–Un cuerpo para el pecado, Santi –me la describió Ernesto y no reconocí a mi compañero de piso en aquel comentario; los piropos a las mujeres no eran precisamente habituales en él.

Yo había llegado a casa con un plan de asalto diseñado en varias horas de trabajo. Quería pillar a Mendoza, pretendía hacer que se equivocara en una de sus deducciones y disfrutar con el fiasco. Solo buscaba una pequeña cura de humildad. Pagué a un actor llamado Jorge Gardel para que representara un papel: debía llegar buscando al infalible investigador con el objetivo de contratarle para descubrir al asesino de su hermano. Inventamos una historia: su hermano había muerto en accidente de tráfico; los análisis dijeron que su tasa de alcohol en sangre era más del doble de la permitida (que en aquella época era bastante más alta que hoy en día, por cierto); pero Jorge debía decir que su hermano nunca bebía alcohol, por lo que su conclusión es que había sido asesinado. Era inspector de Hacienda, así que enemigos no le faltaban. Además, el actor debía llegar con lo que denominé “pruebas falsas”: elementos de su vestuario que llevaran a Mendoza por deducciones equivocadas (unas iniciales en la camisa, manchas de barro, etcétera). Habíamos quedado en que llegaría sobre las siete. Eran las 18:45 aproximadamente cuando yo entré por la puerta y me encontré a Ernesto con aquella chica.

–Hola, Santiago –me saludó mi compañero–. Ven, te presento a Diva. Es una buena amiga; le ha surgido un problemilla y vamos a tratar de solucionárselo, a ver si somos capaces –dijo con una sombra de modestia desconocida en él.

–Encantado –me acerqué para darle dos besos, aunque podría haberle dado dos docenas.

–Justo estaba despidiéndose –explicó Mendoza mientras le ayudaba a ponerse la cazadora roja.

–Debo irme a clase–se excusó entre sonrisa y sonrisa–. Estudio Psicología.

Mendoza me miró con desgana e hizo un gesto que venía a decir que nadie es perfecto, ni siquiera ella.

Diva nos lanzó un beso desde la puerta y se fue, dejando su perfume en todo el salón y su recuerdo en nuestras mentes calenturientas. A continuación me lanzó su breve descripción de la chica:

–Un cuerpo para el pecado, Santi –después hizo una leve pausa, se relamió el labio superior y mirando hacia otro lado me dio aquella otra información para hacerme trastabillar–. Es una emprendedora del sexo.

–Eh… ¿te refieres a que es una… una puta?

–Bueno, esencialmente es actriz porno pero también ha abierto un sex shop y además a gente de confianza como yo nos permite gozar de sus habilidades sexuales por un precio razonable.

Como era perfecta no me extrañó demasiado que fuera de pago, igual que no me habría extrañado que hubiera sido de cartón piedra. Era sin duda el cuerpo más espectacular que un hombre podría desear. Aquel día en el que la conocí no iba casi maquillada, apenas esos labios rosas y algo de rimel; vestía con discreta normalidad: unos vaqueros roídos y una camiseta blanca algo ajustada, el pelo negro recogido en una coleta y, eso sí, unas botas muy sensuales por encima de los pantalones.

–Pero… –dudé un instante ante lo que mi compañero me acababa de revelar–, yo pensaba que tú no tenías relaciones con mujeres…

–Tú sabes que yo soy alérgico al amor y todas esas estupideces, ¿verdad? –yo asentí tímidamente sin saber a dónde me quería llevar–. Pero todos los hombres tienen unas necesidades fisiológicas. La química, de nuevo; las jodidas hormonas. Uno tiene que vaciar la próstata de vez en cuando –hizo una pausa casi simbólica–. Pues Diva me vacía la próstata… ¡y me genera dopamina! –me gritó en medio de una sonora carcajada–. Pero nada de amor, eh, ni de coña.

ernesto_mendoza_actriz_pornoMendoza me explicó que recurría a los servicios de aquella preciosa mujer desde hacía más de dos años. Al principio de sus estudios sobre la química del enamoramiento sus investigaciones le habían llevado a contactar con un director de cine porno que tenía una teoría parecida a la de Ernesto, pero sin barniz científico: “Lo que mueve el mundo es el sexo; lo único que quieren los tíos es follar lo máximo posible y lo único que quieren las tías es que las follen lo mejor posible, aunque lo disfracen de amor; y todo se explica así”. Siento el lenguaje, pero son las palabras del director. Una vez introducido (con perdón) en el mundo de la pornografía, Mendoza mantuvo contactos –en términos informativos y en el sentido más puramente sexual– con varias actrices del sector hasta que se encontró con Diva. Le costó varias semanas que ella le aceptara como cliente. Bueno, todo eso es lo que contaba mi compañero de piso; tengo ciertas dudas sobre la veracidad de la historia, aunque tampoco se me ocurre con qué objetivo podría Mendoza inventarse algo así. Además, a pesar de que Mendoza decía que su precio era razonable y aunque no tengo ni idea de las tarifas de las meretrices, imagino que los servicios de Diva no debían de ser baratos. Así que encajaba el hecho de que, a pesar de su capacidad para generar ingresos, no podía permitirse el pago de un alquiler para él solo: entre el sexo y las drogas probablemente le quedaba poco dinero para otro tipo de gastos. Me contó que no le gustaba llevar a la chica a casa; iban a un hotel. No quería que nadie entrara en su espacio privado. Lo contaba todo sin pudor alguno, sin vergüenza, con la misma naturalidad con la que me hablaba de sus partidas de póquer o de sus reuniones con los responsables de Mensa en España para escribir una revista llamada Carrollia, en honor de Lewis Carroll.

Pero Diva tenía un problema y había acudido a Ernesto para pedirle ayuda, no para desnudarse. Por eso yo la había encontrado en casa. Al parecer, alguien se había dejado olvidado un maletín en el plató que estaban utilizando para grabar varias escenas de la película “Semental, querido Watson”. Era un portafolios de piel, de esos con cerradura de seguridad y contraseña. Después de la ducha de final de rodaje, Diva, que además de la actriz principal era la productora ejecutiva, se acercó hasta el plató para preparar las cosas del día siguiente y entonces vio el maletín. Pensó en dejarlo allí para la mañana posterior, pero el presupuesto no daba para una script girl y no se quería arriesgar a que el maletín apareciera en alguna escena de la película como por arte de magia; además, ya había cerrado todos los despachos y guardado las llaves, así que se lo llevó al coche y lo dejó en el maletero. Al día siguiente, al llegar a los estudios Diva descubrió que alguien había entrado por la fuerza y había revuelto todo. Las cerraduras de las taquillas estaban forzadas; todo el vestuario del rodaje –escaso– estaba por el suelo; los cojines de los sofás estaban rajados; en la parte del decorado del despacho de la inspectora Sheila Holmes habían destrozado la mesa bajo la cual debía grabarse la escena de sexo en solitario. Aquello nunca había pasado antes y a Diva sólo se le ocurrió que quien hizo todo eso andaba buscando el dichoso maletín. Y pensó en Mendoza. Y se fue a verle inmediatamente con el maletín.

Mientras Ernesto me contaba todo eso se fue hacia su cuarto para enseñarme el attache que le había llevado Diva y en ese momento sonó el telefonillo. Me acerqué a contestar:

–¿Quién es? –pregunté.

–Estoy buscando a Ernesto Mendoza –reconocí la voz de Jorge Gardel al otro lado. Me había olvidado de él. Pulsé el botón para que pudiera entrar en el portal, dejé entreabierta la puerta de casa y me fui de nuevo al salón.

–¡Creo que es un cliente! –le grité a mi compañero, que salía de su cuarto con el maletín.

–Bueno, lo ventilaré enseguida. Cómo me jode la gente que viene sin cita previa –se quejó.

Dudé. No sabía si interceder para que recibiera de buena gana a Jorge o callarme. Hice lo que pensé que habría hecho si no hubiera sabido quién estaba a punto de entrar: mantener la boca cerrada. Y llegó el actor.

–Hola, ¿se puede? –entró.

Mendoza salió a recibirle con gesto serio.

–¿Qué hace usted aquí, caballerete?

–Ah, Mendoza –dijo Jorge–, necesito su ayuda. Mi hermano, Pablo Herranz, ha sido asesinado y… –le hice un gesto para que se calmara un poco, iba muy acelerado–. Necesito que me ayude a demostrar que le mataron.

–Anda, anda… –dijo Ernesto mientras le agarraba del brazo y le llevaba a tirones hasta la entrada–. No me hagas perder el tiempo, payaso, que no sé ni de qué vas disfrazado –cerró la puerta de casa con Jorge y su cara de asombro al otro lado.

–¿Pero qué has hecho? –le lancé sin disimular mi indignación.

–Era un farsante, un trabajador del circo, probablemente –respondió mientras volvía a coger el maletín y me lo acercaba–. ¿Qué crees que puede haber aquí dentro? –me lo entregó.

–¿Cómo que un farsante? –dejé el maletín sobre la mesa del salón–. ¡Ha hablado de un asesinato, Ernesto! ¿No querías investigar asesinatos?

–A ver, Santi, yo te aprecio, pero ese afán que tienes por hacerme perder el tiempo… sinceramente, no te enfades, que luego enseguida te cabreas, pero es que me tocan mucho los cojones tus numeritos.

–¿Numeritos? Pues que sepas que no es un trabajador del circo. Piiiiiiii –traté de imitar el ruido que indicaba un error en los concursos de televisión.

–Ya estás haciéndome perder el tiempo, tío, qué pesado eres. Vamos a ver, para acabar con este asunto cuanto antes: tu amiguito ha venido disfrazado de imbécil, así que o es imbécil de verdad o es un payaso disfrazado de imbécil entrenándose para su próxima actuación en el circo. Si tú dices que no trabaja en un circo entonces claramente es un imbécil.

–¿Ah, sí? –le pregunté abriendo la boca cuando no debía, aunque no fui consciente hasta dos minutos después.

–Bueno, pues venga; te digo lo que pienso. Si me equivoco, ya has conseguido tu propósito y te descojonas; si no, espero que sea la última vez que organizas algo de esto.

Hice un gesto ambiguo que podría interpretarse como un asentimiento.

–Bien –inició Mendoza su argumentación–, yo he visto lo siguiente. El niñato este ya te conocía, porque viéndonos a los dos se ha dirigido a mí por mi nombre, sin dudar que tú no eras yo. Pero no sólo te conoce sino que ha venido siguiendo tus instrucciones, como demuestra el hecho de que después de un simple gesto tuyo ha dejado de hablar atropelladamente. Y al terminar cada frase te miraba buscando tu aprobación. ¿Su disfraz de payaso? Verás: tiene manchas de barro en los pantalones, pero curiosamente no en los zapatos. Además, las salpicaduras estaban en la pernera izquierda en un sentido y en la derecha en el otro. Eso quiere decir que o bien se ha metido en dos charcos de barro a la pata coja y en cada uno ha usado una pierna, lo cual suena bastante absurdo, la verdad, o se ha provocado esas manchas para mejorar su disfraz de imbécil. ¿Más detalles? Lleva una camisa con las iniciales J. M. Entonces, o no se apellida Herranz como su hermano o esa camisa no es suya. Va completamente desaliñado en canto a la ropa, pero perfectamente peinado y afeitado y lleva un reloj muy caro que no parece acorde con su vestuario. Puff, me agota esto, Santi. No sé por qué le haces a este pobre chico, comprometido con una jovencita francesa de buena familia para casarse dentro de unos meses, que pierda la dignidad de esta manera. Espero que si de verdad no es un payaso al menos sea actor; el caso es que una vez perdida la vergüenza, al menos que le saque algo de dinero a esto… ¿Le has pagado, Santi? Dime que por lo menos el chico ha cobrado algo…

–Eeeehhh… –me sentía petrificado por la impresión y por la frustración de sentirme cazado–, ¿cómo cojones sabes que se va a casar? ¡Eso no lo sé ni yo!

–Pues la próxima vez que le veas para pedirle perdón por hacerle pasar este ridículo tan lamentable le preguntas si su chica se llama Jacqueline, Jeannette o algo por el estilo. Creo que el reloj que lleva, el de la petición, es más de una Jacqueline –aquel último comentario me pareció completamente gratuito, ¿cómo diablos iba a haber unos relojes más apropiados que otros para ser regalados por una chica con un nombre determinado?–. Y ahora espero que me dejes concentrarme en el maletín que me ha traído Diva–lo cogió de dónde yo lo había dejado dos minutos antes y me lo entregó–. ¿Qué te sugiere?

Me recompuse como pude. Sin duda, le preguntaría a Jorge Gardel por todo aquello. Y si me confirmaba que se iba a casar en breve con una chica francesa llamada Jacqueline, daría por terminados mis intentos de engañar a Ernesto. Podrá parecer mentira, pero cuando llamé al actor para comentar el asunto, me confirmó que en cinco meses se casaría con Jeanne Moureau, una actriz parisina con la que vivía desde hacía varios años.

rodaje_porno_ernesto_mendoza–Dime, ¿te sugiere algo el maletín? –me sacó Mendoza del atontamiento en el que me había instalado.
Juro que me esforzaba por estar a la altura, por adelantarme a la lógica de Mendoza y observar todo lo que se me presentaba a los sentidos. Sin embargo, yo veía un maletín normal; era elegante y probablemente muy caro, pero no me decía nada.

–Pesa mucho –fue todo lo que se me ocurrió decir.

–Sí, ¿verdad? Eso me ha chocado a mí también. Está claro que ahí dentro hay algo más que papeles.

–¿La chica te ha contado algo anormal en el rodaje de ayer? ¿Alguna visita a la que podría relacionar con el maletín? –sugerí, crecido por no haber metido la pata a la primera.

–No. Diva me dijo que fue un día normal con la gente de siempre. En el plató entraron dos actores y dos actrices, el director, el técnico de sonido, dos cámaras, un fotógrafo y la maquilladora. Ella dice que nadie más pudo entrar así que alguno de ellos tuvo que dejar el maletín.

–¿Qué puede ser tan valioso como para destrozar todo en su busca? –pregunté.

–Algo muy valioso, sí señor.

–¿Tienes alguna teoría?

–Tengo demasiadas teorías plausibles. Hay demasiadas cosas que no puedo descartar, así que necesito más información. Estoy seguro de que el dueño del maletín volverá para intentar recuperarlo. Esperemos.

–¿A qué?, ¿a que destroce de nuevo el plató del rodaje?

–No, eso ya lo ha hecho. Imagino que aparecerá por el rodaje con cualquier excusa absurda –se quedó pensando un momento y de repente me miró con un brillo especial en los ojos–. Toca trabajo de campo. ¿Me acompañas al rodaje?

El próximo jueves, 20 de enero, Santiago Lucano publicará en hoyesarte.com la segunda parte de El caso de la actriz porno y el maletín perdido, última aventura de Ernesto Mendoza.