El sol de la canícula devoraba el territorio leonés y derretía la nieve de sus montes, obsequiando a sus ríos con un caudal colosal. Alfonso jugaba en el jardín real con varios muñecos de trapo que habían cosido para él en Zamora. Había dividido los muñecos en dos grupos. A su izquierda, las tropas moras; el primero de ellos, el más grande, era Almanzor. A su derecha, las tropas cristianas que encabezaba él, Alfonso V. Ponía voces distintas para cada muñeco.

–Acabaré contigo y reconstruiré León –dijo con voz grave mientras sujetaba el muñeco que representaba su propia figura.

–No, no lo harás –respondió Almanzor con una voz afeminada.

–Prepárate a morir, infiel –dijo aquel Alfonso V de trapo y se abalanzó sobre el caudillo musulmán para clavarle su espada de tela hasta la empuñadura.

Desde una ventana, su madre, la regente Doña Elvira, observaba al niño rey. Le miraba con la ternura de una madre y con la solemnidad de una reina. Era una época difícil. Las derrotas cristianas se sucedían; el terrible Almanzor había asolado medio reino; las luchas internas podían provocar otra guerra civil; el conde Menendo González gobernaba a sus espaldas; y ella debía criar a un hijo y a un rey. Deseaba retirarse al Monasterio de San Pelayo en el que estaba su hija Teresa y morir allí en paz. Pero se acordaba de las palabras del rey antes de morir:

–Haced que Alfonso acabe con el moro y que reconstruya León –le había ordenado Bermudo II entre los terribles dolores ocasionados por la gota.

El joven Alfonso V, de 8 años, seguía jugando con los muñecos de trapo al otro lado de la ventana. Brillaba un sol imponente aquel 12 de agosto del año 1002 cuando un mensajero entró al galope en el castillo. Dejó el caballo y fue directamente a informar al conde. La gran noticia subió los escalones de tres en tres, recorrió el pasillo con grandes zancadas y se detuvo frente a la puerta de la estancia del conde. Golpeó la puerta con los nudillos y a continuación entró. Minutos después, el propio conde salía de sus aposentos, ordenaba convocar al rey y se dirigía a avisar personalmente a Doña Elvira. Una vez reunidos todos en la sala de audiencias, el pequeño rey se sentó en el trono y Menendo González le dijo:

–Majestad, Abi Amir Muhammad, también llamado Almanzor, ha muerto.

La madre del rey sonrió aliviada y miró a su hijo. El niño rey observaba al conde sin mover un músculo. Parecía pensar bien su respuesta, tal y como le habían enseñado.

–No lo creo –dijo después de un largo silencio–. Yo seré testigo de su muerte, como me dijo mi padre. Podéis decir a los soldados y al reino entero que el moro ha muerto, que los monjes lo escriban en sus libros, que los juglares lo canten, que vuestros hijos lo aprendan, pero sabed que Almanzor está vivo.

Alfonso V se retiró con el convencimiento de que vería morir al sanguinario caudillo musulmán con sus propios ojos.

La noticia de la muerte de Almanzor recorrió los reinos cristianos con rapidez y sólo Alfonso V puso en duda su veracidad. Y aunque durante años su principal prioridad fue encontrar al moro y verle morir, cuando por fin fue declarado mayor de edad, tuvo que dedicarse a muchos otros asuntos que ponían en riesgo incluso la supervivencia de su propio reino.

Sancho III de Navarra parecía apoyar a los castellanos, lo que podía convertirse en un gran problema para el rey de León. Para apaciguar a los grupos de oposición acordó su boda con Elvira Menéndez, hija del conde Menendo González. No discutió con el conde. Se casaría con aquella niña pequeña en cuanto cumpliera los 14 años y le pudiera dar un heredero. Pero Alfonso V vivía con una obsesión, con una losa de plomo sobre la espalda que no le dejaba dormir, ni pensar, ni reinar. Por el bien de sus territorios, de su ejército y de su familia, debía encontrar cuanto antes al moro.

Esa obsesión le persiguió todos los días de su vida hasta el 25 de agosto del año 1010. Tras una pequeña batalla en tierras de Zamora, Alfonso V, que ya contaba con 16 años de edad, pidió, como era su costumbre, que dejaran vivos a los moros que se hubieran rendido. Luego, escogió al azar ocho o diez de los prisioneros y les interrogó brevemente. La rutina le decía que ninguno ponía en duda jamás la muerte de Almanzor en agosto del año 1002, hasta que se enfrentó a un soldado moro mayor de 50 o incluso 55 años llamado Cide Hamete Benengeni. El monarca repitió con desgana las preguntas de siempre:

–Infiel, ¿quieres salvar tu vida?

–Sí –contestaban siempre.

–Salvarás tu vida si me juras lealtad y te conviertes al cristianismo.

La mayoría aceptaba sin rechistar. Sus creencias no pasaban por el martirio. Cambiaban su nombre árabe por uno cristiano y entonces el rey les explicaba cuál iba a ser su futuro como esclavos de los señores, duques y condes del Reino de León.

–No obstante –añadía siempre al final–, hay una posibilidad de convertiros en un hombre libre –entonces el moro ineludiblemente levantaba su cabeza expectante–: si me decís cómo encontrar a Almanzor.

–Sí, majestad; fue enterrado en Córdoba –solían decir tratando de engañar a Alfonso V o contando la mentira que se les había dicho y a continuación improvisaban una historia para lograr su libertad.

–El Victorioso está en Madinat Al-Salim. Mantiene buena salud, pero vive bajo otra identidad con una infiel de pelos rojos, una adoradora del mal, una bruja –contó Cide Hamete, que se cambiaría su nombre árabe por el de Petronio.

El rey escuchó la historia:

–Como sabéis, majestad, El Victorioso llegó a Compostela hace ahora trece inviernos. Saqueó la ciudad, destruyó todos los templos pero, como bien conoce toda la cristiandad, dejó intacta el arca con los restos del apóstol Santiago. No lo hizo por piedad, ni por respeto, ni por generosidad; lo hizo por un embrujo de amor. La bruja con la que vive en Madinat Al-Salim le hechizó para convencerle de que dejara descansar al apóstol; su destrucción habría supuesto la derrota definitiva de las tropas cristianas y la caída del reino de León y después el resto de reinos de la antigua Hispania en manos de Al-Andalus.

–¿Por qué motivo se hizo pasar por muerto Almanzor? –preguntó Alfonso V.

–Majestad, preferiría deciros esto sólo a vos –dijo Petronio señalando con la mirada a la guardia real que velaba por la seguridad del monarca.

–Apartaos –les ordenó el rey.

–Pero, señor… –trató de advertirle su jefe de seguridad.

–¡Apartaos! –gritó vehementemente Alfonso V.

Los cuatro soldados se alejaron del trono y Petronio se acercó para hablarle al oído al joven rey:

–El Victorioso está convencido –relató el prisionero converso– de que desvirgar a una mujer horas antes de una batalla le hace invencible. Desde que la bruja de pelo rojo le hechizó no puede… ya sabe… no está en condiciones de poseer a otra mujer que no sea la propia bruja. En Madinat Al-Salim resultó gravemente herido por accidente y se convenció de que no podría volver a derrotar a los cristianos, así que nombró sucesor a su hijo Abd al-Malik al-Muzaffar e hizo creer que había muerto. Y allí se quedó y allí sigue a día de hoy, majestad.

Al día siguiente, un grupo de unos 40 soldados acompañaron a Alfonso V y a Petronio hasta la casa en la que supuestamente vivía Almanzor con la bruja. Era el 26 de agosto de 1010. Era el día en que empezó la maldición de Medea.

Antes de llegar a Medinaceli, Alfonso V vio cómo unas enormes nubes negras tapaban el cielo. Un viento cada vez más fuerte movía el ambiente cuando el grupo entró en la ciudad. Petronio les guió hasta la puerta de una casa de piedra y adobe. Los rayos anunciaban una fuerte tormenta. Cuando el rey estaba a punto de ordenar a sus soldados que entraran a la fuerza, una anciana salió de la casa. Era enjuta, vestía de negro y se cubría la cabeza con una tela que le tapaba también gran parte del rostro. Desde lo alto de su caballo, Alfonso V la paró con su espada y la mujer quedó petrificada.

–¡Anciana! –dijo el rey–, ¿es ésta la casa de un moro y una mujer de pelo rojo?

La mujer no se movió, no contestó.

-¡Hablad, pardiez! –exigió el rey, que había cambiado su tradicional paciencia por la tensión de saber que había llegado su gran día. Harto ya, ordenó con un gesto a sus hombres que le hicieran hablar. Dos de ellos bajaron de sus caballos y trataron de sujetar a la mujer cada uno por un brazo, pero al asir la tela de su vestido, éste se desplomó al suelo dejando ver el vacío hueco que dejaba la milagrosa ausencia de la anciana allí donde sin duda debería estar. Los soldados, asustados, dieron un respingo hacia atrás, pero Alfonso se mantuvo firme ante su destino, que se le presentaba por fin, como había anunciado su padre. Ordenó entrar a la casa y revisar cada estancia. Enseguida encontraron a un hombre, anciano ya, tumbado en el suelo, a punto de expirar, con un vaso caído en el suelo junto a su brazo derecho. Alfonso V le miró a los ojos y vio el último brillo de las pupilas del viejo Almanzor, al bárbaro enviado por Alá.

Al salir Alfonso V y sus hombres quedaron cegados por la violencia de una refulgente luz del sol. Las nubes negras, los vientos y los rayos habían desaparecido. Petronio salió el último de la casa; llevaba un extraño instrumento colgado del hombro, como una especie de flauta con una gran bolsa. El rey se subió a su caballo, sacó una faltriquera con monedas de oro y se la lanzó a Petronio.

–Sois un hombre libre.

–Gracias, majestad –dijo el converso–. Testigo habéis sido de la muerte de Almanzor. Sabed también que quedan siglos de lucha pero finalmente el reino de León y otros reinos cristianos se unirán para acabar con Al-Andalus y recuperar todos los territorios que formaron Hispania.

Poco después, con gran visión, Alfonso contrajo matrimonio con Elvira Menéndez, hija del conde Menendo González, que le dio dos hijos. Bermudo III, que le sucedió, y Sancha de León, a quien casó con Fernando I de Castilla para evitar conflictos con sus vecinos.

43 generaciones después, Juan Pablo de las Heras llevaba, sin saberlo, sangre del rey leonés Alfonso V, el monarca que vio morir al temible Almanzor en agosto de 1010, a pesar de que todos los libros de historia dataron el deceso ocho años antes, dando por buena la farsa creada por El Victorioso.

Juan Pablo paseaba por las calles de Santiago de Compostela sin ser consciente de la historia ocurrida allí en el año 997 y en los posteriores. A su lado, Izaskun sí sabía que pisaba por el terreno en el que se habían visto por primera vez sus antepasados Laztana y Almanzor. Era la primera vez en sus más de cinco siglos de vida que visitaba la ciudad en la que todo había empezado. Sabía que tenía una misión y temía que el fuego le impidiera cumplirla. La profecía decía que las llamas la consumirían antes de terminar su misión y al escuchar a Juan Pablo decir que la ciudad estaba amenazada por incendios cercanos decidió que había que terminar con todo cuanto antes. Para liberarse del castigo eterno, Izaskun debía obtener para Medea el don de Juan Pablo antes de que terminara el mes de agosto. A partir de entonces, ya no impediría más que Medea le matara. Ya poco le importaba aquel hombre al que había estado persiguiendo y evitando los últimos 25 años; ella quería cumplir su misión y poder morir y volver a ser María, encontrarse con Jerónimo y verle pintar, pedirle que le hiciera un retrato, decirle que era el mejor pintor del mundo, dejarse sorprender por sus colores, por su innovadora forma de utilizar la paleta, por su don.

Habían llegado el día anterior a Santiago, que vivía una actividad frenética en torno al rodaje de La piel que habito, la última película de Pedro Almodóvar. Varias calles estaban cortadas, los curiosos formaban espontáneas aglomeraciones, la Policía se encargaba de regañar a los paseantes. El jueves, Antonio Banderas estaría por allí. Ajenos al espíritu manchego-hollywoodiense, Juan Pablo e Izaskun evitaban los lugares cercanos al rodaje y se acercaban cada día, junto a centenares de peregrinos, a la imponente catedral de Santiago, al lugar en el que Laztana logró evitar la derrota definitiva del cristianismo en la Península Ibérica al salvar la tumba del apóstol Santiago.

El primer día, el sonido de unos gaiteros tocando en la plaza del Obradoiro asustó a Izaskun, que palideció al instante porque vio peligrar su misión. Se tranquilizó en cuanto descubrió que la que sonaba no era la gaita que había sospechado, pero le vino a la cabeza la historia que las ancianas le contaron en un aquelarre en el año 1789 cerca de París.

Según la leyenda de Laztana, el instrumento que le correspondió en su noveno solsticio de verano fue la gaita. Fue la única bruja a la que se le entregó ese instrumento, el más poderoso de todos en opinión de algunas ancianas, pero también el más peligroso. Su efecto era muy sencillo: aquel que escuchara su sonido se enamoraba de la primera persona que vieran sus ojos. No sólo era el único de todos los instrumentos que podía hechizar también a la bruja que lo tocara sino que además podía sonar en cualquier momento, aunque nadie lo soplara; podía guardar aire en su interior y hacerlo salir a destiempo. Las mujeres le contaron a Margarite, que era la identidad de Izaskun en aquella época, la historia de Almanzor en Santiago de Compostela, el alarido de terror de Laztana, la quema de la iglesia de Santa María La Antigua…

De acuerdo con la leyenda, Laztana entró en la iglesia prerrománica que guardaba el sepulcro del apóstol sin su gaita pero milagrosamente la encontró junto a la idolatrada tumba. Se dice que el mismísimo Altísimo la puso allí para ella. Entonces Laztana urdió su plan. Tocaría el instrumento para que su embrujo le hiciera efecto a El Victorioso y a ella misma. Se sacrificó por el cristianismo; se inmoló en una historia de amor con el mayor enemigo de su tierra y de su religión. De esa manera logró convencerle de que no quemara los restos de uno de los doce apóstoles que siguieron a Jesús y así salvó el cristianismo de la invasión mora. Es opinión ampliamente compartida que si Almanzor hubiera cumplido su propósito inicial, la moral de los cristianos habría sucumbido y, además, los reinos del norte de la península habrían dejado de recibir durante siglos la ayuda económica, cultural y de todo tipo que traían los peregrinos a lo largo de todo el Camino.

–¿Cómo acabó su historia? –preguntó Margarite.

–Mal.

Mientras los recuerdos asolaban el corazón de Izaskun con melancolía y miedo, Julieta almorzaba con su padre cerca de allí, en un restaurante de la Rua da Conga. Después de saborear unos extraordinarios percebes, papá no pudo esperar más para preguntarle cómo estaba.

–Muy bien, papi –mintió–. Puedes estar tranquilo.

El silencio posterior incomodó a Julieta. Sabía que su padre sufría con su sufrimiento. Estaba convencida de que podía conocer lo que puede sentir un padre o una madre ante la tristeza de un hijo, aunque ella no hubiera llegado a tener hijos con Juan Pablo. Se sentía peor al pensar que su tristeza estaba afectando gravemente a papá. Y quiso convencerle de que un futuro maravilloso la estaba esperando:

–Papi, ¿sabes qué?

–Dime, Xuli.

–Me he estado acordando mucho de la historia de Laztana que me contabas cuando era pequeña –papá mezcló su sonrisa con la mejor cara de asombro que tenía–. Y me he dado cuenta de que no conozco el final. Sé que Almanzor murió envenenado, pero, ¿qué le pasó a ella?

–Bueno… la leyenda dice que vivían felices y muy enamorados hasta que un día la gaita dejó escapar el aire que guardaba en su interior y sonó. Laztana no estaba en la casa ese día y no la oyó.

Después hablaron de la película de Almodóvar, que era lo que le faltaba a este agosto compostelano inolvidable. Como año santo que era, el verano de 2010 Santiago recibió más peregrinos de lo que incluso las estimaciones más optimistas había previsto. Y de los incendios. Y del gobierno. Hacía ya un rato que Julieta pensaba en Juan Pablo, como siempre, cuando se dio cuenta de que papá había pedido la cuenta, había pagado y se levantaba para salir.

–¿Entonces vas a la catedral ahora? –preguntó papá.

–Sí, luego te veo en casa.

Cuando Julieta cruzó el Pórtico de la Gloria, Juan Pablo e Izaskun ya llevaban un rato en el interior de la catedral, en concreto en la iglesia de Santa María La Antigua, sentados en un banco de madera mirando al altar como si esperaran algo, como todas las tardes desde hacía varios días. Julieta se sentó en uno de los bancos de la nave central de la catedral y recordó el día de su boda; se vio recorriendo aquel largo pasillo con su precioso traje blanco y su preciosa felicidad rebosándole por todos los poros de su piel.

En el momento en el que Julieta trataba de recordar la preciosa homilía que les dedicó don Francisco, Petronio entró en la catedral de Santiago de Compostela con un grupo de peregrinos holandeses.

Desde el interior no se veían las nubes negras que estaban cubriendo la ciudad. Juan Pablo e Izaskun sintieron algo especial. Se miraron y notaron que pronto podrían cumplir su misión o fracasar irremediablemente. El hecho de sentir que la incertidumbre desaparecería les animó de forma insospechada. Sonrieron. Se miraron. Se acercaron hasta respirar el aire que exhalaba el otro. Sus labios se acercaron peligrosamente…

Julieta miraba el altar en el que se había creído que sería la mujer más feliz del mundo por siempre jamás. Sí, todavía le amaba… No podía remediarlo; no podía luchar contra eso. Decidió que dejaría allí su alianza, pero sabía que eso iba a servir de poco. Le quería, le deseaba, le ansiaba más que a su propia vida. Por un lado, sentía la tristeza de aquel día en el que cerró la puerta por dentro y ya no quedaban cosas de Juan Pablo en el cuarto de baño. Pero por otro lado notaba la alegría que le daba la tranquilidad de espíritu, el saber que tenía una enfermedad crónica y mortal, el amor no correspondido. Y ya ni siquiera necesitaba tener la certeza de que él nunca volvería. Aunque la tuviera, le seguiría amando en silencio y cada vez que se enredara entre las sábanas de su cama y con sus manos imaginara que un hombre le volvía a hacer sentir lo que sintió la noche de bodas y tantas otras noches, cada vez que con un pequeño espasmo sintiera el cielo más cerca, pensaría siempre en Juan Pablo, en abrazarle, en clavarle ligeramente las uñas y en no dejarle escapar nunca de su mente, de su corazón.

Petronio había dejado su mochila apoyada en una pared exterior de la catedral y había entrado al templo sólo con la gaita centenaria que viajaba siempre con él. Llevaba mil años sirviendo a la reina de las brujas, indicándole el camino hasta el hombre que debía morir; había sido soldado moro, zapatero castellano, usurero judío, herrero navarro, papa italiano, pintor flamenco, alcalde francés, escritor romántico, filósofo existencialista, guerrillero cubano, jardinero valenciano… Era el único que sabía que en ese momento los cuatro protagonistas vivos de El campo de las brujas –Juan Pablo, Izaskun, Julieta y él mismo– coincidían en el mismo lugar, precisamente en el templo en el que Laztana y Almanzor sufrieron un embrujo de amor, y exactamente 1.000 años después de que comenzara la maldición de Medea.

Era el 26 de agosto de 2010 y todo estaba a punto de terminar.