La consecución de la semejanza, la imitación perfecta de lo real, fue durante siglos la obsesión alrededor de la que se desarrollaba cualquier práctica artística. La invención de su herramienta elemental, la perspectiva monofocal, apoyada por el racionalismo positivista, satisfizo durante más de quinientos años las exigencias figurativas de la cultura occidental de un modo tal que pasó por ser un régimen de visualidad inmutable. La historia del ver es la de una rendición: el abandono a un orden de representación basado en el mimetismo de lo visible se fabricó al modo de un olvido, el de su convencionalismo, con una historia y un tiempo de desarrollo acotados, hasta el punto de naturalizar su identificación con la anatomía misma de la visión.

Desde su aparición, la luz fijada sobre una placa fotosensible cumplió el sueño de la consecución de un ojo inocente que simplemente recorta dentro de su marco un fragmento de lo real. Quizá precisamente por su semejanza tecnológica con el aparato anatómico humano, por su coincidencia con el modo físico de ver, fue un hecho que la percepción del mundo como fotografía era paradigmática, que no parecían existir otras posibilidades de percibir y que tampoco existirían nunca. En cierto modo, la humanidad ve conforme a la fotografía y con ella; no ve igual desde que existe la fotografía. Ahora bien: esa culminación de una mentira pactada, la prueba final de la verdad luminosa de aquella forma de ver, incorpora en sí misma su propio acabamiento.

Un artefacto peligroso

Las vanguardias del siglo XX, con su batalla contra el cuadro como ventana heredado de la perspectiva renacentista, fueron quebrando paso a paso esa modalidad literal y perceptivista de la representación. El régimen de conciencia que sostenía al de representación, las presunciones filosóficas sobre las que se basaba, fueron poco a poco socavándose a lo largo del siglo XX.

A medida que evolucionaba el pensamiento de Occidente para formular una nueva manera de entender la subjetividad como un efecto cambiante y fluido en continua producción y desarrollo, el trabajo con la imagen avanzaba por su lado. La paradoja de su privilegiada relación con lo real convirtió precisamente a la fotografía en la herramienta perfecta para investigar en los modos de liquidar su convención. La fotografía, crítica con la presunción de inocencia de su objetividad, de su inocente carácter de huella de luz, adoptó el papel de visibilizar la imposibilidad de la representación e, incluso, de escenificar su desaparición literal. A partir de entonces, la fotografía, más que el resultado de un proceso técnico de la imagen, es un objeto teórico: un artefacto peligroso que, una y otra vez, hace inestables a regímenes de representación, reordena el mundo, recompone y conmueve subjetividades.

Deconstrucción crítica

A partir de leer fotografías, a partir de su presentación como artefactos dados para el análisis del público, esta pequeña historia de la fotografía milita por la misma postura que resaltaba Walter Benjamin en su famoso ensayo del mismo título: desmantelar la posibilidad de analfabetismo fotográfico, ofrecer herramientas para la deconstrucción crítica de los procesos de creación de las imágenes y, por tanto, cuestionar la producción cotidiana y mecánica de individuos en sociedad.

La estructura de la exposición y la edición que la acompaña se sostienen a partir de un formato clásico de la historia del arte, utilizando como punto de partida para la presentación los géneros de la tradición pictórica occidental: el retrato, la naturaleza muerta, el paisaje y la abstracción. Estas clasificaciones de la imagen, marcos de lectura producidos por las instituciones críticas desde el momento del nacimiento de la imagen fabricada, devienen representación al cubo en las últimas décadas, como patrones reutilizados hasta resultar gastados, vacilantes, reducidos a un mero código o estructura de lenguaje, sometidos a una apropiación parásita o desplazados a un campo semántico dislocado. 

 

Santiago de Compostela. Pequeña historia de la fotografíaCGAC.

Del 12 de marzo al 3 de mayo de 2009.

Comisario: Alberto González-Alegre.