Siempre me han intrigado y llamado la atención, en parte por su vistosidad pero sobre todo por lo absurdo: ¿qué pinta allí ese pobre bicho tieso, mirándome y presidiendo la mesa displicentemente? No digo que preocupado por el tema, porque tampoco lo merece, pero sí con una cierta curiosidad, investigué un poco el asunto y el origen más probable parece ser el siguiente:

Hemos de remontarnos a la Edad Media, esa época oscura sin agua corriente ni luz eléctrica, sin cristales en las ventanas y, por supuesto, sin médicos, antibióticos ni dentistas. Casi todos los afortunados que a pesar de las penurias seguían vivos a los treinta años habían perdido ya la mayoría de sus dientes por alguna que otra razón: piezas picadas eternamente, infecciones, peleas de taberna, guerras feudales, piernas de cordero devoradas con demasiada prisa…

Pues bien, en ese escenario, en el que además hay que recordar que tampoco existían los cubiertos –desde luego no el tenedor ni el cuchillo, en todo caso únicamente algo parecido a la cuchara– los cocineros de la aristocracia tuvieron que ingeniárselas para que a pesar de su penosa situación dental y “cuberteril” los sufridos señores pudieran comer de todo, recurriendo para ello a triturar los alimentos hasta dejarlos en piezas mínimas que se ingirieran fácilmente.

Pero, naturalmente, en estas circunstancias todas las carnes (el pescado prácticamente no se probaba) parecían iguales, por lo que para evitar confusiones y facilitar las cosas se les ocurrió adornar las fuentes con las cabezas de los correspondientes animalillos: que al señor le apetece pato, que busque el pico, que conejo, que distinga las orejas, que cerdo, mucho morro.

Así contado, el sistema puede parecer un tanto primitivo, pero la verdad es que a la vista de las tarifas que se gastan los dentistas en nuestro muy civilizado siglo XXI, muchas veces he estado tentado de olvidarme de ellos y cuando llegue el momento, retomar la costumbre de los conejos, patos, pollos y corderos en la mesa. Eso sí, de diseño, como un señor de nuestro tiempo.

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