–¡Ja! –rió–. Así que al final he creado estilo en esta casa.

–¿Te has enterado? –le ignoré–. ¿Has oído lo de Bin Laden?

–¿Quién es ese?

–Ya, muy gracioso –rechisté–. Le han encontrado en Pakistán y le han matado, se lo han cargado.

–Ah, vaya, pobre. ¿Quién es?

–O-sa-ma-Bin La-den –le contesté todavía abrumado por el notición.

–¿Osama? ¿El presidente? No jodas.

–¿Qué presidente? No, en serio, Ernesto, que le han encontrado y se lo han cargado –repetí.

–Me parece fenomenal, Santi, pero no sé quién cojones es ese. ¿Es el presidente negro?

–No, joder, ese es Obama.

–Ah, Obama, Osama… son muy parecidos.

–¿Pero no estás impresionado? Diez años buscándole; el terrorista más buscado del planeta; y ya está, se lo han ventilado –mi indignación ante su falta de interés era creciente.

–Ah, un terrorista. Eso no lo trabajo, no me gusta. Alguna vez me han pedido ayuda en algún atentado, pero es que esa gente es difícil de entender, no puedo seguir la lógica normal y eso me despista.

osama–¡¡¡¿Cómo que un terrorista?!!! ¡¡¡Es el puto Bin Laden!!!

–Que sí, hombre, que sí, tranquilízate –bebió un sorbo de café y dio una suave calada al cigarrillo–. Un hijoputa muerto; brindemos –me ofreció su taza, pero mi perplejidad me impidió aceptar su invitación–. Bueno, pues no brindemos.

–No doy crédito –dijo mi indignación–. ¿Por qué me tomas el pelo?

–Que no, Santi, ¿cómo te lo tengo que decir? No sé quién es ese tío y además, no me interesa nada. Su vida no me afecta y su muerte menos. Me encantaría olvidar todo esto cuanto antes; ocupa un espacio en mi memoria que puedo necesitar para otras cosas.

Desde luego, Ernesto Mendoza es un personaje muy especial, capaz de sorprenderme cada día. Mientras escribo este capítulo, todavía dudo si me dijo la verdad, pero íntimamente creo que sí, que ignoraba quién era Osama Bin Laden y que realmente no le importa nada. En estas semanas me he fijado en que de los periódicos sólo lee los sucesos y las páginas de Cultura, no ve la televisión ni escucha la radio. Vive con la creencia de que la información que no le resulta útil es innecesaria y por lo tanto prescinde de ella. Cuando estaba a punto de volver a preguntarle si me estaba tomando el pelo, sonó su móvil. Era el inspector Calvo.

–El alcalde ha sido asesinado –me quedé petrificado–. ¡Vístete, coño! Nos vamos a la escena del crimen.

Salíamos juntos cuando le dio un ataque de pánico en las escaleras de casa, en el segundo tramo de trece escalones que había contado. Sí, sigue contando series de trece cosas cada dos por tres. Al principio empezó a faltarle el aire, respiraba mal y enseguida cayó desplomado y al tomarle el pulso comprobé que era demasiado débil. Pensé que era un infarto. Sentí no poder echar mano de una cafinitrina para dilatarle las arterias, pero enseguida abrió los ojos y me pidió que le subiera a casa, aunque fuera en el ascensor. Le arrastré como pude –no debe de pesar más de 50 kilos– y junto a la puerta de casa consiguió ponerse en pie, al cruzar el umbral pareció entrar en otro mundo, se recompuso completamente y me dijo:

–Ya está, ya pasó.

–¿Estás bien? ¿Estás seguro? –pregunté alarmado.

–Estoy perfectamente. Ahora me fumo un porrito y me tomo un gintonic y como nuevo.

Comprendí que no se tomaría en serio mis consejos como médico de tumbarse con las piernas para arriba y beber un poco de agua a sorbitos pequeños. Al contrario, le dejé liándose un canuto y con la botella de ginebra y una lata de tónica junto a una copa balón en la que ya había puesto un par de hielos y una rodaja de limón.

bloodMe pidió que no le dijera nada al inspector sobre nuestra implicación previa en el caso. De momento no quería que nadie, ni siquiera la Policía, supiera que semanas atrás habíamos sido contratados por el alcalde, ahora muerto, para investigar el asesinato de Daniel Blasco. Calvo me esperaba en medio de un despliegue impresionante. Había más policías de los que yo había visto juntos en toda mi vida; conté al menos 30 coches aparcados junto al parque infantil en el que había aparecido el cadáver del alcalde. El inspector me acompañó hasta el lugar exacto en el que descansaba el cuerpo tapado por una manta térmica. Empecé a hacer fotografías como un reportero de guerra en pleno bombardeo aliado. Al contrario que en el caso de Blasco, el cadáver aparecía vestido y cubierto completamente de sangre. En mi humilde opinión, aquel sí había sido el escenario del crimen. Debía captar cada detalle para mi compañero de piso. Me sorprendió no ver una marea de periodistas tratando de obtener algunas imágenes con las que luego ilustrar sus teorías conspiratorias y sus editoriales políticos cargados de acusaciones entre líneas y reproches al partido. Sólo algunos curiosos grababan con sus teléfonos móviles. Supongo que ese día la única noticia publicable era la muerte de Osama Bin Laden.

Cuando volví me lo encontré en su habitación. Por el cenicero pude saber que se había fumado cuatro porros y por el número de latas de tónica deduje que al menos se había servido tres gintonics. Tenía tres ordenadores encendidos –¡yo ni siquiera sabía que tenía 3 ordenadores!– y en cada uno de ellos tenía abiertas varias ventanas y en cada una de ellas parecía haber un juego de cartas.

–Estoy jugando al póquer –me dijo cuando me vio mirando las pantallas–. Doce mesas simultáneas. Hoy no se me está dando mal, estoy ganando unos 7.000 euros.

–¡¡¿Qué?!! ¿7.000 euros? ¿Euros de verdad o puntos o algo así?

–¿Cómo coño se va a jugar al póquer con puntos? Eso es como beberse un güisqui sin alcohol, como comerse un perrito sin salchicha, como fumarse un pitillo de esos con vapor de agua, como…

–Vale, vale, ya lo he entendido –le corté y cambié de tema–. ¿Cómo estás? –le pregunté como el chico que visita a su abuelo gruñón ingresado en el hospital.

–Estoy de puta madre. Aquí, en mi espacio, no tengo ningún problema. He salido con prisas sin tomarme nada y me ha dado el ataque, es normal –quiso tranquilizarme–. Es cuestión de química; si mi cuerpo no tiene las sustancias apropiadas para amortiguar mis neurosis, éstas mandan sobre mi cerebro que, por cierto, está completamente desequilibrado, que le vamos a hacer –hablaba con la naturalidad con la que el desahuciado asume su final inminente–. Bueno, vamos a lo importante –cerró todas las ventanas de las distintas mesas de póquer y nos fuimos al salón–. El alcalde está muerto. ¿Qué me traes?

–Bueno, he hecho muchísimas fotos, voy a descargarlas en el ordenador y las ves todas.

–Cuando te dije que me acompañaras en esta nueva época de nuestra vida, nunca pensé que nuestro primer caso juntos fuera a ser tan apasionante. ¿A que ya ni te acuerdas de la novia del guardia civil?

–Qué cabrón eres –le escupí con resquemor mientras conectaba el móvil a mi portátil–. No hace falta meter el dedo en la yaga.

–Si es que no te merecía, hombre. Además, a pesar de las teorías cristianas y hasta del estúpido de Aristóteles o el buen Rousseau, el estado natural del hombre es la soledad. Ni la vida en pareja ni la vida social satisfacen tanto al hombre como el egoísmo que llevamos dentro, impregnado en cada célula.

–¿Tú me has llegado a perdonar? –le disparé a bocajarro; se quedó pensando unos segundos, mirándome con una mezcla de indiferencia y sorpresa.

–Hagamos una cosa –me dijo tras beber un par de buenos tragos de su vaso–, lo hablamos esta noche. Me sueltas todos tus arrepentimientos o tus reproches, todas tus dudas o tus acusaciones, todos tus miedos o tus certezas. Así que deja el plan de ir a cenar con tu abogada y esta noche nos escupimos las verdades a la cara.

Una vez más sabía todo lo que hay a su alrededor. Yo me había organizado una cena con una vieja amiga del instituto que ahora es una abogada especializada en divorcios. Quería contratarla para que llevara mi separación de Rosa y, bueno, para qué negarlo, recuerdo que con 16 o 17 años una noche nos besamos y quién sabe si se puede retomar algo de aquello… Por supuesto, no tenía ni idea de cómo Ernesto había averiguado mi cita.

–Venga, mientras tanto tenemos mucho trabajo. Buscamos un asesino en serie y eso, como en las películas, es lo más divertido. Y nosotros acusando al pobre alcalde… –me pareció justo que mantuviera el plural aunque fuera para reconocer un error; somos un equipo.

teclado_ordenadorDescargué todas las fotos en el ordenador y dejé a Mendoza observándolas detenidamente. Había hecho más de 500 fotografías del escenario, del suelo, del cadáver… así que mi amigo estuvo más de dos horas mirando las imágenes. Yo aproveché para llamar a María, la abogada, y cancelar nuestra cena. Y después me quedé en mi cuarto pensando en lo extraordinariamente complejo que se estaba volviendo el caso del jefe de gabinete y que ya debía empezar a llamar el caso del asesino en serie. Luego se me ocurrió que el título más apropiado debía ser el asesino del parque infantil. Semanas después, los acontecimientos me harían ver que definitivamente esta investigación era, por derecho propio, la madeja más enmarañada a la que nos habíamos enfrentado. Cuando escogí para estos relatos el título que Conan Doyle había imaginado inicialmente para su primera novela, que sin embargo luego se llamaría Estudio en Escarlata, nunca se me habría ocurrido que sería la perfecta descripción de uno de los casos de mi amigo Mendoza; probablemente el caso más interesante de su carrera; al menos hasta ahora y al menos de los que yo conozco.

Volví al salón cuando ya había caído la noche y Ernesto seguía frente al ordenador murmurando solo.

–Qué curioso… –musitó para sí–, ha cambiado… pero…

Me acerqué y me senté a su lado para ver lo que estaba haciendo. Tenía una fotografía del cadáver del alcalde en la pantalla del ordenador y había escrito a mano un par de folios con anotaciones.

–¿Qué tienes? –le pregunté.

–Bueno, el asesino ha cambiado demasiadas cosas. Diría que quiere que parezca que no hay conexión con el asesinato de Blasco, pero no tiene sentido, porque ha dejado el cadáver en el mismo sitio: el mismo parque infantil, el mismo tobogán… no sé…

–¿Como si fueran dos asesinos diferentes?

–¡Sí, claro! –se le iluminó la cara–. Eso es, Santi, puede que haya dos asesinos.

–Qué estupidez, Ernesto, lo he dicho en broma.

–No, no es una tontería. Si es un crimen por encargo, puede que sean sicarios diferentes. Eso me llevaría a pensar que se trata de un tema de dinero, no un crimen pasional. Me jodería, eh. Pero bueno, incluso si hubiera sido por desamor puede que sean dos personas diferentes. Imagina que el alcalde mató a Blasco y su mujer le mató a él. ¿Cómo te suena eso? Porque no creo que una mujer sola pudiera haber arrastrado un cadáver hasta el parque infantil. Aunque ella es corpulenta y así se aprovecharía del asesinato anterior para simular la existencia de un asesino en serie. No es la primera vez que pasa. Algo parecido ocurrió en Francia en los ochenta.

–Venga ya, que parece una película.

–Tú has oído la famosa frase de que la realidad supera a la ficción, ¿no? Pues eso.

–Eh… ¿pero esto son conjeturas o ya tienes una teoría factible? –pregunté desconcertado.

–No, no… solo son conjeturas. Tengo demasiadas preguntas. Tenemos que hablar otra vez con todos, con la mujer, con el concejal Gómez, con la secretaria y hasta con la viuda de Blasco… Hay demasiados cabos sueltos –me miró con media sonrisa–. Reconozco que cuando me sale el vocabulario este peliculero estoy para abofetearme –se rió.

Parque_infantil–Pero… –pensé un instante–,si lo que cambia es solo que el muerto estaba vestido y lleno de sangre, puede significar simplemente que el asesino no ha tenido tiempo para desnudarle y limpiar la sangre.

–No, claramente no –respondió de forma contundente–. Lo poco que sabemos del asesinato de Daniel Blasco es que el crimen no se cometió en el mismo sitio en el que se encontró el cadáver. En este caso sí. El asesino ha cambiado completamente.

Tenía encima de la mesa los sobres con los anónimos amenazantes que había recibido el alcalde. Los cogió y me los enseñó.

–Y tenemos esto, que no me encaja nada bien. Casi el cien por cien de los que mandan cartas con amenazas nunca las cumplen. Reconozco que llegué a pensar que se los mandaba a sí mismo el propio alcalde para eliminarse como sospechoso –se volvió a fijar en la fotografía del cadáver que tenía en la pantalla de mi ordenador–. Pero la ropa del alcalde… –dejó en el aire.

–¿Qué?

–Parece como si la hubieran mojado. ¿Hay algún estanque o lago cerca del parque infantil?

–No que yo recuerde, pero eso lo podemos mirar en Google Earth.

–Buena idea. Hazlo –me acercó el ordenador–. Sería interesante saber dónde se mojó, Quizás intentaron ahogarle… o quizás… –se levantó y fue a su cuarto.

–¡¿Pero de dónde deduces que se mojó?! –le grité mientras parecía buscar algo en su dormitorio.

–¡Los pliegues de la ropa! –se acercó con un gran libro entre las manos, una especie de enciclopedia–. Si te fijas en la ropa tiene las marcas típicas de algo que se moja y después se seca sin planchar –hojeaba con rapidez, casi con avidez, las páginas de aquel libro que por lo que vi parecía una especie de vademecum–. Aquí está, la EMLA, una mezcla de lidocaína y prilocaína.

–¿Anestésicos tópicos? –pregunté al sentirme en mi terreno.

–Exacto. Se mezclan con agua para que la solución sea absorbida más eficazmente por la piel. Se me ocurre que un baño en EMLA quizás atontara al alcalde o le dejara sin fuerzas. Eso explicaría que pudieran subirle al tobogán todavía vivo y matarle allí.

–Por favor… –me parecía una herejía médica–. Las cantidades de anestesia deberían ser descomunales.

–Bueno, bueno, no rechacemos esa hipótesis. Le pediré a Jorge Calvo el informe del forense para ver si detectan altas dosis de lidocaína y prilocaína o cualquier otro anestésico. Quizás forma parte de algún ritual de tortura. Eso es: le llevaron hasta allí, atontado, anestesiado… –parecía improvisar–, y entonces le mataron allí, no opuso resistencia… ¿pero quién podría saber que esa anestesia actúa así? Y, sobre todo, ¿por qué hacerlo así y no pincharle un anestésico en vena?

–Mira, hay un pequeño lago junto al parque infantil –le enseñé la imagen de satélite que se veía en Google Earth.

–Bien, si en la autopsia no encuentran anestésicos, debió de ser allí donde se mojó, quizás le intentaron ahogar antes… y… ahhhh –se llevó la mano a la sien y mostró un mueca de dolor– me va a estallar la cabeza.

–Joder, tío, estás hecho un cuadro.

–¿Qué canciones vas a proponer para escribir este capítulo, el de la muerte del alcalde?

–Tres canciones relacionadas con la muerte, supongo –le contesté.

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–Pues que una de ellas sea Contigo, de Sabina –me dijo Mendoza–. Escuché esa canción por primera vez en la cárcel y enseguida pensé que la muerte, efectivamente es la gran prueba de amor. Si alguien es capaz de morir por amor, eso sí que es amor de verdad. ¿Te imaginas la cantidad de dopamina, noradrenalina y otras sustancias que un cuerpo debe generar para llegar a matar sin un móvil concreto? ¡¡¿Y te imaginas –me preguntó emocionado– el volumen descomunal de dopamina que hay que tener para morir por amor?!! –volvió a llevar la mano a la sien mientras su cara reflejaba un intenso dolor.

–¿Estás bien? –le pregunté, preocupado.

–Estoy hecho una mierda, pero ten en cuenta lo que te he dicho: Contigo, de Sabina. Dice algo así como matarme contigo si te mueres y morirme contigo si te matas. Si te fijas, la expresión de la cara del alcalde no es de angustia, ni de violencia, es de paz, probablemente también ayude lo de la anestesia, si se confirma, pero en ese cadáver yo veo tranquilidad. Creo que quien le mató le hizo verdaderamente feliz. Ya que había muerto su amor, él estaba contento por morir también, como Romeo y Julieta. Se levantó y se fue a su habitación sin decir ni mu.

Yo me fui a mi cuarto y busqué en Youtube la canción que me había recomendado. Al escucharla me pareció, efectivamente, una bonita letra, muy lejos de las almibaradas canciones de amor típicas y me alegré cuando resultó la más votada por los lectores. Mientras escribo esto la estoy escuchando de nuevo y desde luego tiene un trágico juego de palabras en el estribillo:

«Lo que yo quiero, corazón cobarde,
es que mueras por mí.
Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres,
porque el amor cuando no muere mata,
porque amores que matan nunca mueren».

 

Después fui a buscarle a su cuarto, preocupado por su estado, y le encontré esnifando una raya.

–No me puedo creer que sigas con eso –le reproché–, ¿no me habías reconocido que estás hecho mierda por culpa de las drogas? No seas mamón –le rogué.

–Ya estoy desahuciado, Santi –me dijo tras aspirar profundamente por la nariz notándose las fosas nasales despejadas por el veneno que se acababa de meter–. Antes me metía de todo para disfrutar, para generar dopamina; ahora me meto lo que pueda para no sufrir mucho y para no acabar pegándome un tiro y terminar con todo –me pareció que no bromeaba en absoluto–. Bueno, hablando de sufrir –cambió de tercio–, tú querías hablar de tus miedos sobre lo que pasó hace años, ¿no?

–Eh… –me quedé un poco bloqueado–, eh…

–Aunque me encanta ver sufrir a la gente, te lo voy a poner fácil –me ayudó–. Los años que pasé en la cárcel no fueron malos, todo lo contrario. Una vez superado el monazo que tuve los tres primeros días, aprendí a ganarme a los presos más interesantes y a los guardias clave. Pude tener acceso a conversaciones fundamentales para mi tesis con decenas de asesinos, autores de crímenes pasionales que se abrían sin ningún pudor a contármelo todo. Y encima me metí más mierda en el cuerpo que fuera de la cárcel, porque aquello es un verdadero mercado de la droga, mucho más fácil de conseguir en prisión si tienes los contactos y el dinero suficiente. En fin, no sé si esto te tranquiliza.

–Eh… –estaba confuso–. No sé. Yo te hice una cabronada.

–Mira, vamos a brindar. ¡Coño, pero si no estás bebiendo nada, joder!

–Sí, la verdad es que lo necesito –confesé.

johnnie_walkerNos fuimos hasta el salón de nuevo, cogí un vaso y saqué la botella de Johnny Walker, me puse un chorrito de güisqui solo, sin hielo ni agua ni coca cola ni nada. Lo bebí de un trago y me puse otro. Brindamos.

–Fue una cabronada –repetí, volvimos a brindar y me bebí aquel segundo vaso. Me serví un tercer trago–. Lo único bueno es que después de todos estos años martirizándome, con la mala conciencia que arrastro, me has dado la oportunidad de quedarme en paz.

Mendoza se quedó callado, con la mirada perdida y me temí que estuviera buscando las palabras exactas y el momento adecuado para darme la estocada final; pensé que era como el torero que está agitando suavemente la muleta para cuadrar al toro antes de entrar a matar, se coloca levantando el talón del pie izquierdo, alza el estoque con la mano derecha y…

–Eres el puto amo –me soltó como si fuera Josep Guardiola hablando de Mourinho–. La culpa y el miedo, claro, otros dos buenos amigos del criminal. Quizás el asesino fue descubierto por el alcalde, quizás la asesina –imagino que se refería a su mujer– no pudo soportar la culpa y le confesó el crimen. “Lo hice por ti”, le diría, y él no lo entendió y quería delatarla y debía morir. Quizás ella le llevó hasta el lugar del crimen para confesar cómo lo hizo, cómo dejó allí el cadáver y cuando el alcalde le dijo que iba a denunciarla, le mató. Puede ser…

Yo estaba desorientado. Parecía que la conversación sobre mi traición del año 95 se había terminado y me di por satisfecho. Me recompuse y recapacité rápidamente sobre lo que me acababa de decir.

–Entonces… ¿ahora piensas que hay un único… bueno, una única asesina?

–Tal vez, tal vez… Estoy perdido… ¿Qué pasa aquí? Estoy perdido… –se quedó pensando, se levantó y se fue a su cuarto; cerró la puerta y no volvió a aparecer. Y allí me quedé yo, no sé, más de media hora, meditando sobre mi conciencia. Intenté convencerme de que debía sentirme en paz conmigo mismo y en paz con Ernesto. Él no guardaba ningún rencor.

Volvieron a pasar varios días sin que tuviera noticias de Mendoza, hasta que un lunes por la tarde el muy canalla interrumpió una de las mejores juergas eróticas que he vivido nunca con una mujer de curvas inabarcables y virtudes sobrehumanas en el terreno del placer. Y todo para contarme su teoría sobre la inocencia del director gerente del Fondo Monetario Internacional, que había sido detenido en Nueva York acusado de violación, agresión sexual y no sé qué más. Me quedé con el palo de la bandera enhiesto, escuchando su estúpida teoría sobre un complot contra Strauss-Kahn y deseándole una dolorosa y temprana muerte mientras aquella rubia sacada de un sueño imposible se vestía apresuradamente.

 

Santiago Lucano publica cada viernes un capítulo de El caso de la madeja enmarañada, una nueva aventura de Ernesto Mendoza. El autor propondrá al final de cada capítulo varios temas musicales para que los lectores escojan la banda sonora de este relato. Se podrá votar desde el viernes en que se publique un capítulo hasta el martes siguiente y se contabilizarán los votos realizados a través de Facebook, los comentarios publicados en cada capítulo y los mensajes al mail de Santiago Lucano.

Propuestas para el capítulo 7:

A) Crazy (Aerosmith): http://www.youtube.com/watch?v=NMNgbISmF4I 

B) You can’t always get what you want (Rolling Stones): http://www.youtube.com/watch?v=toiM1B6E2ww

C) Piece of my heart (Janis Joplin):