el loco alfil de su victoria, y pienso que esa vida le sienta como un guante. Después recuerdo al escriba, me pregunto en qué hotel habrá establecido su oficina, si algún pobre diablo le invitará a café a cambio de un destino favorable. Si os llama a su mesa preguntadle por Lazslo, decidle que estoy esperando un giro en mi argumento, que muero de tedio en esta ciudad tan bella donde todo está ya escrito. Que nunca me gustaron las historias con final abierto.

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El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de El escriba, duocécimo cuento seleccionado.

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