—Trajeron trabajo —le informó Cora, su secretaria, señalando con un giro de cabeza los tres cuerpos que descansaban en camillas alineadas, cubiertos por sábanas blancas.

—A ver, ¿qué tenemos? —preguntó el forense mientras se abotonaba la chaquetilla.

La mujer buscó el informe que había dejado sobre el escritorio.

—Son las víctimas del tiroteo del banco —dijo y se acercó a la litera más próxima para revisar el rótulo que colgaba del dedo pulgar de un pie—. Este era un policía.

Siguió avanzando y pasó de largo la del medio.

—Este es el delincuente abatido —mencionó como sin cuidado y prosiguió su marcha hasta la última camilla.

El doctor Lozano no pudo evitar notar cierto tono de desprecio en la voz de su secretaria.

—Esta pobre no tenía nada que ver —concluyó Cora, al tiempo que descubría el rostro de una mujer de no más de treinta años con un orificio por debajo del mentón—. Solo pasaba por ahí y recibió una bala perdida.

El galeno tomó la carpeta y le dio una rápida leída.

—¿Dijeron algo más?

—El inspector Marinelli solicitó que empiece con la mujer —respondió Cora—. Necesitan determinar si la bala que la mató provino del arma de uno de los delincuentes o de la propia policía. Con el ladrón no hay apuro —agregó—; dijo que, después de lo que hizo, es bastante improbable que alguien venga a reclamar el cuerpo del infeliz.

El forense se colocó un barbijo y unos guantes azules de látex, retiró la sábana y comenzó el examen:

—Mujer caucásica, de mediana edad, con orificio de entrada en el cuello a la altura de la carótida —dictó a un pequeño grabador de mano. Luego, girando un poco el cuerpo, agregó—: Sin orificio de salida.

Introdujo una larga pinza de metal por la herida y, tras hurgar unos segundos, extrajo finalmente la bala y la depositó en el platillo de una balanza.

—Enviando el proyectil a balística para su análisis —continuó grabando—. A primera vista diría que se trata de un calibre 45.

Una hora después, terminada la primera de las autopsias, caminó hasta la máquina expendedora que había en el pasillo en procura de un café. Volvió y, con el vaso aún humeante, retiró la sábana que cubría el cadáver de la camilla del medio, por lo que el impacto que la visión le produjo hizo que derramara parte del hirviente líquido.

—¡Mierda! —exclamó retrocediendo un par de pasos, e instintivamente miró hacia el escritorio de Cora, que parecía no haberse percatado de nada.

Repuesto de la impresión inicial, el doctor Lozano se acercó nuevamente a la camilla para mirar con mayor detenimiento. No cabía duda: el rostro inerme que veía ahí era el mismo que lo observaba cada mañana, al afeitarse, del otro lado del espejo. El pelo más largo, tal vez, y una barba negra y espesa que lo cubría en gran parte, pero las facciones eran escalofriantemente parecidas a las suyas.

Tiró el cabello hacia atrás y el bulto que palpó casi en el medio de la frente, a la altura del nacimiento de las raíces, le hizo retirar la mano en un acto reflejo, dominado por el horror: era la misma cicatriz que él tenía desde la adolescencia, producto de una caída con la bicicleta. ¿Qué locura era aquella? Necesitaba pensar; debía de existir alguna explicación lógica para semejante absurdo.

Cubrió nuevamente el cuerpo para evitar miradas indiscretas y releyó con detenimiento el informe policial. Allí decía que el delincuente había caído como consecuencia de un disparo recibido en el pecho durante el tiroteo, que no portaba identificación y que en su poder habían encontrado una Beretta calibre 45, una navaja y un atado de cigarrillos Marlboro a medio consumir.

«Ahí está —pensó—, yo jamás fumé». Tras la reflexión se sintió un poco ridículo por haber contemplado la posibilidad de que ese cadáver que estaba tirado en la camilla, tieso como una tabla, pudiera ser el suyo.

Más tranquilo se dispuso a continuar con la autopsia. Tenía ambas manos sumergidas completamente en un mar de entrañas cuando una idea perturbadora comenzó a inquietarlo: recordó una vieja operación, unos diez años atrás, que le había dejado como souvenir una placa de titanio de unos quince centímetros que sostenía su columna. Intentó resistir la tentación, pero ya era demasiado tarde, la incertidumbre había regresado y no dejaba en su mente espacio para otro pensamiento.

Antes que nada, necesitaba privacidad. Llamó a su secretaria y le pidió como excusa retirar un documento del archivo policial.

—No hace falta que me lo traigas ahora —le dijo señalando el reloj de la pared—. Cuando lo tengas llevátelo a tu casa y mañana me lo acercás.

Tan pronto como Cora se perdió por la puerta volteó el cuerpo y le practicó una incisión a lo largo de la columna. Una sensación de escalofrío fue recorriendo su espalda a medida que el bisturí desgarraba la carne. Con la ayuda de un fórceps fue liberando la zona hasta que, entre la tercera y la cuarta vértebra cervical, descubrió la temida placa quirúrgica.

Con el semblante lívido y una puntada aguda taladrándole el cerebro caminó en círculos alrededor de las camillas intentando encontrar respuestas. Creyó ver en uno de los extremos de la placa, debajo de una especie de costra, un número de serie del fabricante. Raspó con el bisturí, pero solo logró desgastar el metal sin que ninguno surgiera a la luz.

—No puede ser —se repetía—. Tiene que tratarse de una coincidencia.

Finalmente se le ocurrió una idea desesperada: con una almohadilla tomó las huellas digitales del cadáver y se las envió por fax a un contacto en la estación de policía solicitando identificación urgente. Por alguna razón, la respuesta que le llegó veinte minutos después no lo sorprendió: «Sos muy gracioso. Espero que al menos te cueste trabajo sacarte la tinta de los dedos».

—¿Y ahora qué? —se preguntó. 

Si ese que estaba en la camilla era él, también era él el responsable del asesinato en el banco. ¿Cómo explicarlo a los demás si ni siquiera podía explicárselo a sí mismo? Aún recordaba el gesto de desprecio en la cara de Cora.

Necesitaba escapar de esa situación. Con el tiempo pisándole la sombra barajó una a una sus posibilidades hasta que al fin comprendió que no habría salida posible si no hacía desaparecer la evidencia. Al fin y al cabo, bien lo había dicho el inspector Marinelli: nadie iría a reclamar ese cadáver.

Cambió el rótulo de identificación por el de otro muerto del depósito y llamó al encargado del crematorio para que se encargara del cuerpo. Todo cerraba: si el asunto salía a la luz pasaría como un error administrativo que a lo sumo implicaría un sumario y una eventual suspensión temporaria. No sería la primera vez que alguien mandaba a incinerar un cadáver equivocado.

Se retiró de la morgue pasada la medianoche, con la convicción de que por la mañana todos sus problemas quedarían sepultados bajo una montaña de cenizas. Caminó directo hacia su casa; necesitaba un trago.

Cuando a la mañana siguiente los bomberos lograron extinguir el fuego, de la casa del doctor Lozano solo quedaban los cimientos. El jefe del escuadrón declaró que probablemente se había quedado dormido con un cigarrillo encendido entre los dedos.

La autopsia de su cuerpo carbonizado fue la primera tarea que le encomendaron al doctor Robles, su sucesor. Según dejó constar en el expediente, logró identificar a su colega por las piezas dentales y una placa de titanio extrañamente raspada en uno de sus lados.

Más sobre el II Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021

Cierre: el plazo concluyó el 7 de julio de 2021

Fallo: 6 de agosto de 2021

Acto de entrega: 21 de agosto de 2021