Si os lleváis una de ellas a casa, será la persona a la cual echaréis la última mirada al salir y la primera al entrar. Conquistará un lugar en vuestra vida. Haréis de ella una amante. ¡Pero qué amante! Siempre dulce, alegre, sonriente, sin necesidad de vestidos, ni sombreros, sabiendo prescindir de joyas; ¡la verdadera mujer ideal!».

Con estas palabras, Théodore Duret adornaba en su texto sobre los impresionistas (Les peintres impressionnistes, 1878), no sin algo de ironía en las últimas líneas, la pintura de un tal, ya por entonces famoso, Pierre Auguste-Renoir (1841-1919), cuya primera retrospectiva en España (Pasión por Renoir. La colección del Sterling and Francine Clark Art Institute) se puede visitar hasta el 13 de febrero de 2011 en el Museo del Prado de Madrid.

Ni mucho menos era nueva la utilización de la prosopopeya a la hora de referirse a la pintura. Precisamente, de «cosas» se componía el por entonces bien logrado (y también «único» y «exclusivo») aparato representativo de la burguesía, auténtico motor de este tipo de pintura.

Endogamia

Tampoco era nueva la condición objetual de la figura femenina, cosificada y «fetichizada» de manera efectiva desde la primitiva pintura simbolista de las cavernas. Sí lo era, por otra parte, la extraña estrategia que procuraba potenciar un supuesto derecho de exclusividad ante el susodicho objeto de admiración. Así, de manera eficiente y, sobre todo, muy efectiva, buena parte de los alistados a las filas (casi siempre comerciales) del Impresionismo, apoyados por críticos como el mismo Duret o Philippe Burty, salían airados como referentes del arte nuevo. Aireados también, literal y metafóricamente, como partes de una verbena social que premiaba la siempre nefasta orgía del ego desmedido.

Sin duda, las palabras de Duret y la pintura de Renoir servían para engrasar la complacencia que nutría al endogámico protagonista de todo este asunto: el burgués, el hombre moderno. No por ello, las letras de uno y los pinceles de otro, están exentos hoy de interés. Muy al contrario, aquellos burgueses y artistas encarnan y configuran una de las claves determinantes para entender el éxito de las obras de arte, para comprender el encumbramiento de sus alumbradores: mostrar el ingenio.

Dicho ingenio consistía fundamentalmente en dar a entender que se poseían una serie de habilidades capaces de cubrir una serie de expectativas. Dicho de un modo general, un pintor era bueno si tenía la suficiente capacidad (técnica y social) de satisfacer las demandas de su comprador-consumidor. Mientras que la crítica y los pintores se entretenían hablando o pintando de una determinada manera, sus obras se ajustaban a la correa que firmemente le imponían los marchantes de arte, auténticos sabedores del inmediato y jugoso futuro de sus inversiones. Con esto, ha de advertirse la importancia de una serie de elementos, a priori, extra-artísticos que, aun emporcando sustancialmente la palabra «gusto», pululaban entre óleos y tintas…y faldas.

En el caso de Renoir, al respecto será determinante la figura del marchante Paul Durand-Ruel. Parisino de nacimiento, Durand-Ruel se había convertido pronto en un conocedor y promotor de la llamada escuela de Barbizon (germen de los impresionistas), consolidando las carreras de artistas como Pissarro, Sisley o el mismo Monet. De hecho, fue Durand-Ruel el encargado de abrir en el último tercio del siglo XIX las puertas del mercado norteamericano a todo este tipo de pintores.

Renoir y Durand-Ruel

Quizá sea excesivo y algo osado atribuir el éxito de un pintor a su mecenas. Pero, al menos, tal idea está exenta de pretensión o necedad si entendemos el ejemplo de Renoir. Renoir, empleaba antes de los primeros años de 1880 una técnica rica en manchas de color, con tonalidades vivas y de efecto inequívocamente vaporoso, abandonando casi la presencia de la línea de contorno.

Dicho empleo de tintas cálidas tenía su raíz en la pintura del siglo XVIII (como el mismo Renoir se encarga de aclarar en su correspondencia). A partir de 1880 se acusa un cambio en la ejecución formal de algunos retratos, especialmente a partir de su obra conocida como Los paraguas (ca. 1881), donde la calidez da paso a unos tonos más apagados y fríos y donde la forma se vuelve más dura, más próxima a los intereses de un Degas o un Cézanne. Aquella obra podría haber no sólo cambiado la trayectoria futura del pintor, sino haber arruinado su inminente éxito comercial. Fue Durad-Ruel quien (sin entrar a valorar el acierto de tal consejo) recomendó al pintor abandonar ese tipo de pintura que paulatinamente se iba haciendo más oscura, instándole a retomar su característica pincelada «fresca y rosada», sin duda, mucho más digestiva.

Como todo pintor burgués para burgueses, Renoir se abre a una placentera contemplación sin necesidad de solventar complicados interrogantes. Sobre sus obras, la mayor parte retratos, pintura de flores y algún paisaje, se desteje un cielo azul y cómodo; pero bajo ellas, refulge, como los suelos de su compatriota Corot, un poso de melancolía y aburrimiento Là-bas. En su caso, hogar moderno, caliente y al borde de la nada.

Madrid. Pasión por Renoir (1841-1919). La colección del Clark Art Institute. Museo Nacional del Prado

Del 19 de octubre de 2010 al 13 de febrero de 2011.