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Con el tiempo se ha ido descubriendo que ambos conceptos resultan demasiado simplistas y está ya más o menos asumido que el arte europeo más vanguardista en un sentido clásico (los ismos previos a la Gran Guerra, las vanguardias “históricas” o “formalistas”) es hijo directo de un primer brote de modernidad, sucedido a finales del siglo anterior, que dejó asentadas todas sus bases.

La creación de mundos propios, la deformación de la realidad por medio de la libre expresión, la formación de agrupaciones combativas con manifiesto incluido, la resistencia a utilizar lenguajes personales aunque suponga el aislamiento o la ruina… todos estos tópicos de la creación moderna no son inventos propios de los ismos, sino que fueron surgiendo con la obra de simbolistas, decadentistas, expresionistas primerizos, etc., y los ismos sólo pudieron ser creados una vez que se asimilaron estos nuevos caminos de creación. Es decir, que toda vanguardia clásica debe su misma esencia a los logros previos finiseculares y no puede existir sin éstos.

Amplitud de miras

Esta amplitud de miras sobre el cambio de siglo también se ha aplicado al arte español, que actualmente se intenta comprender evitando las generalidades o las divisiones demasiado maniqueas (la de modernismo frente a 98 o la de casticismo frente a vanguardia), y también para el panorama nacional se ha asumido que lo llamado vanguardista hunde sus raíces en los precursores hallazgos estéticos previos, puesto que los artistas españoles participan de ambos movimientos europeos.

Por supuesto, debido a las circunstancias sociales y políticas particulares del país, la participación se hace casi siempre con la necesidad de emigrar, temporalmente o no, tanto para asimilar la modernidad foránea como para poder contribuir a su construcción. Pero los artistas españoles sí participan, e incluso en las aportaciones menos asimilables a un concepto clásico de vanguardia (aquellas más introspectivas sobre “lo español” de Zuloaga o Romero de Torres) se perciben siempre ecos de la modernidad europea, una modernidad cimentada en el fin de siglo y perfeccionada con el estallido vanguardista.

Camino con evoluciones

El hecho se puede observar perfectamente en Madrid en la exposición de la Fundación Mapfre España: 1900, entre dos siglos. En la muestra se puede percibir el obligatorio camino (nunca lineal, por supuesto, sino con evoluciones e involuciones) que va desde la asimilación de lo moderno hasta la contribución a lo revolucionario, en un permanente diálogo con el arte avanzado europeo.

Un diálogo en el que las aportaciones más avanzadas son de sobra conocidas: Picasso, Gris, Miró, Dalí… Son nombres de los que hace mucho tiempo que se sabe su enorme importancia histórica internacional. Lo que es el resultado directo de la apertura de miras en los análisis de esta época es evidenciar cómo los artistas españoles del fin de siglo asimilan las innovaciones de sus contemporáneos más avanzados, y cómo, aunque sea a veces de forma tímida o implícita, ofrecen las primeras manifestaciones de lo moderno para el público español, que así comienza a prepararse para las vanguardias.

Mismo universo conceptual

El retrato que hace Zuloaga de la que fue su esposa, Valentine Dethomas, en 1898, es de una tensión extraña, contrastada por la sonrisa de la mujer, y mucho más con lo que se supone que es el retrato de la persona amada.

Monumental y aplastante, la mujer se erige sobre un paraje inacabado y desolado, con el rostro enmarcado por unos efluvios negros inexplicables. Esta atmósfera inquietante, en la que la sonrisa femenina destaca por su ambigüedad, responde a una manera de representar simbolista, en la que el cuadro es el medio de comunicar con otro mundo (el de los sentimientos inexpresables). Como mediador, el cuadro debe ser vago, indeterminado, tenso, con un pie en la realidad y otro en la fantasmagoría. Y del mismo modo, la mujer, entendida como representación del miedo ante la pérdida.

Igual que la mujer drogada protagonista de La Morfina, 1894, de Rusiñol, además de ser la narración de una pérdida de la consciencia, algo absolutamente moderno, enlaza perfectamente con las mujeres lánguidas y mortales que el Simbolismo se encargó de tipificar y de expandir. Precedentes directas de las vaginas dentadas surrealistas, son mujeres indolentes y aterradoras, en permanente contacto con la noche, lo sobrenatural y la muerte. Esta drogadicta, como la mujer de Zuloaga, se encuentra en el mismo universo conceptual, salvando las distancias que hay entre un genio y un buen artista, de las de Gustave Moreau, Klimt o Fernand Khnopff, sólo que hecha contemporánea.

Dudosa corporeidad

En El Palco, 1900, de Anglada-Camarasa, sucede lo mismo: las mujeres son exóticos animales marinos, invertebrados. La mirada perdida y tensa de aquella que muestra el rostro (la otra es sólo un fantasma brillante y transparente) la convierte en esfinge de inquietante rigidez, un ser de dudosa corporeidad que surge de un amasijo informe y opulento, decorativo, pero parte casi viva de la mujer.

Las nerviosas pinceladas con las que se realizan los vestidos, casi pieles escamosas, opuestas a lo difuminado y apenas esbozado del fondo o a lo plano de la piel visible de la mujer, construyen una imagen de una impresionante expresividad, donde la realidad de deforma a favor de la representación más completa de un sentimiento. Además de ubicarse en una atmósfera de irrealidad inquietante, en la que el rostro alegre, pelele, del hombre, aumenta el terror que producen las criaturas que Anglada-Camarasa hace pasar por mujeres.

Más ejemplos

La misma deformación realiza Nonell en sus gitanas, en la que la totalidad de lo representado expresa la soledad de las retratadas, tanto los modelos como el fondo indeterminado, tan espeso y nervioso como ellas. Por no hablar de Lola, 1899, de un Picasso aún joven que realiza un ejercicio de síntesis expresiva de lo representado de importancia fundamental. O su Menú para el café Els Quatre Gats, de sinuosidad perfectamente en consonancia con el Art Noveau alemán o francés de los carteles o la ilustración gráfica.

Sin hablar del Impresionismo vitalista de Sorolla, que cimenta esta vanguardia en España, o de la cosificación tan horripilante que realiza Solana, que en esto es inevitablemente moderno, a pesar de “lo español” de su estilo, con los breves ejemplos de Zuloaga, Rusiñol, etc., se habrá podido comprobar cómo la modernidad española comienza a gestarse en torno a 1900 mediante la labor de artistas que aprenden de lo europeo y crean un estilo adaptado a ello, que solidificará la recepción y participación de España con respecto a los ismos, de igual manera que el arte europeo finisecular solidifica las vanguardias históricas.

 

Madrid. Entre dos siglos. España 1900. Sala Recoletos de la Fundación Mapfre.

Hasta el 25 de enero de 2009.

La muestra presenta un total de 89 obras de los artistas más significativos del panorama español de fin de siglo, desde Sorolla hasta el primer Miró, destacando, entre otros, a Zuloaga, Romero de Torres, Regoyos, Anglada-Camarasa, Mir, Casas, Rusiñol, Nonell, Sunyer, Arteta, Togores y, por supuesto, Picasso.