Seguramente estaba compuesto por un argumento sólido y elegante; por el refinamiento de los diálogos, a menudo cargados de doble sentido o de una fina ironía para provocar la sonrisa o acentuar la diversión; por lo que sugería o insinuaba en cada escena, que era tanto o más que lo mostrado, y el erotismo subyacente en muchas de sus películas, puesto a buen recaudo de los censores por la sutileza con la que se planteaba.

Detrás de sus comedias, de apariencia ligera, se ocultaba siempre un guion muy trabajado y, con frecuencia, un importante compromiso moral y social, así como un cierto gusto por ese mundo brisado de un romanticismo que ya no era (¿qué mujer puede resistirse a un ladrón que, después de colarse en su alcoba, es capaz de preparar una cena así?: “Ha de ser una cena maravillosa. Quizá ni la probemos. Pero es preciso que lo sea. Camarero, ¿ve esa luna? Quiero ver esa luna en el champán”).

Sus películas procuraban no contar del todo la historia que trataban, procurando abrir la mente del espectador, incitándole a que adivinara lo que estaba ocurriendo o podía ocurrir y, a veces, incluso invitándole a participar en la elaboración definitiva del guion.

Lubitsch nunca dio importancia alguna al hecho de llamarse Ernesto. Tenía la memoria de los árboles de hoja perenne, siempre verde, el entendimiento veloz, como el movimiento de los felinos, y la voluntad tan resistente como la naturaleza del diamante. Era un judío alemán con la mirada descarada, el oído fino y el corazón tan frágil como corajudo. Sin necesidad de separar las aguas del mar rojo cinematográfico, pasó de la orilla muda a la sonora con su vara mágica para detectar el sitio preciso de los ruidos y de los silencios, y continuó viaje hacia la tierra que él mismo se había prometido con su equipaje cargado de insolencia, humor inteligente, relativismo certero, e indulgencia para las humanas flaquezas, sabedor de que algunas de ellas podían alimentar de manera sustanciosa escenas como las que se adivinaban tras los planos de sus puertas cerradas. Y esa tierra a la que pretendía llegar, y llegó, no era otra que aquella en la que se podía celebrar cada día el hecho de estar vivos, incluso en medio de la amargura, y en la que no se debía tomar en serio ninguno de los convencionalismos sociales.

Antes y después de que la palabra fuera hecha en el cine, Ernest Lubitsch tuvo claro que había que huir de las vulgaridades, construyendo gags visuales que hablaban por sí solos de un príncipe y de otros muchos personajes, o buscando sorpresas para un bazar, como la de encontrar en medio de la rutina de la tienda de la esquina una historia de amor que parecía estar sacada de las páginas de Dickens.

Desde siempre supo que era necesario utilizar la trama, que llega hasta donde no llega la intriga, incluso cuando ésta pueda haber sido maquinada por un ángel, caído o con capacidad de vuelo a ras de cielo. Manejó el sarcasmo para resolver el ser o no ser de la situación más terrible, como aquella por la que pasó, en medio de innumerables peripecias, una compañía de teatro en la Varsovia ocupada por los nazis. Fue un maestro en la utilización de detalles sutiles, como el empleado para hacer ver que una irredenta bolchevique, que atiende al nombre de Ninotchka, ha sucumbido a los encantos del capitalismo que un sofisticado sombrero es capaz de ofrecer, arrastrando en su rendición todas las rigideces del ridículo sistema soviético.

Hizo el amago de morirse con la única intención de que su amigo Sam Raphaelson le hiciera un obituario para luego corregírselo sin tocar una sola palabra y extraer de él un buen epitafio: “amaba las ideas más que nada en este mundo”; cuando se murió de verdad, su secretaria de toda la vida gastó el dinero que había conseguido ahorrar en comprar una tumba junto a la suya, antes de que pudieran hacerlo Billy Wilder, François Truffaut o Woody Allen. Puede que lo hiciera para no tener cada mañana en el más allá la nostalgia del más acá o, quizás, porque también ella había descubierto que Freundschaft era el último toque Lubitsch.

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