Capítulo 1. I’m burning

Y si tuve miedo fue porque pensé que Mendoza podía convencerme de hacer aquella locura. Horas antes ya me había dado cuenta de que aquel podía ser uno de esos días en los que todo sale mal, uno de esos días en los que se suceden los acontecimientos negativos y la dinámica hace que parezca imposible que pase algo bueno. La lluvia que golpeaba rabiosamente la ventana me había despertado varias veces durante la noche; por la mañana en la ducha falló el agua caliente y tuve que aclararme el jabón con agua fría; con el ansia de beber el primer café, la taza se me resbaló y se cayó al suelo, dejando la cocina llena de café con leche y trocitos de porcelana que simulaban ser bañistas en el Mediterráneo; el coche no arrancó y después de perder más de 20 minutos intentando arreglarlo me vi obligado a coger el abarrotado metro. Como llegué tarde a la consulta, todos los pacientes, casi sin excepción, se quejaron por las esperas. Para compensar su malestar, y a pesar de que me supuraba cansancio y mal humor,intenté resultar especialmente simpático; salía hasta la puerta con la lista en la mano para llamar personalmente al siguiente, les sonreía y les saludaba como si me interesaran de verdad sus vidas. Lógicamente no conozco a todos mis pacientes; algunos vienen de forma recurrente y a otros creo que sólo los he visto una vez. Cada día hay alguno nuevo. Aquella mañana lluviosa y desagradablemente gafe de enero atendí a un hombre con síndrome de Down que venía a verme por primera vez. Le acompañaba una anciana, que pensé que era su madre, y ambos entraron en mi despacho.

centro_de_salud–Buenos días, Sr. Torres, ¿qué tal está? ¿Qué le trae por aquí? –le pregunté tratando de parecer especialmente amable.

–No, no… no… –tartamudeaba el hombre–, no me hable co… co… como si fuera tooo… to… tonto, señor.

–¿Por qué dice eso? –me indigné, aunque lo cierto es que le hablaba como lo habría hecho a un niño–. Sólo trataba de ser amable.

La anciana de gafas de culo de vaso le susurró algo al oído al que podría ser su hijo y éste me habló:

–Se le ha… ha… ha caído el caaaa… ca… café, señor médico –me dijo; la mujer le siguió hablando al oído y él parecía reproducir lo que oía–. Ha dormido po… poooo… poco –hizo una pausa mientras escuchaba de nuevo a la mujer.

–¿Pero qué dice? –pregunté indignado ante semejante ataque a mi intimidad–. ¿Me ha estado siguiendo? –inmediatamente supe que la pregunta era estúpida; miré a la mujer y mi cerebro me hizo musitar lo único que tendría sentido–. ¿Mendoza?

–Je, je, je… –se rió el Sr. Torres con un tipo de risa nerviosa y gutural–. Y le recuerdo que tie…tie… tiene que ir al gimna… naaa… nasio a recuperar sus zapatos olvidados, se… se… señor médico –la anciana le volvió a susurrar algo.

–Oiga –había resistido lo que había podido, pero no aguanté más–. ¿Podría dejar de hacer eso? –miré a la mujer fijamente a través de sus enormes gafas, quería ver los rasgos de Ernesto Mendoza que estaba buscando; si era él con uno de sus disfraces, algo de aquella extraña situación podría empezar a tener sentido–. ¿Ernesto?

–De… de… debería tooo… tomarse vacaciones, señor mé… mé… médico –dijo Torres–. Se le nota mu… mu… muy cansado.

–¿Mendoza? –repetí mirando a la anciana y esta vez para que se me oyera, tratando de adivinar en aquel rostro de octogenaria a mi antiguo compañero de piso oculto.

–¡Ayyyyyyy! –gritó de repente el Sr. Torres.

–¿Qué le pasa?, ¿qué le pasa? –pregunté alarmado.

–Se me ha olvida… da… dado decirle una cosa, señor médico –se metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacó un sobre arrugado. Lo trató de alisar con sus manos, con escaso éxito, y me lo entregó–. Tengo que darle esto de parte de un aaa… a… amigo.

Tomé el sobre, lo abrí y saqué una cinta de cassette, una tdk de 60 de principios de los noventa en la que estaba escrito a boli “Los Burning”. Identifiqué inmediatamente mi letra; sabía que aquella era un cinta que me harté de escuchar durante la carrera, qué recuerdos… Miré desconcertado a aquel hombre.

–Explíqueme esto, por favor –le pedí.

–Es una cin… ciiin… ciiinta, señor médico –me soltó el cachondo de Luis Torres.

–Eso ya lo veo –le respondí con displicencia, con un complejo de superioridad que me impedía darme cuenta de que me estaban tomando el pelo. Porque a muchos nos puede parecer que una persona con síndrome de Down es tonta hasta que conoce a alguien como Luis Torres.

–Es del señor Men… Men… Men… Men…

–¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! –grité nervioso–. ¿De qué le conoce? ¿Por qué no ha venido él?

–Mendoza –me dijo, como si se hubiera incomodado al no poder terminar su frase anterior. La anciana volvió a susurrarle al oído y terminó con mi paciencia.

Physician–¡Bueno, ya está bien! –me puse de pie violentamente–. Usted, cállese –me dirigí a la señora sin ningún respeto y acompañando mis palabras con el dedo índice de mi mano derecha, que le apuntaba amenazante–. Y usted, señor Torres, ¡¡dígame qué diablos quiere que haga con la cinta!!

–No sé, se… se…señor médico, supongo que po…pooo… ponerla en un radiocassette.

No me senté, me desplomé sobre mi silla. Apoyé los codos en la mesa y me tapé la cara, exhausto.

–Váyanse, por favor –murmuré casi sin fuerzas. Miré entre mis dedos y vi que la pareja no se movía. Me quité las manos de la cara y les miré completamente entregado–. Se lo ruego, de verdad; hoy no es un buen día.

–Lo sé –dijo Torres–. Ha dooo… doo… dormido mal; se duchó con agua frí… frí… fría. Y el coche no a… a… no arrancó.

–¿Cómo sabe todo eso? ¿Qué es lo que quiere? ¿Quién es usted? ¿Por qué no ha venido Mendoza? –y entonces pensé “cómo he podido ser tan idiota”. Me di cuenta de que no debía fijarme en la anciana para encontrar a Ernesto, sino en el señor Torres. Su capacidad para cambiar la voz era tan grande como sus dotes para el disfraz–. ¿No será usted, señor Torres, por un casual, don Ernesto Mendoza? Creo que ya me has tomado el pelo suficiente –le dije recuperando la sonrisa.

–No, señor mé… mé.. médico. Mi nombre es Luis Tooo… To… Torres. Mendoza me dio esta carta  pa… paaaaaa… para usted–volvió a sacar un sobre arrugado de su abrigo y de nuevo trató de alisarlo sin mucho éxito.

Me entregó la carta y a continuación se levantaron tanto él como su extraña acompañante. La señora mantuvo su falta de comunicación hacia mí, mientras Torres se despidió con un escueto “Adiós” sin tartamudear. Y yo me entregué a la lectura:

“Querido Santi:

Espero que sepas disculpar el pequeño teatrillo que me he visto obligado a organizar para que me hicieras caso. Llevo varios días intentando hablar contigo y no hay manera de que me cojas el teléfono ni me devuelvas las llamadas. Y necesito tu ayuda. Y creo que tú necesitas la mía. Vives una aburrida vida de médico de atención primaria sin aspiraciones, el Gobierno te ha bajado el sueldo, como a todos los funcionarios de este país, y, tal y como sospechas, tu mujer te la pega con un guardia civil desde hace meses. Te ofrezco la posibilidad de cambiar tu aburrida y frustrante vida por una aventura permanente de investigación y extraordinaria remuneración. Sé cómo eres y por eso sé que eres la única persona que puede ayudarme y generarme confianza. Te necesito, Santi. Ahora mismo hay muchos asesinos sueltos y tú y yo los vamos a coger. Te espero en Oh! Mandril; ya sabes dónde está.

Mendoza”

Si tuviera que transcribir mis pensamientos mientras leía cada frase, creo que podría haber sido algo así:

“Querido Santi:

Espero que sepas disculpar el pequeño teatrillo que me he visto obligado a organizar para que me hicieras caso. Llevo varios días intentando hablar contigo y no hay manera de que me cojas el teléfono ni me devuelvas las llamadas. [Lo cierto es que le había estado evitando porque pensaba que se iba a quejar por mis relatos en hoyesarte.com o que iba a criticar su redacción o a proponer cambios estilísticos. No quería discutir con él]. Y necesito tu ayuda [Pues ahora el servicio de mototaxi no está disponible]. Y creo que tú necesitas la mía. Vives una aburrida vida de médico de atención primaria sin aspiraciones, el Gobierno te ha bajado el sueldo, como a todos los funcionarios de este país, y, tal y como sospechas, tu mujer te la pega con un bombero desde hace meses [Todo es cierto, pero se hace más duro cuando alguien te lo dice y encima lo ves escrito]. Te ofrezco la posibilidad de cambiar tu aburrida y frustrante vida por una aventura permanente de investigación y extraordinaria remuneración [Normalmente las promesas de vida fácil tienen truco o simplemente son mentira]. Sé cómo eres y por eso sé que eres la única persona que puede ayudarme y generarme confianza. Te necesito, Santi [Dudo si es una simple broma, una tomadura de pelo o un plan para vengarse de mi traición de hace 15 años]. Ahora mismo hay muchos asesinos sueltos y tú y yo los vamos a coger [Muchas películas ha visto Mendoza para decir eso o se cree que he visto yo para creerme eso]. Te espero en Oh! Mandril; ya sabes dónde está. Mendoza.”

Miré la lista de pacientes que aún me quedaban. Era interminable. Decidí avisar de que debía salir urgentemente por un asunto personal grave y pedir que derivaran mis pacientes al doctor Ferrando. Tuve que enfrentarme a una de esas voces robotizadas que atienden al otro lado del teléfono.

–Por favor, indique la extensión o el departamento con el que quiere hablar.

–Tres, tres, dos, seis –respondí tras mirar en el directorio de extensiones del centro de salud.

–Está siendo transferido a la extensión seis, seis, dos, seis.

–Joder –dije indignado mientras cortaba la llamada, porque el aparatito no me había entendido bien.

–Por favor, indique la extensión o el departamento con el que quiere hablar –me pidió de nuevo la maquinita cuando descolgué el teléfono otra vez.

–Tres… tres… dos… seis –vocalicé exageradamente.

–Está siendo transferido a la extensión seis, seis, dos, seis.

–Vamos a ver, gilipollas –le espeté a la máquina mientras colgaba de nuevo–. He dicho tres, no seis –le terminé de decir a la nada. A pesar de que mi cabreo iba creciendo, estaba determinado a intentarlo por tercera vez.

–Por favor, indique la extensión o el departamento con el que quiere hablar.

–Quiero hablar con el departamento de Administración.

–Está siendo transferido al Departamento de Administración.

–Aleluya –murmuré.

–Seguridad, buenos días.

Colgué con tanta fuerza el teléfono que uno de los botones del aparato salió volando al otro lado de la mesa. Me levanté con furia, colgué la bata en el gancho de la puerta, cogí el listado de pacientes y me fui hasta el mostrador de información. Obvié la cola y me dirigí hasta la chica que atendía a los ciudadanos.

–Tengo que salir, te dejo aquí…

–Oiga, a la cola –dijo una señora más grande que una mesa camilla y con uno de los peinados más desagradables a la vista que uno pueda imaginar.

–Señora, que soy médico.

–Como si es el Papa, a la cola como todo el mundo.

–Déjeme en paz señora. Te dejo la lista de mis pacientes –me dirigí de nuevo a la chica–. Derívaselos al doctor Ferrando, por favor.

–Qué vergüenza, voy a dar una queja –se le oía quejarse a la señora.

–Tiene que llamar a Administración, doctor, la extensión 3326 –me insinuó la chica.

–Lo he intentado, pero la máquina es una mieeeeeeeeeerda –alargué exageradamente la palabra mierda porque toda mi ira estaba a punto de estallar, dejé la lista de pacientes sobre el mostrador y me largué.

–Hala, ahora irá a tomarse un cafetito a costa de mis impuestos –dijo la obesa mórbida a mis espaldas.

oh_mandrilSalí rumiendo maldiciones para enfrentarme a Mendoza, a sus reproches o a su venganza. Definitivamente, el día no iba a estar en el top 10 de los mejores de mi vida. No estaba lejos de Oh! Mandril, aquel bar especializado en cervezas que, si no recuerdo mal, fue el último sitio en el que estuvimos juntos antes de… lo que pasó hace 16 años. ¿Sería una señal que me citara en aquel sitio? No podía ser una casualidad.

Le vi acodado en aquella diminuta barra, picoteando unas patatas fritas mientras su cerveza descansaba a media altura de un vaso de pinta. Me coloqué frente a Ernesto, le estreché la mano, pedí una pinta de Guinness y miré a mi antiguo compañero de piso y vi sus iris iluminados, su inolvidable mirada de los momentos felices.

–Es simpático Luis, ¿verdad? –me preguntó a bocajarro.

–¿Qué Luis? –solté con desgana y al mismo tiempo con cierta violencia

–Vaya, hoy no es buen día. Me refiero a Luis Torres, el tipo que te ha dado mis cosas.

–Ah, ese… –contesté como si hubiera estado pensado en algún otro Luis en algún instante–. Un poco rarito…

–Hombre, yo si tuviera que llamar rarito a alguien se lo llamaría a Emilia, ¿no? –se topó con mi gesto de desconocimiento mezclado por la apatía de no querer ni preguntar quién era Emilia–. La mujer que susurra al oído de los caballos –bromeó–. No habla con nadie excepto con Luis y siempre en susurros –lo dijo con una especie de voz misteriosa, como si le estuviera contando un cuento de miedo a un niño–. Son una pareja entrañable –su voz recuperó la normalidad y de repente dejó de sonreír–. Te necesito, Santi, no es una broma. Necesito que dejes tu trabajo, que dejes tu vida, que le eches huevos y me ayudes. Tengo muchos casos que resolver, muchos malos que coger y solo no puedo –le miré con una mezcla de desgana y de incredulidad; y si tuve miedo fue porque pensé que Mendoza podía convencerme de hacer aquella locura –. Estoy enfermo, Santi… han sido muchos años de drogas y muchas drogas muy raras –le volvió a cambiar la cara, dejó asomar media sonrisa y me miró a los ojos desde dentro de aquel disfraz de hombre desconocido–. Me da miedo salir de mi casa, me da miedo cualquier sitio cerrado que no sea mi espacio, la residencia en la que he vivido o mi casa, no aguanto más de unos segundos en la calle, a cielo abierto, soy un neurótico al borde la locura… Solo puedo estar en sitios que me den seguridad, como este, no sé por qué. O tú o el fin; si tú no me ayudas mi vida tal y como ha sido hasta ahora se acabará.

Me confesó que para ir a verme aquel día se había tomado media docena de calmantes y ansiolíticos, como cada vez que salía de la residencia. Me dijo que todo iba a peor, que ya le resultaba muy difícil la vida y que no tenía ganas de nada, más que de encerrarse en su habitación de la residencia a escuchar jazz y dejarse morir. Había abandonado incluso su afición por el arte y la sustituía por visitas virtuales a la actualidad artística en el diario hoyesarte.com. Y de repente apareció aquel Relato de Verano y comprendió que aquel Santiago Lucano solo podía ser su Santiago Lucano.

–Lo he estado pensando mucho. Y te he vigilado –me dijo amenazante–, he visto que también sería lo mejor para ti. Ella no te merece.

–¿Cómo has sabido lo del guardia civil? –le pregunté atemorizado por la respuesta.

El-tricornio-sobrevive–Estuve un par de días vigilando tu casa… por cierto, me he machacado más el estómago de tantos ansiolíticos estos días… Bueno, estuve vigilando tu casa y vi que a tres o cuatro manzanas ella se baja de una moto cada tarde, se despide con un beso del motorista y camina en solitario hasta tu casa. Claramente quiere ocultar esa compañía y supongo que no solo a tus ojos, que no estás nunca a las horas en que ella llega, sino a los de los vecinos. Es obvio que se trata de su amante. Lo de que es un guardia civil fue más fácil. Tomé la matrícula y llamé a un amigo que con un número de matrícula me puede dar casi hasta el Rh del dueño del vehículo. Hay que tener amigos hasta en el infierno.

–Especialmente en el infierno –dije sin pensar, algo abandonado.

Yo estaba viviendo la crisis de los cuarenta con algo de antelación y Mendoza se me había presentado como la estrella que llegaba de Oriente y me enseñaba el camino. Una hora y media después de empezar nuestra conversación salí de aquel bar para hablar con el Departamento de Recursos Humanos y pedir una excedencia voluntaria de seis meses. Dejé mi trabajo y aquella misma noche dejé mi casa sin darle explicaciones a Rosa, porque la verdad es que siempre he sido un cagón y hay cosas que no se pueden cambiar aunque uno quiera. Y esa noche volví a compartir piso con mi amigo Ernesto Mendoza. Él llegó también con una maleta porque también se mudó aquel día. Me explicó que había vivido desde octubre de 2009 en una residencia para enfermos mentales que le costaba una fortuna, incluso con el gran descuento que le aplicaba el dueño del centro, en contraprestación de un favor que Mendoza le había hecho.

Había disfrutado durante 27 meses de una habitación individual donde tenía su cama, un escritorio y un armario con todas sus posesiones. Pero, sobre todo, de lo que gozaba en aquellos 12 o 14 metros cuadrados era de paz. De su puerta hacia dentro disfrutaba de toda la tranquilidad que deseara a pesar de que al otro lado pareciera existir un cuadro de El Bosco, un acopio de mentes enfermas, diferentes, de frases sin sentido, de voces a la nada, de conversaciones al aire, de recuerdos inventados y memorias perdidas, de tics exagerados, de alguna bata blanca y, a veces, algún ataúd.

Su vida en aquellos dos años y pico había sido, evidentemente, más cómoda que la del resto de compañeros de residencia, porque era el único que podía decidir de un día para otro que se largaba de allí. Pero también era el único que durante todo ese tiempo había pensado que no podría estar mejor en ningún otro sitio. Se le perdonaban sus excentricidades, porque allí lo anormal era ser normal, nadie le pedía explicaciones de sus rarezas, se le facilitaban las pastillas que necesitara y además se entretenía con curiosas amistades. Pero ya no podía trabajar solo. Había patinado en un par de casos, porque su cerebro fallaba debido a los excesos de una vida dedicada a generar dopamina a cualquier precio. Además, efectivamente sus neurosis han ido a más; le cuesta un mundo salir de su espacio; padece una especie de agorafobia y fobia social: miedo a espacios cerrados, a espacios abiertos, a la gente… Se encuentra cómodo en muy pocos sitios. Y todo ello estaba minando su tradicional seguridad. Necesitaba recuperar la confianza en sí mismo probándose que con el colaborador apropiado volvería a ser infalible.

–Solo podré vivir fuera de la residencia si tú te quedas conmigo y eres mis ojos aquí fuera.

Acepté.

Y me explicó que a partir de ese momento éramos un equipo y que teníamos un caso importante entre manos: la investigación del brutal asesinato de un cargo político de la Comunidad de Madrid, el primer teniente de alcalde y jefe de gabinete del alcalde de uno de los mayores municipios de la región, un peso pesado del partido. El propio edil, desesperado por la inoperancia de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, había contratado a Mendoza como intento de descubrir al asesino de su mano derecha.

Eran las dos de la mañana y ya llevábamos cuatro gin tonics en el salón de la casa que a partir de ese día iba a ser la mía cuando volvió a salir en la conversación el nombre de Luis Torres.

–Ah, Ernesto, por cierto –le corté un momento–, ¿puedes explicarme cómo el tipo ese sabía todo lo que me ha pasado esta mañana, desde el agua fría en la ducha hasta el coche que no arrancó?

–Es bastante simple, Santi: yo se lo dije.

–Bien, esa es la hipótesis que yo barajaba –le confesé–, así que ahora déjame seco: ¿cómo lo supiste?

Dudó un momento, saboreó un gran trago de su gin tonic, me miró con  cuidado y me dijo:

–No te enfades, eh, comprende que te necesitaba, te necesito –comenzó–. Anoche me acerqué a tu urbanización y coloqué junto a la ventana de tu dormitorio un pequeño canalón que desvió parte del agua de la lluvia directamente hacia el cristal de tu ventana. Supongo que ese agradable ruido te habrá estropeado un poco el sueño –le taladré con la mirada–. También accedí al control de tus contadores; por cierto, es que en tu urbanización tenéis un problema con la seguridad, tendríais que hablar con vuestro amigo el guardia civil –qué gracioso–; el caso es que te corté casi del todo el agua caliente, así que me imagino que la ducha habrá sido algo desagradable… –no pude evitar llamarle cabronazo en ese instante–. Bueno, bueno, tenía mis motivos, y también para cortarte un cable de la batería del coche para que no te arrancara.

–¿Qué motivos? –le pregunté sin atisbo de ira.

–Necesitaba que estuvieras cansado y enfadado, para que tomar la decisión de cambiar de vida no fuera tan dramática como un día normal.

–Eres un pedazo de cabrón –le dije mientras le ofrecía mi copa para brindar con la suya–. Y lo del café y lo del gimnasio –Ernesto me miró con un gesto de desconocimiento–. Sí, Torres también me dijo que se me había caído el café, y en eso no creo que tú pusieras suavizante en mi taza para que se me resbalara, ¿no? –Mendoza negó con la cabeza–. Y luego me dijo no sé qué de ir al gimnasio a por unos zapatos o algo así, lo único en lo que no acertó.

–Vaya con Luisito –dijo Ernesto–, así que no pierde oportunidad el alumno… Pues mira, Santi, Luis Torres ha vivido conmigo en la residencia los últimos dos años. Es una persona extraordinaria, mucho más inteligente de lo que cualquiera piensa, incluido él mismo. Y le enseñé algunos trucos para educar a su capacidad de observación y deducción. Veo que acertó a un cincuenta por ciento; no está nada mal; es muy espabilado. Ya quisieran muchos de los que se hacen llamar normales…

smsMe levanté para ir al cuarto de baño y aproveché para enviarle un mensaje a Rosa; yo acababa de dejar a mi mujer sin avisar y no tenía ninguna llamada, ningún mensaje suyo, nada; le escribí un mensaje algo ambiguo: “Estoy bien. Necesito tiempo”. Tiré de la cadena y volví al salón para seguir bebiendo con Mendoza.

–Olvídate de ella –me dijo antes de que me diera tiempo a sentarme.

–¿De quién?

–De tu mujer. Santi, las mujeres pueden dar mucha felicidad, pero también pueden amargarte la vida más que la pérdida de un padre. Olvídate del móvil. No la llames, no la escribas, no mires más el teléfono.

–¿Qué dices? No pienso llamarla y no me preocupa…

–Mira, Santi. Cuando uno miente se le nota demasiado. Llevas toda la noche mirando el móvil cada dos por tres y ahora acabas de mandarle un mensaje. No me digas que le has dicho que mañana vuelves a casa…

–No, no. Sólo le he dicho que estoy bien, para que no se preocupe… Pero, ¿cómo lo sabes? –le di un largo trago al gin tonic.

–A ver… cada vez me cuesta más dar marcha atrás y explicar mis razonamientos. Bueno, lo intentaré –dejó su copa sobre la mesa, se recostó en el sofá como para sentirse más cómodo y me sacó de dudas–. Has mirado tu móvil una y otra vez pero no lo has tocado; sólo lo has mirado para ver si habías recibido alguna llamada o mensaje –asentí dándole la razón a sabiendas de que aquello era demasiado obvio–. Para ello dejabas asomar la pantalla del teléfono, no lo sacabas del todo, y lo volvías a meter en el mismo bolsillo, el izquierdo. Al irte al cuarto de baño llevabas el móvil en el bolsillo izquierdo del pantalón; y al volver, en el derecho. Eso quiere decir que lo sacaste completamente. Para mirarlo no te hace falta, así que debiste de sacarlo par utilizarlo. Dado que no te he oído hablar con nadie, y estas paredes son de papel, has debido de enviar un SMS.

–Te pido un favor, Ernesto –me miró a los ojos–; hoy no me digas nada más de Rosa. No quiero hablar de ella ni oír hablar de ella.

Le enseñé la cinta de los Burning que me había enviado con Luis Torres. Me miró y se sonrió. A continuación se levantó, abrió un armario, sacó un viejo radiocassette, cogió la cinta y la puso. Al instante reconocí los primeros acordes de “Una noche sin ti” y se me puso la carne de gallina al escuchar la voz rota de Pepe Risi en el concierto del año noventa:

“Son las 3 de la mañana y yo sin poder dormir.

Doy mil vueltas en mi cama, solo pienso en ti.

Y qué sé yo, si estoy tan solo,

no puedo hablar con nadie.

Qué sé yo, si estoy tan solo…

necesito tu amor.

Dan las 6, sintonizo a los Stones, recuerdos del pelo largo.

Viejos blues, queridísimo Eric Burdon…”

Ernesto me dijo que la música es capaz de generar dopamina y noradrenalina. Me enseñó un listado con más de 20.000 canciones que tenía guardadas y perfectamente archivadas y catalogadas en un disco duro; entre ellas, todas aquellas que marcaron nuestros años noventa. Y cuando la desinhibición provocada por el alcohol y la melancolía estaba a punto de hacerme preguntarle por mi traición del año 1995, cuando iba a pedirle que me confesara si me había perdonado, volvió a hablarme del asesinato del primer teniente de alcalde, que no sólo había sido acuchillado y lentamente desangrado, sino que su cuerpo desnudo había sido abandonado en un parque público para incrementar el carácter sádico del asesinato.

–Un crimen por desamor, por celos, un escarmiento político… –murmuró–. Muchas posibilidades que descartar, mucho trabajo por hacer.

Al día siguiente me pareció que me iba a reventar la cabeza por la resaca de nostalgia. Comencé a trabajar con toda intensidad en la búsqueda de pruebas que nos llevaran a identificar y localizar al brutal asesino, sin ser todavía consciente del descomunal lío al que nos íbamos a enfrentar, sin saber que teníamos por delante la madeja más endiabladamente enmarañada a la que nunca nos habíamos enfrentado. Al recordar aquella noche en que cambió mi vida suena de fondo la banda sonora de una generación: dan las seis, sintonizo a los Stones, recuerdos de pelo largo…

Opciones para la música del capítulo 2. Elija votando en los comentarios una de estas tres canciones:

A. November rain (Guns&Roses)

 

B. Dumb (Nirvana)

 

C. Light my fire (The Doors)