Encargada por la orden de los Jesuitas, este tesoro del arte barroco elaborado en la Nueva Granada fue obra del orfebre José Galaz que necesitó siete años para terminarla (de 1700 a 1707). Esta custodia no sólo es una de las joyas religiosas más ricas y hermosas de Hispanoamérica sino que se considera un testimonio de lo que sucedió con el Barroco en tierra de orfebres, y de cómo este estilo artístico encontró nuevas dimensiones en un territorio en el que abundaban el oro y las esmeraldas, y en el que estaba aún viva la cultura indígena de los más destacados orfebres del continente.

El lazo de unión entre las tradiciones locales y el contexto de la orfebrería occidental es el uso de piedras preciosas, que junto con el oro sirve para recordar hasta qué punto se trata de materiales vinculados a la tradición local prehispánica, ha explicado el encargado de ubicar esta pieza en el Museo del Prado, Javier Portús. Con 1.485 esmeraldas, un zafiro, 13 rubíes, 28 diamantes, 62 perlas barrocas y 168 amatistas, «el uso de estos ornamentos en piezas sagradas tenía una dimensión mística. Estas piedras preciosas servían, paradójicamente, para desmaterializar la obra, aportando luz, color y movimiento a un tipo de estructura por lo general muy formalizada».

Sol y vino

Según ha afirmado Portús, esta pieza única hace referencia al sol y al vino en su parte superior, ya que se encuentra decorada con rayos rematados por esmeraldas y perlas barrocas, además de hojas de vid y racimos de uvas, símbolos de Cristo y la eucaristía. Este sol lo sostiene la figura de un ángel, que «desde un punto de vista formal lo que hace es aportar un extraordinario movimiento». El perfil sinuoso del ángel «rompe la estricta simetría que genera este tipo de piezas, por lo general muy estáticas», evocando reminiscencias berninianas.

Los ángeles en Iberoamérica hacen referencia a la orden de los Jesuitas, que tuvo un gran desarrollo a principios del siglo XVII. Estos tomaron la imagen del ángel como parte fundamental del ejército de Dios en los cielos y se identificaron con el culto angélico al concebirse a sí mismos como parte del ejército espiritual al servicio de Cristo en la tierra. La parte inferior de esta pieza termina con dos nudos abarrocados y una peana con ocho lóbulos. José Galaz remató su obra con una decoración de hojas de acanto y vid, intercaladas con algunas figuras zoomorfas y querubines.

La Lechuga se ha integrado en la sala 18A del Museo del Prado. Según Portús, «esta sala se ha elegido por cronología ya que recoge pinturas del barroco, pero también es la más adecuada para su ubicación desde el punto de vista estético. La custodia ayuda al visitante a comprender mejor estos cuadros y a su vez estos crean un contexto en el que La Lechuga se integra de una manera extraordinariamente natural».

Tierra de orfebres

Durante el siglo XVII y XVIII la orfebrería producida en América alcanzó un gran nivel de elaboración. La mayoría de piezas que se elaboraron durante este periodo tenían un fin religioso y gracias a la riqueza del territorio fue posible la producción de numerosos objetos que fueron trabajados para decorar altares de iglesias que, hasta hoy, sorprenden por su belleza.

Dentro de la cantidad de piezas litúrgicas realizadas en oro y plata durante el periodo colonial, sobresalen las custodias, cuya función era presentar la hostia consagrada a los fieles, formando parte del ritual litúrgico y siendo exhibidas en procesión durante la fiesta del Corpus Christi. En América se prefirió elaborarlas en forma circular y con rayos ondulantes, dotándolas de un carácter simbólico en relación al Sol.

El Banco de la República de Colombia compró esta custodia a los jesuitas y hoy forma parte de su Colección de Arte, que puede visitarse en el Museo de Arte del Banco en Bogotá y que, junto a la colección del Museo del Oro, cuentan la historia de 3.500 años de arte en Colombia.

Sexta obra invitada y primera no pictórica

Desde 2010, el Prado, con el apoyo de su Fundación de Amigos, realiza el programa Obra invitada, una actividad que permite exhibir en el Museo piezas únicas procedentes de prestigiosas instituciones de todo el mundo que complementan sus colecciones y propician diálogos entre diferentes culturas y periodos históricos. La Lechuga será la sexta obra invitada y la primera no pictórica.

Para presentar esta custodia, el Museo ha elegido la sala 18A del edificio Villanueva, que reúne obras de Claudio Coello, Herrera ‘el Mozo’ y Antolínez, entre otros. Son cuadros dinámicos, coloristas y exuberantes en los que, al igual que en La Lechuga, la riqueza, el cromatismo y el esplendor fueron puestos al servicio del culto católico.