-“El desayuno. Baja”.

Al entrar en la cocina, su mujer estaba terminando de tostarle una buena rebanada de pan: “Buenos días”, le dijo, limpiándose las manos en el mandil de flores desvaídas.

“Buenos días, Raquel”, le contestó Pascual, dándole un beso y sonriéndole, mientras le decía: “Pues hoy es el día. Esta tarde, cuando venga, lo celebraremos con los niños.”

-“¡Ya lo creo!, esta noche cenaremos algo especial”.

Pascual tomó su café, cogió la talega con su comida, se ató la bufanda al cuello y se puso la chaqueta de lana gris, de domingos pretéritos. “Adiós.  Nos vemos esta tarde”, decía según salía a la calle, dirigiéndose a la plaza del pueblo.

Hacía frío. El sol tardaría un buen rato en salir y las últimas gotas de neblina todavía se resistían a despegarse de los adoquines del suelo de la plaza. Un grupo de hombres con las chaquetas abotonadas y con las finas solapas levantadas contra el frío matutino ya estaba reunido allí delante de las oficinas del representante de la almazara.

-“Buenos días, Pascual”, dijo Ángel, su vecino, abrazándose contra la humedad. “Hoy va a ser un buen día, ¿no crees?”.

-“Ni que lo digas. El día que nos pagan siempre es un buen día”.

El reloj de la plaza dio las ocho, y los hombres que estaban desperdigados por las cuatro esquinas se pusieron en fila para ir entrando de uno en uno en las oficinas de la almazara. Firmaban un recibo por la paga de las aceitunas que habían  entregado en diciembre y, con el sobre bien sujeto en la mano, salían todos a la calle, ya sin tensión en la cara.

Pascual se despidió de Ángel con una sonrisa: “Hasta luego, Ángel.  Voy para el campo a echar la jornada. Siempre hay cosas que hacer. Ya sabes”.

-“Hasta luego, Pascual. ¡Que te cunda!”

El sol comenzaba a calentar y Pascual daba los últimos tijeretazos a la poda del cerezo, despojado desde hacía rato de la bufanda y de la chaqueta, que había dejado colgadas de un clavo en el muro del cobertizo de adobe, al lado del corralito del cerdo.

Después de cobrar, Pascual había caminado los ocho kilómetros que separaban el pueblo de su huerta con un paso más ligero de lo habitual. Le llenaba de placer y orgullo saber que había hecho bien su trabajo y que la recompensa la llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, cerrado con un imperdible.

Pascual colgó la podadora de una rama del cerezo y fue al cobertizo a por la talega de la comida, que había dejado junto a su chaqueta. Se sentó sobre una piedra y la abrió sacando media barra de pan, una frasca de vino tinto, una fiambrera de lentejas y dos hermosas naranjas. Comía a gusto y, según mondaba las naranjas, miraba sus manos y musitaba en voz alta, como solía hacer para romper el silencio del campo:

– “Estas manos bonitas nunca han sido, pero me han servido bien para trabajar el terreno”. Pascual miraba con admiración sus frutales maduros: su cerezo, su níspero, el albaricoquero, la higuera: “¡Qué buena fruta dais!”

Luego alzó la vista hacia una pequeña loma y volvió a acariciarse las manos: “Mi padre brindaría conmigo al probar el buen vino que sacamos de estas viñas”, y tomó un trago largo de la frasca.

Giró la cabeza y divisó sus grandes olivos: “Vosotros sois mi máximo orgullo; hoy me habéis hecho un hombre, y un padre feliz con la paga de las aceitunas”.

Pascual se sentía a gusto al comprobar que se había completado otro ciclo en su olivar: en junio desbrozó, luego abonó la tierra y ahora, en febrero, había podado los árboles, preparándolos para la siguiente cosecha. Todo estaba en orden, todo bien hecho.

Se levantó de la piedra, recogió las mondas de naranja y los restos de pan y los llevó al cerdo, que gruñía desde la cochiquera. Colgó la talega nuevamente del clavo del cobertizo y volvió al cerezo; se recostó contra el tronco y se quedó plácidamente dormido con el sol calentándole como a una lagartija.

La verja de acceso a la huerta de Pascual emitió un oxidado chirrido cuando una mano de reptil la cerró con el mismo sigilo con que la había abierto un momento antes. Una escurridiza silueta se camufló entre las tupidas ramas de la maleza hasta salir a la carretera. Una vez sobre el asfalto, la silueta se enderezó y aligeró su paso hacia el pueblo. Andaba rápido, mirando furtivamente a su alrededor, y de vez en cuando tocaba el bolsillo interior de su chaqueta, como para asegurarse de su contenido.

La sombra de una nube hizo que Pascual se despertara. Miró el cielo y decidió recoger y volver al pueblo.  Hoy tenía ganas de llegar a casa temprano.

Antes de guardar las herramientas, como última faena de la jornada, arrancó tres repollos para llevar a casa, les quitó las hojas y las arrojó al cerdo, que las recibió con un gruñido. Pascual cerró la puerta del cobertizo, bajó la talega para meter la bufanda y los repollos, cogió su chaqueta y se encaminó hacia la cancela. Se puso la chaqueta, caminó hacia la salida y con la mano libre abrió la verja, salió y tiró de la puerta. Antes de abrocharse, metió la mano en el bolsillo, palpándolo de forma instintiva, y se pinchó con el imperdible abierto:

-“¡Ay!”, soltó. En un segundo su cara perdió todo lustre, se le aflojaron las piernas, las sienes le martilleaban  y una nausea subía desde el estómago hasta la boca. Fue entonces cuando emitió un lúgubre: “¡Noooo!”. El pinchazo y el vacío lo derrumbaron.

A trompicones se dirigió de nuevo al cobertizo, donde empezó a removerlo todo; destapaba una y otra vez cualquier cosa que encontraba, pero al final, inmóvil, murmuró: “Nada. No está, no está”.

Como un fardo que cae, se deslizó por el muro del cobertizo; desde el suelo miraba los olivos y, tapándose la cara con las manos, empezó a sollozar: “No, no, no…”.

El reloj del ayuntamiento marcaba las seis de la tarde cuando un derrotado Pascual entró alicaído en la plaza. Se dirigió al número 5 de la calle contigua a la misma y, según se acercaba a su casa, percibió la voz de su mujer cantando:

-“Siete más siete más siete son veintiuno…”

Antes de entrar, Pascual se paró en el escalón, con la mano puesta en el pomo de la puerta, escuchando:

-“Otra vez, Mamá. Cuéntalo otra vez”, le suplicaban los niños.

-“Vale lo cuento de nuevo, pero vosotros tenéis que ayudarme a cantar el final, ¿de acuerdo?”

-“Sí, sí”, gritaron entusiasmados.

Empezó de nuevo con el cuento que tanto les gustaba:

-Pues era una bonita tarde del mes de febrero y el abuelo, el padre y el hijo estaban reunidos en su caseta del campo haciendo quesos para vender cuando el padre, que miraba por la ventana admirando los almendros en flor, vio a tres desconocidos escondiéndose en la maleza, detrás de los árboles. En seguida supo que eran unos ladrones que venían a robarles los quesos que con tanto esfuerzo habían hecho, así que les susurró un plan al abuelo y al niño: “A la de tres, gritemos juntos: Siete más siete más siete, veintiuno. Que no quede ninguno”.

Al oír semejante griterío, los ladrones, asustados de muerte por el estruendo del gran número de hombres que iban a lanzarse sobre ellos,  echaron a correr despavoridos y no volvieron jamás.

“Ahora, niños, ¡a gritar!”, les incitaba la mamá: -“Siete más siete más siete, veintiuno”, coreaban felices.

Justo cuando los niños estaban aplaudiendo sonrientes el final feliz del cuento, Pascual abrió la puerta.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

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