Los escenarios rurales tienen un peso incuestionable en quien vino al mundo en una familia de agricultores, y quien bebe de la cultura popular, «una de mis pasiones», para construir una cinematografía que comenzó en 1990 con el cortometraje Los héroes son inmortales. Once años más tarde produjo y dirigió Ce vieux rêve qui bouge, que le valió el Premio Jean Vigo.

Son siete, hasta la fecha, los largometrajes que lo sitúan en el escogido grupo de cineastas franceses con un discurso más personal. Con El desconocido del lago logró en Cannes el galardón al mejor director. Con El rey de la evasión, el premio Âge d’or, y con Aquí comienza la noche, el Sade. Espiga de Oro de la Seminci vallisoletana con Misericordia, su actual apuesta, ha querido «tratar esa difícil cuestión de la moral del ser humano».

– La palabra misericordia tiene varias acepciones. ¿Qué es la misericordia para Alain Guiraudie?

Para mí, la misericordia trasciende el perdón. Tiene que ver con la empatía, con entender a los demás más allá de cualquier moralidad. Se trata de tender la mano al otro. Es una palabra anticuada, que ya no usamos mucho, y que encaja bien con la película por su atemporalidad. Esta idea de misericordia, de ‘entender a los demás a pesar de todo’, permea toda la historia.

– La misericordia de su película está envuelta en misterio…

Sí. Aquí, incluso más que en mis otras películas, me he esforzado en cultivar el misterio. He intentado que los espectadores se hagan preguntas y participen en la historia. Es la mejor manera de evitar el aburrimiento y transmitir deseo. Lo cual, para mí, es el gran misterio de la vida. Te das cuenta bastante rápido de que el héroe se queda aquí porque desea a alguien. Incluso si todo es cambiante. Él mismo es objeto de deseo. Y también me interesa mucho la confusión que este personaje y sus intenciones poco claras pueden provocar. Me gusta el hecho de que no sepamos quién es el villano ni de qué lado estamos.

– ¿La sorpresa como elemento para captar al espectador?

Creo que los espectadores de mis películas esperan ciertas cosas de mí; pueden ver más o menos hacia dónde me dirijo. Soy muy consciente de que casi siempre planteo las mismas cuestiones, los mismos motivos, y juego con eso, con lo que se espera de mí. Pero también quiero sorprender, sorprenderme a mí mismo, renovarme. Tal vez también era hora de que el deseo no terminara en sexo. No sé si alguien lo ha dicho antes, pero me parece que la gente solía filmar peleas para evitar filmar sexo. En cierto sentido voy en la dirección opuesta. En cualquier caso, aquí el deseo tampoco está claro; no estoy buscando resoluciones. También hay un personaje principal que imagina cosas, y los espectadores deben hacer lo mismo, al igual que yo.

– Hablando de deseo y sexo, ¿por qué lo focaliza en personajes y cuerpos que se alejan de los estándares supuestamente eróticos?

Desde siempre he tenido la tentación de erotizar cuerpos que se salen de los estándares convencionales. Me refiero a personas gordas, viejas, poco agraciadas… Mi vida sentimental –también la erótica y la sexual– ha tenido lugar en el entorno obrero y rural, mucho más con personas del campo que con gente de ciudad. Por eso, y acaso también como postura política, intento aunar mi universo personal con mi ejercicio profesional cinematográfico. Quiero reflejar que la pulsión sexual también sucede fuera de los circuitos urbanos, lejos de personas pudientes con cuerpos perfectos.

– ¿Misericordia es un filme que mira premeditadamente al pasado?

En buena medida, sí. Un pasado misterioso cuyas consecuencias ni siquiera llegamos a percibir… Claro que los protagonistas tienen un pasado, y un pasado compartido, pero la película se desarrolla en el presente, en un aquí y ahora. A decir verdad, no pensé que fuera necesario filmar ningún flashback. Todo lo que queda de este pasado es un álbum de fotos que el protagonista disfruta mirando. Como sucede en otras de mis películas, la acción se desarrolla entre ayer y hoy. El pueblo en el que filmamos transmite una sensación de atemporalidad: construido alrededor de la iglesia y la plaza, con su majestuoso presbiterio, sus viejos edificios y sus casas nuevas. Con la panadería cerrada y las calles vacías, no puedes evitar pensar que el pueblo alguna vez fue un lugar más animado. En ese escenario, la relación entre los personajes Jérémie y Vincent es bastante confusa. Es fácil imaginar que debieron haber sido grandes amigos en su adolescencia, compartiendo secretos, pero han perdido el contacto y algo ha cambiado. No están realmente juntos como sucedía en el pasado. Ese malestar me interesa. Crea una tensión que solo puede llevar hacia un punto trágico.

– ¿Cuánto tiene de autobiográfica su nueva propuesta?

Sí, la película mira hacia mi pasado. Me fijé mucho en cómo fue mi juventud. He puesto muchos de mis sentimientos adolescentes en esta película: la rivalidad entre chicos, el deseo subyacente, la forma en que miramos a la madre de un amigo y a su padre, por supuesto. Es siempre lo mismo: el cine me permite mezclar mi experiencia con la gran historia del cine y del mundo. Es una manera de universalizar mi historia personal. También es una forma de aprender y descubrir. Me gusta citar a Michel Schneider: «Todas las novelas son historias en las que nos contamos lo que somos, lo que nos gustaría ser y lo que no sabemos que somos». Lo mismo ocurre con las películas.

– ¿Cabría decir que Misericordia es una película otoñal?

Acaso más una película crepuscular. Comienza con un funeral y termina en un cementerio por la noche. Un hombre regresa al lugar de su adolescencia, su juventud temprana, y poco a poco se encuentra atrapado allí. El otoño se adapta a los temas de la película. El otoño es melancolía. Ofrece una luz y un color bellos. Por otro lado, también evoca el mal tiempo, la niebla, el viento. Me interesaba mucho filmar en noviembre. Sin embargo, el colorido del otoño –hojas rojas, ocres, amarillas– no dura mucho, no más de un mes. Fue arriesgado y frágil: cuando estábamos filmando, esperábamos que las hojas se quedaran en los árboles. Tuvimos que hacerlo rápido porque en unos pocos días pasamos del verano al invierno.

– ¿Cuáles han sido sus referencias a la hora de rodar esta película?

En lo que respecta al cine negro, Hitchcock y Fritz Lang siempre son una referencia para mí. En cualquier caso, forman parte de un bagaje cultural común, así que siempre están ahí, en el fondo de mi mente. A veces me comparan con Claude Chabrol por su mezcla de drama y comedia. Pero él, a menudo, tiene ese lado burlón, irónico, con el que tengo un problema. Estoy muy cerca de mis personajes. Pongo una parte de mí en cada uno de ellos. Si tuviera que nombrar a un cineasta, curiosamente, el que sobrevoló esta película fue Bergman. No tiene mucho que ver con el cine negro, pero muestra una gran misericordia. Una forma de amar a las personas pase lo que pase.

– ¿En función de qué elige a los actores para personajes tan complejos?

Nunca escribo pensando en los actores, y suele ser en el casting donde empieza el problema: cuando tengo que darle un cuerpo, una voz, a esos personajes que tengo en mente de una forma muy vaga. Pensé rápidamente en una actriz con la categoría y veteranía de Catherine Frot para interpretar a Martine, principalmente por su ingenuidad, su calidad infantil. Pero dudé en pedírselo porque siempre tengo miedo de que, a través de una actriz tan conocida –a quien hemos visto en tantos papeles–, sea difícil verla en un nuevo personaje creíble. Pero tan pronto como di el paso y conocí a Catherine todo fue sobre ruedas. Ensayamos, y Catherine encajó perfectamente en el mundo de la película. Muy rápidamente creí en su personaje.


En la parte final de la entrevista, inevitablemente surge una reflexión sobre el difícil balance moralidad-inmoralidad consustancial al ser humano, un tema especialmente interesante para Alain Guiraudie: «Las películas que me interesan buscan desafiar el orden establecido; observan y muestran el mundo desde un ángulo único. Y aquí he elegido cuestionar o sacudir algunas reglas morales establecidas, particularmente en la cuestión de la culpa, el remordimiento, el perdón y, por supuesto, hasta dónde puede (o debe) llegar el amor al prójimo. Son preguntas que creemos haber resuelto de una vez por todas, pero no creo que lo hayamos hecho. ¿Deberían los asesinos ser encarcelados? ¿Somos realmente inocentes de los desastres del mundo? Y estas preguntas (y giros) son, en cierto modo, respondidas por el personaje del sacerdote. De hecho, él se hace cargo de mi propio cuestionamiento, de mi propia reflexión. Misericordia no da realmente respuestas, pero espero que estas preguntas y estas inquietudes resuenen en los espectadores».