– Muchachos, ¿cómo andamos de temperatura esta mañana?

Y ocurre lo de siempre. Los que ya llevan un rato al resguardo dicen que no está mal, mientras que los recién llegados se quejan de ese frío del demonio que comenzó a cuartear los charcos y a congelar las mazorcas. Cuando Lino prende la estufa Cauri les deja aplaudir. Es el pequeño triunfo de cada mañana al principio del invierno.

Rosaura está distraída. Cauri lo nota enseguida porque no responde a las preguntas generales y la descubre con la mirada atravesando el cristal. La conoce bien y sabe que algo anda mal cuando sus ojos vuelan en busca de las nubes.

– Rosaurita -le dice en el recreo- ¿puedes venir dentro un momento?

Y su forma de encaminarse de vuelta a la clase con los brazos lánguidos y la vista gacha le confirma a Cauri que la rosa del altiplano está mustia.

– ¿Hay algo en lo que te pueda ayudar, Rosaura? Has estado muy distraída estas primeras clases. No me gusta verte así.

No hace falta que Cauri le ruegue ni le insista. De entre el poncho y el jersey Rosaura saca un sobre arrugado con un sello que la maestra conoce bien. Es una carta de los Estados Unidos.

-¿Y bien?- le pregunta a la espera de sus palabras, que al contrario de lo habitual tardan en salir de su boca.

– Ha habido carta -dice como si Cauri no lo supiese ya. Quieren que vaya con ellos, cuanto antes. Han buscado una escuela allá y hasta mandaron una fotografía del lugar.

Las lágrimas van cayendo sobre el sobre como en una diáspora de tristeza que Cauri no sabe contener. La tinta azul del remite se emborrona y ya no se puede leer el nombre del padre de Rosaura que en su aldea se llamaba Perico y ahora, en aquella ciudad donde la quien mandar, se llama Peter.

– ¿Cómo van a llamarme a mí? Yo me llamo Rosaura. ¿Por qué tengo que cambiar de nombre? ¿Por qué tengo que dejar aquí a los abuelos, a Romina y a Pedrito?

Son demasiadas preguntas cuyas respuestas se le agolpan a Cauri en la garganta hechas un nudo incapaz de deshacerse, igual que los grumos de la leche cuajada de las ovejas de su padre.

– Tú siempre serás Rosaura. Da igual que allá te llamen de una manera u otra. ¿Acaso tu padre ha dejado de ser Perico en el fondo de su corazón?

– No creo que sea tan fácil como dice, seño Cauri. Yo miro las montañas y siguen siendo montañas, y las nubes también…son las de siempre aunque cada una con su forma distinta. Nunca hay dos iguales pero todos sabemos que son nubecitas. No sé como explicarle. Mi padre ya no habla como lo hacía y mi madre lo hace como si lo más importante fuera tener una casa más grande… No quiero ir.

Los pómulos de Rosaura son dos brotes de flor de mashua húmedos y salados que Cauri seca con un pañuelo. No es la primera vez que vive una escena parecida aunque sí es la primera en que su corazón se encoge tanto que está a punto de volverse un grano de choclo reseco.

– Además, ahora menos que nunca que gané el concurso de dibujo.

Cauri le había contado que habían convocado un concurso comarcal de dibujo. Rosaura es muy buena con lo lápices de colores y aceptó su propuesta de participar. El premio consistía en una estancia de dos días en la capital del departamento para ver museos. Habían quedado en que Cauri la acompañaría.

– Eso lo podemos arreglar. No hay que esperar al fin de curso para recoger el premio. Podríamos viajar la semana que viene. Es cuestión de hablarlo con la organización.

A Cauri le cuesta pensar en la marcha de Rosaura. Ninguno de los alumnos que dejaron el pueblo ha terminado sus estudios acuciados por la necesidad de un trabajo. Llegan a la ciudad y les invade una avidez materialista incompatible con la escuela.

– Me acercaré a hablar con el abuelo Evangelino y la abuela Rosa. No quiero que llores más.

Cuando Rosaura les cuenta a sus abuelos que su profesora vendrá de visita el sábado la abuela Rosa dice que preparará un ají de pollo y un caldito de huacatay. De camino a la aldea, Cauri tiene que parar varias veces a un lado del sendero. Su camioneta se embarra y el lodo no la deja avanzar. La cortina de agua no le permite ver los baches y la confusión de sus pensamientos se alía con la meteorología adversa. ¿Qué les dirá a los abuelos? Los cerros color esmeralda y empapados de agua son el lecho donde las nubes reposan. ¿Tendrán paisajes tan hermosos en la ciudad donde viven los padres de Rosaura?

Evangelino es un hombre muy menudo. De tez oscura surcada por las cicatrices de la vida al aire libre. Nada más bajarse Cauri de su camioneta se la lleva al cobertizo donde se resguarda un pequeño rebaño de ovejas.

– Mire, doña Cauri, las ovejitas la quieren saludar.

– Mi padre también tiene un rebañito como este. Es una suerte poder beber la leche que ordeña cada uno. ¿No es cierto?

Cuando la abuela Rosa le da la bienvenida, Rosaura está junto a ella. Lleva un atuendo de domingo que Cauri le ha visto alguna vez en la iglesia y de su mano cuelga un enorme paquete de cartas anudadas con una cuerda.

Romina y Pedrito juegan con un cui rechoncho y dicen buenos días señorita Cauri al unísono, como si les hubiesen hecho ensayar un número teatral rimbombante. Del fuego brota un aroma casi mágico a huacatay y en un rincón de la cocina el montón de maíz recién desgranado es un volcán inactivo de pepitas de oro.

– ¿No hizo Rosaurita la tarea?- pregunta Pedrito malicioso.

Y todos sonríen a pesar del nerviosismo.

Evangelino habla. No le tiemblan ni la voz ni las manos cuando las adelanta.

– ¿Ve esas cartas?- le pegunta a Cauri señalando el paquete que se balancea colgado de la mano de Rosaura.

Cauri asiente. No sabe por donde discurrirá la conversación pero en la mirada confiada de su alumna vislumbra un rayo de esperanza.

– Ni en una sola de ellas mi yerno ha hablado de árboles, de pasto fresco, de ovejas, del arco iris, del color del maíz cuando llega la cosecha, del olor de la leche recién ordeñada, de la alegría de tumbarse boca arriba en el cerro San Cristóbal y dejarse atrapar por el cielo, de la tibieza de un huevo al salir de una gallina o del sol que aunque nos quema nos da la vida, aquí arribita… Rosaura no se va a ningún sitio. Si acaso a recoger su premio con usted. ¿Cómo podría vivir yo mandándola a ese lugar donde solo importa la paga del viernes, el suelo hecho de cemento y esos trenes que viajan por debajo de la tierra como si su destino fuera el mismito infierno? No hijita, no es eso lo que yo quiero para mis nietos. Y no hay más que hablar. Vamos a comer el caldito y el ají y luego ordeñamos unas ovejas y se lleva la leche para el pueblo. Echará en falta las de su padre, tan lejos que vive.

Al caer la tarde Cauri regresa al pueblo. Rosaura la despide cuando monta en la camioneta. Se ha soltado el pelo y la brisa lo revuelve. Ya no llueve en la aldea y el sol juega al escondite con las nubes.

– Iremos a recoger el premio la semana entrante – e dice. Es mejor no tentar a la suerte, no vaya a ser que los del jurado se arrepientan.

Su sonrisa es una azucena y sus pómulos brotes rojizos de flor de mashua. Baila el humo desde la chimenea de la casa. Mientras ellas se despiden el mazo de cartas arde en la lumbre de la cocina.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluyó el pasado 31 de mayo.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el Comité de Lectura selecciona los relatos finalistas de entre los recibidos antes del 31 de mayo, que se irán publicando en hoyesarte.com. Este es el caso de La rosa del altiplano, centésimo tercer cuento preseleccionado.

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