Julieta tenía una amiga que siempre decía que las casualidades son «causalidades», porque se producen por algún motivo. Su teoría se articulaba a partir de un gran principio: todo ocurre o deja de ocurrir por algo, todo conduce a un destino. Lo que algunos filósofos habían llamado determinismo, Graciela, compañera de colegio de Julieta durante doce años, lo había bautizado como las causalidades.

–¿Qué habría pasado si no nos hubiéramos conocido aquella noche? –le preguntó Juan Pablo cuando celebraban su primer aniversario–. Si yo no hubiera viajado ese fin de semana a Santiago, si el conserje del hotel no me hubiera recomendado esa discoteca, si no hubieras decidido ir al baño justo cuando se me cayó la copa… Entonces, ¿qué habría sido mi vida sin ti?

–Te habría conocido en cualquier otro sitio, en cualquier otro momento –Julieta lo tenía muy claro, pero no llegó a utilizar la palabra causalidad. En aquel momento, ella sabía que eran el uno para el otro y que dos cuerpos que hacían una sola alma necesariamente tenían que encontrarse; lo sabía. Era la certeza de la simplicidad, la seguridad de la ignorancia, la confianza del amor. Sabía que de no haberse encontrado aquella noche del año 1994 se habrían conocido más adelante en otro lugar. Con la misma certeza, seguridad y confianza sabía que envejecerían juntos, que formarían una familia y que serían eternamente felices. Porque Julieta no imaginaba la vida sin él.

Los primeros tres años de casados se empalagaban de amor almibarado. Como en esa época no tenían correo electrónico, se escribían cartas manuscritas. Salían a cenar una o dos veces por semana, tomaban vino, se emborrachaban juntos. Hacían el amor casi todos los días. A menudo, dos veces. Una noche se desnudaron en el ascensor y pararon entre el primero y el segundo. Y Julieta no deseaba detener el tiempo en cada uno de esos instantes de felicidad, entre el primero y el segundo, porque sabía, tenía la certeza de que duraría para siempre.

Cuando llevaba seis meses sin tomar la píldora, comenzaron los nervios. Quizás tendríamos que ir al médico, no sé, hacernos pruebas… La primera gran bronca de su matrimonio fue después de ese comentario:

–Pues si resulta que no podemos tener hijos, nos podíamos haber ahorrado una pasta en condones y en pastillas –dijo Juan Pablo con ese humor tan masculino como falto de sensibilidad.

Después de los gritos, de echarle en cara verdades y mentiras, Julieta lloró como si le hubieran matado a su padre. Y nada, nunca, volvió a ser como antes. Siempre tuvo en la mente el resquemor, que prendió un fuego peligroso de enfado contenido y explotó en ira y rabia. Pasaron años hasta que el 26 de agosto de 2007 lo hablaron. Ella se mantuvo inflexible, aquello no podía seguir así, si él no cambiaba su actitud no podrían seguir viviendo juntos.

Lo malo de apostarlo todo en una mesa de póquer no es perderlo, sino mirar hacia atrás, analizar la jugada y arrepentirse de haber jugado así. Siguieron durmiendo en la misma casa, pero ya no vivían juntos. Otro 26 de agosto, el de 2008, quedaron para cenar fuera, como antes. Fue una causalidad… Durante los meses anteriores habían hablado varias veces, se habían sentado juntos en el salón y ella había deseado besarle. Estaba convencida de que él sentía lo mismo. Había tantas conversaciones abiertas, tantos dobles sentidos, tantas pistas en sus miradas, en sus mails, en sus mensajes en el buzón de voz, en sus recados en la nevera, tantas palabras en clave delante de otras personas… Eran causalidades que la llevarían a su destino con él, abruptamente interrumpido durante un tiempo.

Ella se acostaba pensando en él, se levantaba pensando en él; y se quería decir una y otra vez que tenía que olvidarle o le haría mucho más daño, pero no se lo decía y, de haberlo hecho, no se habría escuchado. A menudo los sentimientos son caprichosos y se quedan en casa, tomándose tu whisky y durmiendo en tu cama, aunque te empeñes en pedirles que se vayan. Para aquella cena, Julieta quiso llevarle un regalo muy especial, porque deseaba que dejara de haber dobles sentidos, necesitaba amanecer al día siguiente abrazada a su pecho. Quería sorprenderle.

–¿Sabes lo que más me gusta de ti? –le había confesado Juan Pablo en su primer aniversario–. Que eres capaz de sorprenderme.

–Dímelo –suplicó ella–, no dejes de decírmelo; no, por favor, no te canses de decírmelo.

Fue a una librería. Sabía que con Juan Pablo un libro era un acierto. Y pensó en comprarle un ejemplar de la mesa de novedades, donde se peleaban más y más autores suecos contra vampiros y mundos fantásticos. Pero sabía que esa elección –cobarde– significaría mantener la incertidumbre, seguir flirteando en el mundo de la duda. Si de verdad conseguía sorprenderle, sería como parar el ascensor entre el primero y el segundo; él ya sólo tendría que besarla, ella se daría la vuelta para que la abrazara por detrás, agarrándole los pechos; él le mimaría el cuello, ooohhh, sí, el roce de sus labios en su cuello, el tacto de sus manos dentro del sujetador, una cintura contra la otra; ella apoyaría las manos contra la pared, él le subiría el vestido por encima de la cadera y la devolvería al paraíso del que nunca había querido salir.

Julieta se paseó por la librería durante más de una hora buscando con qué sorprenderle y sintió un deseo ciego de que llegara ese momento, en el ascensor… Por sus manos pasaron no menos de 20 libros; algunos los escogía por el título, sugerente; otros por el autor, del gusto de Juan Pablo; otros porque ella los había leído y deseaba que él lo hiciera también… No consiguió decidirse hasta que sintió la firme seguridad de la certeza, cuando vio un precioso libro con cuidadas reproducciones de diversos trabajos de Leonardo da Vinci.

Recordaba la noche de bodas y la copia del dibujo de una Cabeza de mujer de Leonardo que tenían en la habitación del hotel. «Me encanta», había dicho Juan Pablo al día siguiente después de mirar aquel cuadro durante más de un minuto. Julieta lo recordaba y quería que él también se acordara de ese momento. Quería sorprenderle con un recuerdo maravilloso. Y se arriesgó, porque se exponía a que al parar el ascensor entre el primero y el segundo, él volviera a darle al botón y el ascensor volviera a subir; y no sabía si tenía las fuerzas para sentirse rechazada por Juan Pablo. Pero se arriesgó.

Compró el enorme libro de Leonardo y, por si había alguna duda, bajo la reproducción del detalle de los labios y la barbilla de la Testa di fanciulla escribió con su pintalabios “Te quiero”. El momento en el que le entregó aquel regalo, Julieta se sentía joven, viva, enamorada, nerviosa. Se acercó hasta los botones del ascensor de su vida y pulsó el de parada. El elevador se detuvo y ella miró con un brillo especial en los ojos el rostro de Juan Pablo. Pero ese momento mágico en el que se sabe que la duda se va a despejar duró poco. Juan Pablo no tardó en hacer que el ascensor siguiera su camino. Se acabaron los dobles sentidos y las llamadas y los mails. Esa noche acordaron firmar la separación amistosa. Pero cuando se despedía desde el taxi, Julieta volvió a negar la realidad y a decirse que él sentía lo mismo que ella y que eran dos idiotas jugando al gato y al ratón. Y desde entonces, parecía un alma en pena, con un desamor que la invadía y que parecía que nunca iba a desaparecer, hasta que decidió que podía tener ese virus y llevar una vida normal, incluso ser feliz, incluso sin él.

Juan Pablo tenía un amigo con graves problemas de memoria. Carlos presumía de tener un don extraordinario, porque cuando sus recuerdos se evaporaban, era capaz de vivir de nuevo las sensaciones de una primera vez. Cada año leía 20 o 25 libros, casi siempre los mismos, y los disfrutaba como si los acabara de descubrir; se admiraba del universo mágico de Macondo, se enamoraba del cuello de alabastro de Dulcinea del Toboso y sufría con el drama de Montescos y Capuletos. Se sorprendía con sus películas favoritas una y otra vez; lloraba de alegría estúpida al final de Qué bello es vivir, se sobrecogía con el final de El sexto sentido, se sentía deseoso de volver a ver Love Actually en cuanto terminaba de verla, le maravillaba la visión del Kubrick de La naranja mecánica. También le ocurría con las personas. A veces conocía a alguien de nuevo, por segunda o por tercera vez; en esos casos no solía llevarse siempre la misma primera impresión.

La memoria es lo que somos, pensaba Juan Pablo. A menudo nos creemos que somos una combinación de células que forman huesos, fluidos, órganos, músculos, piel… sin darnos cuenta de que sólo somos un conjunto de recuerdos; la memoria nos hace humanos. No es que Carlos no fuera plenamente humano, pero lo cierto es que era una persona distinta cada vez que cambiaban sus recuerdos. Como todo lo que uno no tiene, a veces Juan Pablo querría haber tenido ese don. Querría renovar sus recuerdos de vez en cuando, incluso construirlos a su medida, como en Desafío Total, aquella película de ciencia ficción de Arnold Schwarzenegger.

Una noche de julio de 2010 Juan Pablo de las Heras salió a tomar unas cañas con unos amigos. Hacía calor en Madrid y el barrio de La Latina, donde vivía su ex mujer, estaba muy animado. Juan Pablo llevaba meses dándole vueltas a un asunto: encontrar un sentido a su vida. Después de un matrimonio fracasado, sin duda por su culpa, tenía una misión: recuperar la confianza en sí mismo y volver a enamorarse. Julieta era una mujer maravillosa. No solamente era preciosa, inteligente y vibrante; era honesta y le demostraba cada día una cantidad de amor descomunal.

Cuando se casó, Juan Pablo pensaba que estaba completamente enamorado pero se equivocaba. Era mucho cariño lo que le unió a Julieta, y poco amor. Además, el escaso amor que le dedicaba su corazón se lo fue robando el tiempo como un reloj de arena, grano a grano. Y todo terminó; él quiso acabar antes de hacerle más daño a una persona a la que apreciaba sinceramente. Y se resignó, porque sabía que nunca podría encontrar otra mujer que llegara a quererle como ella.

En la terraza de un bar de la plaza de la Paja de Madrid su amigo Carlos comentó que había viajado a la ciudad belga de Brujas y había sacado más de 500 fotografías, para intentar revivir sus recuerdos, que ya prácticamente se habían borrado. Y, súbitamente, Juan Pablo se sintió muy diferente a Carlos, porque le llegó el recuerdo añejo de Izaskun. Mientras la conversación se centraba en los pintores flamencos, Juan Pablo pensó en 1985, en meigas, en brujas, en aquelarres, en las diversas teorías que se contaron sobre el origen del nombre del chiringuito de playa llamado “El campo de las brujas”; eran esos tiempos de hormonas adolescentes, risa tonta y poca personalidad, fue aquel verano en el que Izaskun le regaló el primer roce de unos labios, fue la primera vez en que acariciar un cuello le provocó un escalofrío, fue la primera sensación de desconcierto, de deseo; fue su primera época de duermevelas, de acostarse y levantarse pensando en la misma persona, de perder el apetito, de amar. Fue esa sensación que pensó que nunca más viviría y que, en realidad, nunca más vivió, porque el primer amor es irrepetible. Al menos para los que no somos Carlos.

Juan Pablo decidió que debía dar un giro a su vida para poder realizar su misión. Las casualidades parecían llevarle a Izaskun constantemente y él, durante años, las había obviado. Hasta que se vio sumergido en una rocambolesca historia que le llevó del museo del Prado a las calles de Roma y de allí a Santiago de Compostela, en busca de un recuerdo que había empezado 25 años antes en el callejón de detrás de “El campo de las brujas”.

Izaskun había tenido una amiga que sólo le decía la verdad; se llamaba Andrea y fue la única persona a la que habló de El Bosco. Cuando la conoció, Izaskun todavía era María y acababa de tocar su flauta por primera vez. Era el año 1485 y María había abandonado, con el corazón destrozado, a su primer amor, un artista genial que le resultaba inalcanzable. Se encontraron en el Camino de Santiago, en territorio del reino de Castilla. Andrea se dirigía a visitar los restos del Apóstol y María iba a ninguna parte por primera vez en su vida huyendo de Flandes, de Jerónimo van Aeken. Recorrieron juntas muchos kilómetros pero María se dio la vuelta a menos de quince kilómetros del destino.

Pasaron juntas cerca de un mes caminando hacia Santiago en una época muy complicada para dos mujeres solas. Pronto se hicieron muy amigas y Andrea le confesó que había prometido al apóstol que si su madre se curaba de una enfermedad muy grave iría a visitar su tumba en la catedral de Santiago y nunca más mentiría. Y se proponía cumplir sus dos promesas.

–La más fácil es la de llegar hasta Compostela desde Roma, donde vivo con mi madre, pero cumpliré las dos.

Izaskun recordaba cómo soltaba las verdades Andrea, como si dejara caer un saco de piedras desde lo alto de un campanario. Y estaba convencida de que tener un amigo así, aun siendo una incomodidad, era sobre todo un lujo que muy pocos sabrían valorar.

–Hay dos tipos de personas –le dijo Andrea uno de los últimos días que pasaron juntas–. Las que quieren hacer lo que deben y las que quieren hacer lo que quieren. Tu problema es que no sabes cuál de las dos personas eres. Lo que debes hacer es lo que has hecho, dejar a ese pintor sin ti y sin tu recuerdo, que siga viviendo su vida a la que no te habían invitado y en la que te colaste. Lo que quieres hacer es volver, decirle que sus cuadros son los mejores del mundo, confesarle que te sorprende con cada trazo, jurarle que te gusta verle pintar más que cualquier otra cosa, susurrarle que le necesitas más que el agua que bebes, gritarle que disfrutas mientras le miras trabajando en su taller, pedirle que te siga sorprendiendo, que te vuelva a besar, que no deje de hacerlo nunca, exigirle que sienta lo mismo que tú.

María la miró con una mezcla de admiración y miedo; estaba impresionada por lo que le había dicho Andrea y le asustaba que todo fuera verdad.

–No eres la primera ni serás la última que no sabe qué tipo de persona es. Incluso algunos que creen tenerlo muy claro se enfrentan de repente a circunstancias que les cambian los valores y dejan de ser las personas que eran.

–¿Y tú qué tipo de mujer eres? –le preguntó María.

–No te lo quiero decir –el hecho de que Andrea sólo dijera la verdad no significaba que tuviera que contestar a todo lo que se le preguntara o confesar todo lo que se le pidiera.

Probablemente Andrea fue la única persona en la que María confió ciegamente. Le resultaba fácil tener confianza en una persona que siempre decía la verdad. María, muy joven todavía, pensaba que sinceridad era sinónimo de bondad; todavía no le habían engañado; todavía no se había sentido estafada por un amigo, engañada por un amor o utilizada por un amante. Y cuando se dio cuenta de que ella, por un amor profundo y sincero, había engañado a Jerónimo al robarle sus recuerdos y la capacidad de elegir si prefería vivir una vida con ella o sin ella, se decía, pesarosa, que ella no era de fiar. Si he sido capaz de engañar a la persona que más cariño, deseo, ternura y pasión me ha generado, aunque haya sido por su propio bien, ¿cómo podría cualquier otro hombre o mujer confiar en mí? Y si no me puedo fiar de mí misma, ¿cómo podré confiar en otras personas?

Durante años, décadas, siglos… María fue incapaz de confiar plenamente en nadie más y echó mucho de menos a Andrea. Cuando le dijo adiós a unos 15 kilómetros de la catedral de Santiago de Compostela para volver a Flandes sabía que se despedía de una mujer muy especial. Pensó en la conversación que acababan de mantener sobre el arrepentimiento y dudó tanto de lo que había oído que no supo si la confianza que había tenido en su amiga había sido merecida. Y a continuación decidió que la confianza es ciega, no necesita pruebas ni certificados; así que confió en Andrea y concluyó que había merecido su confianza, claro que sí. Después, María recorrió el camino de vuelta en unos noventa días y en ese viaje decidió qué tipo de persona quería ser.

Durante el recorrido conoció a personas que le contaron la leyenda de Compostela, que decía que el nombre de la ciudad proviene de la expresión “campo de estrellas” y que fue así llamada porque miles de luces surgieron del sepulcro del apóstol Santiago para que los cristianos lo encontraran. En un aquelarre cerca de los Pirineos una bruja anciana le contó que el campo de las estrellas había sido, antes de que se hallara la tumba del Apóstol a principios del siglo IX, el primer campo de las brujas, el primer cementerio de brujas, donde éstas se reunían para recordar a las que murieron celebrando sus aquelarres.

María llegó a Bolduque, la ciudad en la que vivían los Van Aeken, de noche, para no ser vista. Fue directamente al bosque para recoger su flauta del hueco del árbol en el que la había abandonado seis o siete meses antes. Y se fue ya con otro nombre a buscar el primero de los dones que debía robar a los hombres. Unos años después, Reyes se hizo en Italia con el don del artista completo, arrebatándoselo a Leonardo, y ningún hombre jamás logró ser otra vez un artista completo. Y un tiempo más allá Elena robó otro don, y después Chus, y después Ana, Quimera, Uchi, Matilde, Lita…

Izaskun no había estado nunca en Santiago de Compostela, donde todo había empezado mil años antes; ni Mar, ni Laura, ni Ena, ni Sara, ni Unicornia, ni ninguna de las demás mujeres que había sido; María había llegado con Andrea muy cerca de la ciudad hasta ver, a lo lejos, el Monte do Gozo en el invierno de 1485, pero no entró en Santiago. En sus 525 años de vida, desde María hasta Izaskun, había visitado casi todos los campos de las brujas que había en el mundo. Allí donde la expansión de la civilización y la modernidad habían levantado edificios en lugar de preservar los campos originales, siempre se había esforzado en que lo que allí hubiera (una tienda, un negocio, un comercio una oficina o un bloque de viviendas) se conociera con el nombre de “El campo de las brujas”. Era su homenaje a todas las brujas allí enterradas.

Probablemente habría un argumento racional para explicar las cosas que ocurrían en los campos de las brujas; quizás eran campos magnéticos, quizás en sus tierras había bolsas de algún desconocido mineral que afectaba al entendimiento humano. Lo cierto es que las personas en general y sobre todo las brujas actuaban de forma diferente, irracional, insensata, en un campo de brujas. Por eso Izaskun no había sido capaz de quitarle el don a Juan Pablo en 1985 y por eso había apurado hasta el último mes del último año para volver a encontrarse con él e intentar cumplir su misión. Lo que no había podido prever es que el final de su misión sería en el mayor y más poderoso campo de las brujas que nunca existió.

Pero su convencimiento era grande; nada podría detenerla ya. La inmortalidad era el peor de los castigos que podía imaginar; vivir eternamente intentando mantener vivo un recuerdo de la persona que amó resultaba para María, para Izaskun, una tortura insufrible. Le quitaría a Juan Pablo su don, el de embrujar a una bruja, y recuperaría su mortalidad. Se lo entregaría a Medea y a partir de ahí, se dejaría llevar, podría hacer lo que quisiera después de cinco siglos haciendo lo que debía.

Petronio, después de muchos siglos sobre la Tierra, había aprendido a conocer al ser humano. Sabía que todas las personas son únicas, todas tienen algo especial, todas tienen un don. Pero, aparentemente, Petronio era sólo uno de los siete guardianes de Medea y no debía tener sentimientos; si hubiera nacido en el siglo XXI habría sido un ordenador o cualquier invento de Apple y tendría un nombre que en cualquier caso empezaría por i minúscula.

Aquel jueves de agosto había centenares de personas en la catedral de Santiago. La cola de peregrinos para dar el abrazo al apóstol era inédita. Pero Petronio sólo estaba pendiente de Julieta, Juan Pablo e Izaskun. Quería esperar a que Izaskun obtuviera el último don antes de actuar, pero escuchaba los pensamientos de los tres.

–¿Cómo se puede vivir queriendo a quien no quieres querer? –se preguntaba Julieta mirando un Cristo crucificado–. ¿Cómo puede doler tanto añorar lo que tuve? –y se agarró a su vehemente fe para vencer su necesidad de creer en el futuro.

–¿Cómo se puede vivir sin poder querer a quien quieres querer? –se preguntaba Juan Pablo mirando el altar en el que había jurado amor eterno–. ¿Cómo puede doler tanto el sentimiento de culpa? –y se agarró a la esperanza para vencer su necesidad de amar como Julieta le había amado a él.

–¿Cómo se puede vivir queriendo a quien no puedes querer? –se preguntó Izaskun–. ¿Cómo puede doler tanto una ausencia? –y se agarró a su misión para vencer su necesidad de arte, de pintura flamenca, de trazos finos y colores vivos, de El Bosco.

Y si el escribidor de “El campo de las brujas” hubiera tenido el ingenio de doña Emilia Pardo Bazán podría haber descrito esa confluencia de religión, amor y arte sin necesidad de citar a la genial escritora gallega en La Quimera: «¿Sabe usted cuál es la última palabra del arte? La misma del amor: el éxtasis». Los tres personajes habían sentido el éxtasis alguna vez y buscaban reencontrarse con él, vivían con el síndrome de abstinencia del amor que hubo.

Julieta jugueteó con su alianza unos segundos, girándola hacia un lado y hacia otro, hasta que se la sacó del dedo anular de su mano derecha y se dirigió, entre la multitud, hacia el presbiterio donde trece años atrás se unieron para siempre a ojos de Dios. Le quedaba ese consuelo, sí. A ojos de Dios, Juan Pablo sería siempre suyo. Lanzó disimuladamente el anillo sin que los turistas y los peregrinos allí presentes se dieran cuenta. Pero Petronio sí lo vio. Si Julieta dejaba su alianza, eso significaba que a Juan Pablo ya le había sido arrebatado su don. Izaskun debía de haber hecho su trabajo. Así que tomó aire y se dispuso a soplar la gaita de Laztana como había previsto.

A Medea sólo le faltaba el anillo de Julieta para completar los dones de los hombres. En los últimos 500 años María le había proporcionado todos los objetos que representaban todos los dones: desde los anteojos de Leonardo hasta la pluma de Vargas Llosa. Y cuando vio la alianza de Julieta en el suelo del presbiterio de la catedral de Santiago, tomó aire para soplar la gaita y mirarse al espejo. Si tenía todos los dones menos el de la confianza, que no se podía robar, ¿de quién podría enamorarse si no era de ella misma, de la madre de todas las brujas? Disfrazada dentro del cuerpo de Petronio durante 1.000 años había castigado a María a la inmortalidad simplemente para que pudiera cumplir esa misión, una tarea para la que la propia Medea no estaba capacitada. Lo supo cuando la vio llegar de noche a Bolduque y pasar de largo sin dejarse embrujar por Jerónimo, poseedor del don de enamorar a una bruja.

María era tan fuerte que renunció a su corazón aun a costa de ser infeliz. Y Medea se dio cuenta de que era la única bruja, junto con Laztana, que podía conseguir los dones de los hombres. La engañó, sí; la engañó haciéndole creer que era un castigo por haber abandonado su flauta y la condenó a la inmortalidad, pero sólo para que llevara a cabo su misión. Y la misión estaba cumplida, así que Medea dispuso en ese instante que se cumpliera el mayor deseo de María, o a Izaskun como se hacía llamar ahora. Lógicamente, ese deseo debía de ser el de volver a ser mortal.

Izaskun sentía el peso del arrepentimiento, de lo que pudo haber sido y no fue porque no lo intentó. Y pronto descubrió que Andrea sí le había dicho toda la verdad. Por encima de todo lo que eres y lo que serás en el futuro, arrepiéntete del error más grande que hayas cometido en tu vida y trata de arreglarlo; si lo mereces, el Universo puede cambiar para que tu error se corrija, había dicho su amiga cuando se despidieron.

En el instante en el que estaba a punto de convertirse en mortal, porque iba a quitarle el don a Juan Pablo, sintió un fuego en su interior que la devoraba. Perdió el sentido, se desvaneció en un segundo y, aunque pensó que no se podría perdonar si fallaba otra vez, no pudo evitar caer inconsciente al suelo de piedra de la catedral. Despertó aturdida. Estaba desnuda en el taller de Jerónimo van Aeken.

Juan Pablo vio cómo Izaskun se desplomaba en el suelo de la catedral. Los turistas se agolparon enseguida a su alrededor y él se hizo hueco para intentar comprobar si respiraba, si tenía pulso… No, su corazón ya no latía, y Juan Pablo no sabía qué hacer. Al mirarle el rostro, le vio una cara llena de paz y alegría y entendió que Izaskun había conseguido su misión; no sabía cuál era, pero todos aspiramos a algo y Juan Pablo supo entonces que Izaskun lo había logrado. Y la envidió, deseó ser él el que estuviera tendido en el suelo con la satisfacción de la misión cumplida. Arrodillado todavía, cerró los ojos y meditó. No rezaba, pero parecía pedirle a Dios ayuda para mantener las fuerzas necesarias, la constancia que le faltaba con demasiada frecuencia, para cumplir su misión.

Julieta vio cierto revuelo junto a la iglesia de Santa María La Antigua de la Corticela de la catedral. Contagiada por la curiosidad de la masa de gente, se acercó a ver qué ocurría allí. Intentó hacerse paso entre la multitud que había formado un gran corro en torno a algo. Pensó que podría ser algún tipo de ritual dentro del templo… Poco a poco avanzó entre la gente hasta asomar su cabeza y ver el cuerpo de una chica en el suelo y a su lado un hombre de rodillas que se tapaba la cara con sus dos manos como si estuviera llorando o en trance.

Medea se sorprendió de que la gaita no sonara y dejó de soplar para ver si se estaba equivocando de orificio o estaba haciendo algo mal. Como si se tratara de una broma, en el momento en el que separó su boca de la entrada de aire, el instrumento comenzó a sonar. Medea no sabía que había cometido su mayor error, un triple error derivado de la influencia de Compostela, el mayor campo de las brujas de todo el mundo; no sólo se equivocaba al deducir que Izaskun había cumplido su misión –el don de Juan Pablo seguía intacto, primer error– sino que además había creído que su mayor deseo era ser una simple mortal –quería en realidad estar con Jerónimo y que pintara para ella, segundo error–; y, finalmente, había dejado sonar la gaita sin taparse los oídos para no dejarse hechizar o los ojos para no ver nada de lo que enamorarse. Se enamoró de la belleza del arte, del éxtasis de la devoción, de la humanidad allí representada.

Aunque su cuerpo seguía en Santa María La Antigua, Izaskun estaba en el taller de los Van Aeken. El Bosco estaba allí, pintando frente a ella. Izaskun sintió que era de nuevo María y notó que era su musa, su inspiración, su bruja, su felicidad y que él sólo pintaría para ella. Y cuando vio el retrato le dijo desde lo más profundo de su corazón:

–Este momento, el instante en el que le das la vuelta al cuadro y lo veo por primera vez y me sorprende cada centímetro que han dibujado tus manos, me siento completa, feliz, correspondida, amada. Venzo mis miedos y tengo una fe ciega en que seguirás sorprendiéndome cada día del resto de mi vida.

Juan Pablo oyó el sonido de una gaita, como la última vez que había estado allí, poco después del sí quiero. Levantó la cabeza, abrió los ojos y buscó la gaita que estaba sonando.

Julieta miraba a la chica tumbada en el suelo que parecía haber perdido el conocimiento y al tipo que estaba junto a ella. La chica se parecía a la mujer que Leonardo había dibujado, aquella cabeza de mujer que le había costado su matrimonio. El hombre le recordaba a Juan Pablo, como tantos otros. Vivía con esa obsesión. No le dio tiempo a decirse que era una enferma y que creía ver a Juan Pablo en todas partes. Antes siquiera de pensarlo, él apartó las manos de la cara, abrió los ojos y levantó la cabeza; se cruzaron la mirada mientras una gaita adornaba el momento.

Epílogo

María estaba sentada en el taller de Jerónimo; esperaba ansiosa para ver su última tabla; era el momento más especial, cuando él giraba el caballete para mostrar su última creación. Ella la observaba durante un par de minutos. En esta ocasión, mientras María esperaba a que Jerónimo diera las últimas pinceladas, pensó si su vida había sido real o un sueño de unas pocas horas le había presentado una existencia irreal de más de cinco siglos… o tal vez su presente era un sueño que le parecía real y seguía aturdida en el frío suelo de piedra de la catedral. No, ella sabía que estaba allí, con Jerónimo, feliz, aunque poco tiempo antes estuviera a miles de kilómetros y a más de 500 años de allí. No quiso pensarlo más, sino disfrutar del momento. Estaba con quien quería estar y haciendo lo que quería hacer, mirándole, viéndole crear. Si todas las personas tienen algo especial, el mayor regalo es descubrir que con lo que más disfrutas es con el don de la persona que disfruta contigo. Quería gritarlo a los cuatro vientos para que todo el que tuviera la misma suerte que ella pudiera ser consciente de su fortuna, para que todo aquel que no hubiera encontrado el amor siguiera buscándolo, porque merece la pena.

El 26 de agosto de 1516, María se desvaneció. Jerónimo había fallecido unos días atrás. Ella vivía para él, así que no tenía sentido seguir existiendo. Se dejó morir y en el instante en el que su alma abandonaba ese cuerpo en este mundo supo, al fin, que desde que Izaskun cayó al suelo de Santa María la Antigua de la Corticela de la catedral de Santiago de Compostela dejó de ser una bruja, una mujer real, una persona. Al despertar en el taller de los Van Aeken en 1485, María se había convertido en un don, un regalo para los hombres, para los artistas, para la humanidad, la décima musa a la que William imploró.

Ella pensaba que era real, que tenía el cuerpo que siempre tuvo, que todos podían ver su mechón rizado sobre la cara, que Jerónimo la podía abrazar en las noches frías. No, María nunca volvió a ser la María que había sido; se convirtió en lo que realmente quería ser, en todos los dones que ella había admirado durante su larga vida; se convirtió en la inspiración que ha alimentado a los grandes creadores desde 1485, los hilos que mueven los pinceles del pintor, el cincel del escultor, el instrumento del músico, la pluma del escritor. Cuando personas con un don especial tienen la suerte de conocer a María y dejarse enamorar por sus cabellos pelirrojos y rizados, son capaces de hacernos llegar al éxtasis con sus obras de arte. Y los propios autores, aunque sean mediocres, cuando la miran, cuando la recuerdan, cuando intentan sorprenderla, cuando creen haberlo conseguido… se sienten en el paraíso, se sienten en El jardín de las delicias.