–Me alegro –respondí sorprendido.

–Aunque he visto que cualquiera de los casos que has contado no bate los récords de seguidores en Facebook…

–Bueno, no creo que sea un best-seller. Al fin y al cabo son historietas de usar y tirar; yo sólo llego hasta ahí –dejé caer buscando el halago fácil.

–El relato de verano estaba mejor, los capítulos tenían más comentarios…

Charlamos un buen rato sobre posibles casos que podría relatar. Mendoza sugería contar el asesinato de la tortuga del sacerdote, el robo de la casa de juegos, el falso lienzo de Picasso…

–¡Ah! –gritó de repente al acordarse de algo inesperadamente–, joder, tienes que contar el caso de los amigos de la Guerra Civil.

Al principio dudé, me costó recordar, pero luego caí en la cuenta.

–Pero si no lo resolviste… –le expliqué con conmiseración.

–Ay, Santi, Santi –dijo con ese tono de perdonavidas que hacía tantos años que no escuchaba de su boca–. Cuéntalo. No me importa que sepan que no soy infalible. La perfección es pura teoría; en la vida real podemos aspirar a acercarnos a la perfección, pero no a conseguirla.

Pues dicho y hecho. El caso de los amigos de la Guerra Civil nos llegó a finales de 1992. Después de un año muy intenso, Ernesto había decidido dejar de trabajar como investigador. Consideraba que todos los encargos que nos llegaban eran estupideces sin ningún atractivo intelectual. Cada vez más robos, posibles adulterios y objetos perdidos. Por eso, cuando un día recibió la carta de Rosario Fernández-Gancedo sintió como una inyección de adrenalina. (Por cierto, el muy estúpido un día trató de inyectarse adrenalina sintética fabricada por él mismo y tuve que darle un masaje cardíaco para recuperarle. Esas eran las cosas que hacía para tratar de vencer el aburrimiento, además de consumir todo tipo de sustancias, casi todas ilegales y en muchos casos sintetizadas por él mismo en su laboratorio).

He localizado la carta manuscrita de Rosario Fernández-Gancedo entre los recuerdos que todavía guardo de mi época universitaria. La transcripción literal de la misiva es la siguiente:

Estimado señor Mendoza:

Me han dicho que es usted capaz de resolver todo tipo de misterios. Creo que si usted no me ayuda, mi abuelo morirá sin encontrar la solución al enigma que le preocupa desde el año 1936. El mejor amigo de mi abuelo desapareció de un día para otro cuando ambos tenían 15 años. Nunca nadie supo qué pasó con él y nunca volvió a aparecer. Habían hecho un juramento de sangre, así que mi abuelo se sintió responsable de la familia de su amigo y se encargó de ayudarles en todo lo que pudo, en una época muy difícil para una viuda enferma y una niña de 7 años, que eran la única familia que dejó el amigo de mi abuelo. Ahora él está enfermo y sé que no querría morir sin saber qué pasó. ¿Cree usted que podría averiguar algo? Si es así, le ruego que se ponga en contacto conmigo cuanto antes.

Ernesto me dio la carta después de leerla. Comenzó a pasear por el salón murmurando:

–Apasionante… Un enigma de hace 56 años… Y esta niña escribiendo como si fuera una adulta… una niña introvertida, educada, discreta… modesta y calmada, muy constante, tranquila… idealista, fantasiosa, utópica… tiene miedo al futuro incierto, le gusta la lectura… echa de menos a su padre, un buen médico, que probablemente murió de cáncer de pulmón… por eso esta niña ha empezado a fumar… tan joven… qué estupidez…

Yo le miraba pasearse de un lado a otro, susurrando aquellas frases entrecortadas, gesticulando, acompañando cada palabra con el movimiento de sus manos. Y casi no me daba cuenta de que a partir de una simple carta manuscrita acababa de desentrañar el carácter introvertido de su autora, su edad, su orfandad, su tabaquismo, su gusto por la lectura… Al darme cuenta dudé, como casi siempre; pensé que se aprovechaba de su bien ganada credibilidad para inventarse algunas cosas y sorprenderme. Me miró como si adivinara mis pensamientos y, mientras se liaba un porro, me dijo:

ernesto_mendoza_2–La grafología es una ciencia extraordinariamente útil, Santi –encendió el canuto, dio una gran calada y expulsó el humo lentamente, deleitándose–. Hay pocas cosas que digan tanto de una persona como su letra. En este caso, la timidez y la introversión se ven claramente en el margen superior tan grande, el espacio tan escaso entre las letras y entre las palabras, en la barra corta de las tes… Es definitivamente una niña muy tímida. Es ordenada, como su letra, perfectamente legible. La unión sencilla entre cada letra muestra modestia y calma. El rasgo final corto en cada palabra nos dice que es discreta. El margen derecho tan grande indica temor al futuro, la cresta inflada de la d es propia de personas fantasiosas e idealistas, el punto alto de la i y de la j nos confiesa su idealismo y su romanticismo. El palo curvado de la t se corresponde con personas influenciables. Y la s, la letra s tipográfica es propia de amantes de la lectura.

–Vaya, impresionante –exclamé–. ¿Y eso es creíble? Yo creo que lo de la letra es como el horóscopo, ¿no? Que cada uno tiene una pero podría tener otra y ser la misma persona.

–Bueno, la única forma de saberlo es empíricamente. Y yo lo he podido demostrar muchas veces. Por ejemplo, la mezcla de ángulo y curva en tu letra g me dice que eres un recurrente seguidor del onanismo.

–¿De qué? –probablemente era la primera vez que yo escuchaba esa palabra.

–En fin, lo tuyo está claro pero espero que cuando conozcamos a Rosario me tengas que dar la razón con todo lo demás.

–Y lo de su padre, lo del tabaco… ¿no me digas que eso también te lo dice la letra?

–No, reconozco que eso es un poco más aventurado, pero bastante plausible, la verdad. Verás –cerró los ojos y se masajeó los párpados suavemente–, la chica escribe a mano en un buen papel con membrete. Lógicamente, se trata de un papel de médico, porque en el margen izquierdo, en letra pequeña como de costumbre, viene un número de colegiado. Con el carácter tímido y temeroso de la chica, no se atrevería a cogerle a su padre sus cosas, por lo que deduzco que su padre falta; si fuera hija de padres divorciados, probablemente tendría mayor inseguridad en su letra y cierta tristeza; ni las emes ni su firma me dicen eso, así que creo que el padre ha muerto. La chica es joven por lo que la muerte de su padre debe haber sido por accidente o por enfermedad. Si te fijas, el papel tiene algunos leves restos de ceniza y si te lo acercas a la nariz te llegará un ligero aroma de tabaco. Eso quiere decir que los dedos de la persona que manipuló el papel para meterlo en el sobre olían a tabaco. La chica fuma. Y si una chica tan joven fuma, con ese carácter tan introvertido, debe de significar su rebeldía; y su rebeldía es retar a la muerte con lo mismo que mató a su padre, el tabaco.

Me quedé sin palabras, como de costumbre, pero quise ver un atisbo de incertidumbre en su razonamiento y lo aproveché:

–Eso está un poco cogido por los pelos, ¿no? Quiero decir, puede que fume porque sí, como tantos otros jóvenes. Mi padre no ha muerto de cáncer y yo empecé a fumar.

–Sí, pero yo relaciono todos los elementos y llego a conclusiones generales –me rebatió–. No haría esas conjeturas si no supiera cómo es el carácter de la niña y si no hubiera deducido que su padre murió. Es como si tú ves a dos tíos salir de una oficina de un banco a la carrera y con un pasamontañas, ¿qué pensarías?

–Un atraco, claro.

–Claro, pero alguien podría ver simplemente a dos tíos con pasamontañas, sin fijarse en que salen corriendo de un banco y te dirían: “eso es aventurado, porque podría ser el rodaje de una película o unos tipos en Carnavales disfrazados de etarras o yo qué sé”.

La verdad es que cuando conocimos a la pequeña Rosario, todo lo que había adelantado Ernesto se correspondía con la realidad. Desde entonces, siempre he tenido muy presente que mi letra y mi firma pueden decir muchas cosas de mí (ni que decir tiene que cambié a la fuerza la forma de mi letra g). Fuimos a ver a nuestra joven clienta a su casa de la calle Génova. Al llegar al portal le pregunté a Mendoza:

–¿Qué piso es?

–Séptimo B –respondió.

hueco_escalera_ernesto_mendozaMe dio la risa. No tuve ninguna duda de que yo no iba a subir los siete pisos andando. Cogí el ascensor y esperé a mi compañero en el descansillo. Me fumé un cigarrito mientras esperaba y sonreí cuando empecé a escuchar su respiración entrecortada. Le faltaba el aire y me resultó agradable ver sufrir un poco a un ser que se sentía tan exageradamente superior al resto de mortales.

–Veintiséis bloques… –tomó aire porque le faltaba el resuello– de 13 escalones… en esta escalera… Muy interesante…

–De verdad que no entiendo la tontería esa de subir por las escaleras –le solté.

–Te voy a decir una cosa, niñato –me dijo muy serio, lo recuerdo perfectamente; se me acercó amenazante, a poca distancia, golpeándome con su dedo índice en mi pecho–. Cuando aprendas a no juzgar a los demás si no eres capaz de entender sus condicionantes, podrás decir que has madurado.

En ese momento no fui consciente de lo hipócrita que era aquello en boca de un tipo que criticaba la estupidez de todo el que le rodeaba en comparación con su inteligencia. En cualquier caso, me callé acojonado y le seguí, sin abrir la boca, hasta la puerta de nuestra clienta. Llamó al timbre. Esperamos, y rápidamente abrió una mujer de aspecto latinoamericano, con una especie de uniforme de servicio.

–Hola, soy Ernesto Mendoza –se presentó–; he quedado con la señorita Rosario.

La mujer nos invitó a pasar y nos llevó hasta un cuarto de estar, le pedimos un par de coca-colas y esperamos a que nuestra jovencita clienta apareciera. Yo no me atrevía ni a mirar a Mendoza de reojo. Cuando llegó la niña, la pequeña Rosario, nos saludó tímidamente; era una joven muy apocada. Nos acompañó hasta la habitación en la que descansaba su abuelo, entramos y le vimos allí, con un respirador, el goteo y todos esos cables que iban de su cuerpo a unas máquinas y de las máquinas a su cuerpo. Rosario se acercó a su abuelo, le susurró algo al oído y luego nos hizo un gesto para que nos acercáramos; así lo hicimos. La chica se inclinó hacia nosotros dando la espalda al lecho de su abuelo y en murmullo nos dijo:

–Le he dicho que sois periodistas, que estáis haciendo un reportaje sobre aquellos años, sobre desaparecidos en la Guerra Civil. No me creería si le dijera que alguien va a intentar ahora descubrir qué le pasó a su amigo.

Mendoza asintió y se acomodó en la silla que había junto a la cabecera de la cama del anciano. Comenzó a hablarle al oído. Luego el hombre respondió y comenzaron una larga conversación. Yo no podía oír a ninguno de los dos y me limitaba a mirarles a ellos y a Rosario alternativamente. La chica no era muy habladora, así que las casi dos horas que pasamos allí se me hicieron eternas. Me dio tiempo a que se me pasara y se me olvidara mi cabreo por su intolerable actitud. Para conocer algo más del caso, tuve que esperar hasta que bajamos los siete pisos andando (claro, esta vez no me resistí a acompañarle).

–Pues sí, Santi –empezó a contarme Ernesto en el primer tramo de escaleras–, este caso es ciertamente curioso. Todo ocurrió en julio de 1936….trece… Don Ignacio me ha contado toda la historia con un increíble lujo de detalles, qué memoria más prodigiosa… trece…

A pesar de los siete pisos de escaleras, de camino hasta la moto no le dio tiempo a contarme gran cosa. Me quedé con que Ignacio y Francisco habían sido amigos desde los 4 años hasta que comenzó la guerra y Francisco desapareció, a la edad de 15 años. Era el verano de 1936. Acababa de llegar la noticia del comienzo de la guerra cuando los amigos decidieron hacer un juramento de sangre. Francisco parecía muy preocupado porque si él faltaba, su madre y su hermana quedarían solas, sin un hombre en la casa y aquello le obsesionaba. Su padre había desaparecido de un día para otro y, aunque en el pueblo se rumoreaba que se había fugado con una malabarista de un circo que acampó en el pueblo una primavera, Francisco solía decir que se había ido a Moscú en misión secreta para el Frente Popular. A principios de agosto, Francisco llegó con una navaja y propuso lo del juramento de sangre. Cada uno se hizo un corte en la palma de su mano derecha y unieron la de uno con la del otro, entremezclando los fluidos, y jurando que si alguno faltara alguna vez cuidarían de la familia del ausente como si fuera la propia. Una mañana de agosto, la madre de Francisco fue a casa de los Fernández-Gancedo para buscar a su hijo. No estaba allí. Ignacio relató que se había despedido de su amigo la noche anterior, como siempre, y habían quedado en verse al día siguiente en el río para darse un chapuzón antes de comer. Pero Francisco no había dormido en casa. Todo el pueblo le buscó durante días. Pasaron más de seis meses hasta que Ignacio se dio por vencido. Preguntó en los pueblos cercanos. Nada. E Ignacio se encargó de la familia de su amigo. Cuidó a Doña Paca, su madre, y a Valentina, su hermana, con tanto esfuerzo y cariño que doce años después se casó con Valentina, que le dio siete hijos y, de momento, trece nietos, entre ellos la jovencita Rosario, y un bisnieto.

De camino a casa, dejé de pensar en el caso para meditar sobre la conveniencia de abandonar, de una vez por todas, mi vida en común con aquel personaje. Era evidente que su carácter me resultaba muy incómodo, con esa prepotencia, ese complejo de superioridad, esa insultante soberbia… Sin embargo, me había acostumbrado a un lujoso ritmo de vida gracias al dinero que me sacaba sólo por acompañarle y, hoy no me duele reconocerlo, lo cierto es que sentía que era un privilegio poder ser lo más parecido a un ayudante y, probablemente, a un amigo que aquel genio tenía.

Cuando llegamos a nuestro piso, le pregunté qué debíamos averiguar y qué pasaba por su cabeza.

–Pues tenemos que saber por qué diablos el amigo desapareció –me dijo–. Sólo hay dos posibilidades: voluntariamente, lo cual parece muy improbable dada la amistad que le unía a Ignacio y no le dijo nada; o a la fuerza… ¿pero quién y por qué fue entonces el responsable? –pareció meditar un segundo. Sin reparar en que yo seguía esperando una respuesta a mi segunda pregunta, se metió en su cuarto sin despedirse, cerró la puerta y comenzó a tocar estrepitosamente el saxofón.

Pensé que esta vez sí era imposible solucionar un asunto tan extraño sucedido casi 60 años antes.

El desenlace de El caso de los amigos de la Guerra Civil será publicado el próximo jueves, 13 de enero de 2011.