Todo lo que tengo se lo debo a mi profesión, a la que preferiría denominar vocación, pero mucho más importante que esto, lo que realmente le debo no es tanto lo que tengo, sino lo que soy.

La vida como una aventura y quizás como un juego. Siempre me ha gustado la palabra jugar, incluso para definir mi tarea como actor, o director, o productor… Esto debe servir para revelar la verdadera naturaleza de quien ahora les habla. Decía mi paisano más ilustre, don Pablo Picasso, que «venía de lejos, pero era niño»… pues eso, niño.

Si desde una de esas butacas pudiese observar a ese otro yo llamado Antonio Banderas, premio en mano, habría de reconocer que el que está aquí subido no solo me pertenece a mí, sino a mucha gente, a todos esos que le fueron añadiendo trozos de vida, piezas de un puzle de distintos colores, y formas. Todos esos ojos que me marcaron un camino, esas bocas que hablaron palabras sabias, esas almas que me acompañaron hasta donde hoy estoy, hasta este mismo escenario. Todos ellos son yo, y de alguna manera yo también soy ellos.

Si miro hacia atrás me veo viejo, pero si echo la vista hacia adelante me veo muy joven. En la propia naturaleza del galardón que hoy recibo, no por un trabajo en concreto sino por una trayectoria, va implícita una reflexión que se bifurca en dos direcciones, una hacia el pasado y otra hacia el futuro.

De esa mirada al pasado surgen nombres propios. Gigantes del cine y la farándula, con los que tuve la suerte, el honor y el privilegio de compartir la pantalla, en ese plató llamado vida, a un lado y otro del Atlántico. Personas que dejan huella en los que, como yo, fuimos afortunados de cruzarnos en su camino. Entre esos nombres, muchos conocidos, reconocidos, admirados y celebrados, pero también entre esos que en algún momento fueron parte de mi vida hay personas a los que el público no conoce, personas que nunca estarán nominadas, a los que nadie pedirá un autógrafo, que no caminan sobre las alfombras rojas, ni son deslumbrados por los flashes de las cámaras y que sin embargo son parte de la gran familia del cine. Carpinteros, pintores, electricistas, conductores, especialistas, compañeros, amigos con los que compartí y quiero seguir compartiendo muchas horas, muchas historias, muchos recuerdos en esas vidas en miniatura que son los rodajes.

Todavía con la mirada en el pasado me veo obligado a recordar y rendir tributo a la figura de dos personas a las que vi hacerse cada vez más pequeñas desde la ventana de un tren Costa del Sol, a las seis de la tarde de un 3 de agosto de 1980. Eran mis padres que, asustados de que su hijo hubiese sido víctima de un ataque de insensatez, lo despedían esperanzados de que la razón se impusiese finalmente en la mente de ese niño que fui, y que sigo siendo. Pero la razón perdió la batalla, porque no era la mente sino el corazón lo que me guiaba. Una misión y una determinación viajaban conmigo en ese tren. La misión: convertirme en aquello que admiraba, en esos seres mágicos que desafían al tiempo y al espacio. Esos que me habían hecho viajar a la vez, en una extraordinaria pirueta artística, tanto a los lugares más lejanos como a los más recónditos de mi alma, los actores.

La determinación: nunca, nunca volvería a mi Málaga con las manos vacías.

Ahora con este Goya en las manos alguien debe pensar que mis objetivos se cumplieron, y efectivamente es así, pero solo de forma parcial. La aventura continúa y la ruta se hace más complicada y por lo tanto más apasionante, especialmente ahora, en tiempos de crisis, pero, esta profesión siempre ha vivido en crisis. Estamos acostumbrados, somos un colectivo de supervivientes. A veces me he preguntado si el confort y la tranquilidad de lo que es estable, y permanente me permitiría acceder a los complicados entresijos de una vida en el arte. No, la crisis es nuestro estado natural, debe de serlo, hemos de asumir y abrazar la inseguridad de nuestra profesión. Es el caos el mejor aliado de cualquier artista, debemos disfrutar con las manos sucias en el barro que debemos moldear y con el aliento de la incertidumbre que proporciona tanto el éxito como el fracaso tras el cuello. En ello hemos de obligatoriamente vivir.

Hoy, con la figura de don Francisco de Goya en las manos sé que son nuestros artistas, nuestros intelectuales, y nuestra cultura la mejor manera de saber lo que somos, y de cómo hemos llegado hasta aquí, y observando algunos de los paisajes que se ven a través de esa ventana brillante que todos tenemos en nuestras casas y darnos cuenta de que la mediocridad se ha convertido en el mayor negocio de nuestro tiempo, hemos de volver a mirar con los ojos bien abiertos para tratar de desentrañar cual es la advertencia que se esconde tras las obras de Goya, o de Picasso, para maravillarnos de cómo fueron capaces Falla, Tárrega, Albéniz o Granados para encajar a España en una partitura, o Cervantes, Unamuno, Valle Inclán, Lorca, Machado, Cernuda, Albornoz o Ayala tatuando sobre papel las miserias y grandezas de nuestro pueblo, también expresado, por supuesto, por Buñuel, Berlanga, Saura, Erice, mi queridísimo y admiradísimo Pedro Almodóvar, así como tantos otros.

No sé si este premio me llega cuando me tenía que llegar, o si lo merezco, pero creo haber sabido sobrevivir con dignidad y constancia entre los bosques de las subjetividades, las mermeladas del éxito, los páramos desiertos del fracaso y las luces de gas. Pero si algo me hace sentir este galardón es un impulso a apresurarme, a deshacerme de aquello que me ha servido hasta ahora pero que ya no quiero seguir usando. Sé que este reconocimiento establece casi como si de un pistoletazo de salida se tratase una carrera contra el tiempo para no dejar lo realmente importante en el tintero, para entregarme en cuerpo y alma a encontrar los caminos que me quedan por recorrer, y que, espero me lo perdonen por expresarlo de esta manera, creo, deseo, y sé, que serán los definitivos, aquellos en los que más se me reconozca, porque ahora me he dado cuenta de algo que en mis inicios estaba oculto, o quizás no completamente identificado. Ahora sé de forma clara que elegí este camino, y opté por subirme a aquel tren porque de forma inconsciente sabía que la cultura y el arte eran la mejor manera de entender el mundo en el que me había tocado vivir.

No importa lo lejos que me llevo mi propia trayectoria como actor, y el agradecimiento que siento por el mundo de Hollywood, que es mucho por lo bien que allí se me ha tratado, y se me ha considerado. O el respeto que siento por mis hermanos hispanoamericanos. Tienen ustedes que creerme cuando les digo que cada vez que terminaba un plano, una secuencia, una película, mi mente estaba puesta en España, no en Arizona, en Cleveland o en Ohio, no, no, para mí lo importante era saber como se vería este trabajo en mi tierra, y para ser más específicos en Málaga, y para ahondar aún más, en mi barrio.

Termino ya haciendo una alusión directa al futuro. No en el mío, sino en el de nuestro cine, pues aquí, esta noche se concentra un número importante de gente joven que aparte de tener gran talento han sabido rápidamente adquirir un compromiso y una responsabilidad para con ustedes, el público, del que reclaman un espíritu critico que los haga ser mejores, un entendimiento claro de los parámetros en los que se mueve el cine español que los acerque a la realidad de nuestra situación precaria en relación con otras cinematografías, y sobre todo yo les reclamo para ellos, para esas nuevas generaciones de actores, directores, y profesionales del cine, el cariño, y el apoyo que les haga sentir y saber que su esfuerzo y su sacrificio no cae en saco roto, que merece la pena esforzarse para representar a nuestra cinematografía tanto dentro como fuera de nuestras fronteras.

Creo que todo premio debe de ser dedicado, y yo mandaré esta dedicatoria a quien quizás haya sufrido más mi pasión por el cine, mis ausencias prolongadas, mis compromisos profesionales. Es la persona de la que me perdí los mejores planos, las mejores secuencias, y que sin embargo ha sido mi mejor producción. Te dedico este premio pidiéndote perdón, a ti Stella del Carmen, a ti hija mía.