Pero no penséis mal, no hay recuerdos sórdidos ni lúgubres, sino alegres, luminosos y sabrosísimos. Sevilla, como muchas otras ciudades españolas, es un lugar lleno de bares, locales en los que la gente desarrolla su vida social desde el desayuno hasta la cena pasando por el aperitivo, el almuerzo o la merienda. Con el habitual tiempo seco y soleado de la capital andaluza, esa costumbre se lleva al extremo y en el repertorio se incluyen terrazas, veladores y ventas. Y entre taburetes de madera, sillas y mesas de latón o montaditos de pringá transcurrió mi infancia y primera adolescencia y se fraguó mi devoción por la hostelería tabernaria con enjundia.

Recuerdo, muy de pequeño, ir con mi padre, los dos solos, a un bar estrecho y profundo en la Avenida de la Cruz del Campo, casi llegando a la Gran Plaza, a comer montaditos de lomo, que me encantaban. Aquel lugar, de cuyo nombre no estoy completamente seguro, probablemente sea Casa Prieto, que aún está abierto y sirve esos pequeños bocadillos tan sencillos y deliciosos. También son especialistas en desayunos con una amplia variedad de tostadas y riquísimos calentitos.

Marisco ochentero

Recuerdo también la tradición familiar que teníamos los días de Navidad. Pasábamos siempre la nochebuena en casa de mis abuelos maternos, en Carrión de los Céspedes. Pero nunca dormíamos allí. Volvíamos a Sevilla ya de madrugada y solíamos llegar a casa coincidiendo con la salida de la misa del gallo del colegio Portaceli, en Eduardo Dato. Al día siguiente íbamos mis padres, mis dos hermanas y yo a comer juntos al restaurante El Toboso de la Gran Plaza, que desgraciadamente cerró hace unos años. Me encantaba pedir allí el cóctel de marisco, que servían en un elegante (y muy ochentero) bol metálico, y la friturilla de la huerta, mi plato favorito, tan simple y sencillo como un rebozado de cebolla, pimientos y gambas, si no me falla la memoria.

Otros domingos íbamos los cinco hasta Los Remedios para comer en un local que a mis padres, a mis hermanas y a mí nos encantaba: Los Cuevas. Allí servían un pescado frito estupendo y muchas recetas camperas. A mi padre le gustaban especialmente los huevos esparragados, las espinacas con garbanzos o los distintos platos con tagarninas, esa especie de espárrago silvestre ligeramente amargo.

Recuerdo perfectamente el local original, ahora ampliado, con una barra estrecha a la entrada que se ampliaba luego en un salón cuadrado, con ocho o diez mesas todo lo más. Fácilmente es uno de los 10 o 12 establecimientos en los que mejor recuerdo haber comido nunca. Aunque esa percepción bien podría estar alterada por la felicidad que da el recuerdo de los buenos momentos de la infancia.

También eran habituales las meriendas en el centro, cuando acompañaba a mi madre de compras, bien a por ropa para nosotros, bien a por crespones, encajes o telas de traje de flamenca a Velasco o Nueva Ciudad.

El lugar favorito de mi madre para tomar un tentempié era la confitería Ochoa, entre Sierpes y Cerrajería, de la que recuerdo su bollería y sus batidos. Otra opción, que también cerró, era ir a Los Estepeños (las estepeñas en realidad porque dueñas y trabajadoras eran todas mujeres) a comprar para llevar a casa el dulce favorito de mi padre, milhojas de merengue.

Ensaladilla y fabada

Cuando el paseo por el centro nos cogía en otro horario, más salado, a mi padre le encantaba llevarme a la Cervecería Internacional, en la calle Gamazo. En aquel extraño templo de la cerveza extranjera en Sevilla, capital de la Cruzcampo, con decenas de tiradores de marcas de toda Europa y parte del extranjero, al señor Gil le encantaba pedir la checa Pilsner Urquell y comerse una tapita de ensaladilla de gambas y otra de fabada. Cosa fina. En aquel lugar, y cumpliendo con aquel mismo rito, estuve por última vez con él la mañana de mi boda, hace ya más de 13 años, y aún tres antes de su fallecimiento.

También con mi padre íbamos siempre a tomar café los domingos de fútbol en el Benito Villamarín al Jamaica o al Rincón de Manolo, en la calle Padre García Tejero. Allí, en aquellas tardes previas a los partidos del Betis, le cogí el gusto a beber tónica, aún sin ginebra, pero con su rodajita de limón.

Y en Carrión de los Céspedes le encantaba llevarme al Bar Naranjo (o Casino Bolandri como se conoce en el pueblo), a comer gambas al ajillo o cabrillas, esos gordos caracoles en salsa de tomate picante, una perdición para mi padre que supo transmitirme fielmente.

Desayuno de profesores

Ya de adolescente, en el bachillerato, recuerdo los recreos en el colegio Santa Joaquina de Vedruna, de las carmelitas. A partir de los 14 años nos daban permiso para salir a la calle en el descanso de media mañana y los chavales se tiraban de cabeza a las dos o tres tiendas que había frente al centro para comprar bollería o bocadillos. ¿Todos los chavales? No, un grupo selecto de especialistas se conformaba de lunes a jueves con comprar una pieza de pan a palo seco en la panadería Polvillo para, con el dinero ahorrado de la asignación diaria para desayuno, darse un auténtico homenaje el viernes. Para acabar la semana en todo lo alto, nos íbamos a Casa Ruiz, el bar en el que desayunaban los profesores, para allí pedir un café con leche y una tostada entera con aceite, tomate y jamón de pata negra. No hace mucho estuve allí con mi primo Julio, vecino del barrio, y se me saltaron los lagrimones repitiendo desayuno embriagado por los recuerdos y por el perfume a café recién molido y a tocino ibérico derritiéndose sobre el pan recién tostado.

Esa época es la de empezar a salir con los amigos, en pandilla. Primero al cine, o a hacer deporte. Y más adelante, ya de noche. En Sevilla, esa iniciación a la vida social tiene un capítulo fundamental, que es la Semana Santa, días en los que sales a ver procesiones en grupo pero en los que aprovechas también para quedar con gente, buscar a las chicas que te gustan y comer o cenar en bares por primera vez sin tus padres. Recuerdo de aquellas tardes cofrades el Patio de San Eloy, con su magnífica tarta vegetal, o el bar Las Columnas (Bodega Santa Cruz), en Mateos Gago, que ofrece su mundialmente famoso montadito de pringá.

Semana Santa

Pero el rey de nuestras salidas capillitas era Blanco Cerrillo. Aquel local, en plena bocacalle de la calle Tetuán, tan cerquita de la carrera oficial, era nuestro principal lugar de avituallamiento durante la semana de cofradías. Mientras los pijos y las niñas monas elegían quedarse toda la tarde-noche en el Sancho, nosotros preferíamos, entre procesión y procesión, reponer fuerzas con un buen bocadillo de boquerones en adobo con mayonesa en aquel templo del olor intenso y sabroso.

Lo demás es historia. A partir de determinada edad, y en una ciudad como Sevilla, todo es un auténtico descubrimiento. Cientos de bares de tapas, tabernas y restaurantes a tu disposición. Una aventura con final feliz cada fin de semana.

Y es que, si la patria del hombre es la infancia, mi bandera está hecha de pescaito frito, aliños y ensaladilla, guisos tradicionales, jamón y embutido ibérico y buenas carnes a la plancha. De serrín en el suelo y cuentas escritas con tiza en la barra. De refrescos de limón y cafés bien cargados. Sólo así se entiende esta afición por la gastronomía popular. Qué le voy a hacer si yo me crié de bar en bar, señores!