Piedra de toque

La piedra de toque en aquellos dos magos de lo negro y lo blanco tenía un nombre: William Shakespeare, quien antes incluso de la aparición del cine sonoro hacia 1927 ya era explorado como un objeto de culto. De hecho, se calcula que en a penas treinta años se rodaron más de quinientas películas inspiradas en el dramaturgo isabelino, todas ellas mudas, algo que puede resultar paradójico si se piensa en su noción dramática como un hecho fundamentalmente verbal.

Pero la trampa no debe dejar aburridos a los lectores ni estupefactos a los eruditos, ya que ese trasvase teatro-cine que se radiografía a lo largo de los primeros años de vida del hecho fílmico no hace sino reinventar constantemente algo que, por otra parte, era de sobra conocido en la ya por entonces vieja y sabia pintura: la formalización de imágenes. Así, pese a que el número anual de producciones se viese reducido, no asombra que desde los años treinta, ya con un cine que podía ser escuchado y transitado no sólo con los ojos, aumentase la calidad de las cintas inspiradas en el isabelino, caso de El sueño de una noche de verano (William Dieterle y Max Reinhardt, 1935), Romeo y Julieta (George Cukor, 1936) o Como gustéis (Paul Czinner, 1936).

El gozne de los treinta

Sirva el gozne que son los treinta como paradigma de los ejercicios estéticos de Bergman en años sucesivos, esos años que llamándose cincuenta y sesenta verán un redescubrimiento del teatro entre las manos del siempre actor Orson Welles, catalizando en el ocaso que supondrán los desarrollos de la dramaturgia de Peter Brook a partir de los años setenta.

Más allá de todo esto, hay un reflejo de la vida del hombre que se presenta como espasmo o como narcótico, ese mismo que hace de una falacia suspendida en un medio químico y abstracto “la verdad más absoluta”. Por eso mismo Antonin Artaud decidió apretar el gatillo mientras se maquillaba, entendiendo desde su inmarcesible piel de Marat que el juego de espejos siempre era el mismo. Pero de todo esto ya habló Platón.