Antes no le interesaba la política pero desde hace unos meses está obsesionado con hacer la revolución y acabar con el sistema. He escuchado varias veces la canción que han escogido ustedes como banda sonora para esta semana La solitaria muerte de Hattie Carroll, de Bob Dylan, y me he dado cuenta de que sus gustos me ayudan bastante a describir a Ernesto Mendoza.

He descubierto que la canción narra la historia real –quizás algo tergiversada, según algunos– de un rico y joven terrateniente de Maryland que, completamente borracho, mató a golpes a una sirvienta negra una noche de 1963. La sociedad racista de la época ayudó a que la condena para el asesino fuera de tan solo seis meses y ni siquiera llegó a pisar la cárcel; la canción de Dylan se convirtió en un himno en defensa de la libertad y de los derechos civiles.

Ahora no sé muy bien qué libertades defiende Ernesto, pero lo cierto es que mi amigo ha vuelto de la residencia psiquiátrica con más ánimo revolucionario y está convencido de que la III República está cerca, una república laica en la que pueda tener su hueco un nuevo anarquismo.

-Los partidos, los políticos, el sistema… Todo es una basura, Santi –me dijo el otro día–. Lo del 15M va a ser una broma comparado con lo que viene, la vamos a liar.

-¿La vamos a liar? –le pregunté–. ¿Es que tú vas a hacer algo?

-La revolución no se hace sola, querido amigo –me contestó con suficiencia, como siempre–. Necesitamos líderes y yo estoy dispuesto.

-Sí, desde tu sofá masajeante, tu tele de 50 pulgadas y la mejor cocaína del mercado, ¿no?

-Y muchas otras cosas, Santi –me respondió con indiferencia–. Mira, ven un momento –me llevó hasta su cuarto y me señaló la pared del fondo–. ¿Sabes lo que es eso?

-¿El carro de heno? –pregunté casi con miedo al ver el tríptico, las tres tablas; su sonrisa orgullosa me contestó que sí–. ¿El auténtico?

Mendoza asintió y me condujo hasta la obra de El Bosco.

-No es solo El carro de heno, es un patada en las pelotas del sistema, es un símbolo de la lucha contra el poder.

-Pero, ¿cómo…? –yo ya no sabía ni qué preguntar.

El caso de El carro de heno comenzó hace unos meses, poco antes del brote psicótico que condujo a Ernesto a recluirse de nuevo en la residencia, pero viene a cuento no solo porque el sábado 14 de abril descubrí que el cuadro está en nuestra casa, sino por la relación con la Casa Real, que de forma tan apasionante se ha convertido en actualidad de primer orden en los últimos días.

Una tarde, a finales de noviembre si no recuerdo mal, apareció en casa un militar. Había sonado el timbre y yo acudí a abrir la puerta. Al otro lado, me encontré con un hombre de entre 50 y 55 años, vestido con uniforme azul oscuro.

-¿Don Ernesto Mendoza?

-No soy yo, pero acompáñeme, por favor –le indiqué que pasara al salón.

-Buenas tardes –se acercó mi amigo a saludar al recién llegado–. Soy Ernesto, ¿cómo está usted?

-Buenas tardes –el militar estrechó la mano que le ofrecía mi compañero de piso, dejó sobre la mesa su gorra y lo que portaba en las manos (una carpeta con papeles y un libro grande, de arte o de fotografía) y se sentó, tal y como le indicó Mendoza, en una butaca. Mi amigo y yo nos sentamos, como de costumbre, en el sofá.

-¿Qué le trae por aquí, general? –preguntó con su ampliamente demostrado conocimiento de la jerarquía militar y los galones.

-Se trata de algo delicado, señor Mendoza –de repente me miró con desconfianza antes de volver a hablar–. Preferiría que habláramos a solas, si no le importa.

-Pues sí me importa –respondió sin violencia, rompiendo el gesto que en ese momento me hacía levantarme para salir de allí–. Este caballero es como si fuera mi sombra, general. Lo que tenga que decirme a mí, se lo tiene que decir a Santiago Lucano.
Ernesto tiene estas cosas. Igual me insulta o me humilla hasta hacerme desearle todos los males como me defiende innecesariamente ante un desconocido con galones.

-Me temo que debo insistir, señor… –trató de presionar nuestro invitado.

-Me temo que si sigue así le pediré que se vaya de mi casa. Déjese de tonterías, general. No es la primera vez que trabajo para Su Majestad y probablemente por eso le han enviado a pedirme ayuda. Dígame qué le ha pasado al cuadro. ¿Ha desaparecido? ¿Lo han robado?

-¿De qué habla? ¿Cómo sabe que…? –he oído tantas veces esa pregunta y he visto tantas veces esa cara de sorpresa y miedo que desde luego no me llama la atención.

-Ahorrémonos las explicaciones, por favor, vaya al grano.

-No nos ahorraremos nada –se levantó bruscamente el general–. Le exijo una explicación. Cuenta usted con una información confidencial y debo exigirle que me diga quién se la ha revelado para tomar las medidas oportunas.

-Como quiera, hombre, no se ponga así –dijo Ernesto mientras apoyaba los pies en la mesa y se encendía un porro.

-¡Y ahora fuma! ¡Esto es el colmo!

-Tranquilito –respondió Mendoza con calma, aspirando tranquilamente el humo del canuto y expulsándolo formando aros que después chocaban contra la televisión–. Estoy en mi puta casa y hago lo que me da la gana. Si está usted reprimido porque ha sacrificado una brillante carrera militar por un despacho para hacer de recadero de Su Majestad, no venga a pagarlo con dos pobres ciudadanos en su casa. Yo aquí fumo marihuana, sí, y hasta le ofrezco una calada –hizo el gesto de entregarle el porro al general en una escena digna de Buñuel–, porque estoy en mi casa y hago lo que me sale de la plazoleta del capullo. Y si tantas ganas tiene de identificar al que me ha dado la información mírese al espejo, general. Usted me ha regalado toda la información.

-¿Qué? No me tome más el pelo u ordenaré que le detengan.

-¡Qué va a ordenar usted, buen hombre, si ya solo sirve para acompañar a la Reina cuando inaugura una feria! Siéntese y escuche la explicación que me ha pedido –le pidió con un gesto que volviera a la butaca, pero el general se negó–. Pues como quiera. Pero tenga claro que si un tipo con uniforme de general de división del Ejército del Aire, con su divisa con dos estrellas de cuatro puntas y bastón y sable aspados, llega aquí con aire marcial, sereno y con cierto secretismo es que sirve a una alta autoridad del Estado. Si viniera usted para abordar un asunto personal no mantendría el gesto altivo ni los hombros tan erguidos ni el ánimo sereno. Es usted un mandado y un general de división no puede ser mandado más que por unos pocos superiores. Pero sólo la más alta autoridad del Estado podría enviar para un asunto como éste a un oficial de tan alta graduación. Ni el jefe del Estado Mayor ni el Ministro ni un teniente general pedirían esto a un general de división.

el_carro_de_heno_el_bosco-Bien, eso puede ser, pero ¿cómo sabe lo del cuadro?

-A ver, general, llega usted con papeles y un libro de El Bosco. No creo que se haya pasado por una exposición en el Prado antes de venir a hacer un recado para… el jefe –el hombre, derrotado como tantos otros antes que él, como tantas veces yo mismo, se dejó caer de nuevo en la butaca–. Supongo que quiere enseñarme alguna lámina de la obra en cuestión. Dígame, ¿qué ha sido? ¿El Jardín de las delicias?

-No, peor –musitó el general.

-¿El carro de heno? –preguntó Ernesto sin disimular un extraño entusiasmo. El militar asintió con el gesto muy serio–. Cuéntemelo todo.

Y nos contó que la tabla, un tríptico en óleo sobre madera, había desaparecido del Museo del Prado. Les describiré los detalles y la resolución del caso la próxima semana. Todavía tengo que conseguir que Ernesto me resuelva algunas dudas, como por ejemplo qué diablos hace esa pieza de un valor incalculable en la pared de su dormitorio.

En esta ocasión no hay propuestas musicales, pero si quieren pueden enviarme sus sugerencias. Cualquier reflexión sobre el mundo animal, elefantes incluidos, también será bienvenida. Mírense a ver…

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