El lunes 17 de enero de 1966 fue un día negro en la historia, pero solo el azar evitó que se convirtiera en el color todavía más carbonífero de la nada. Por entonces, España parecía dejar atrás la edad de plomo de los “25 años de Paz”, y no entró en la definitiva edad del plutonio de pura chiripa: de cualquiera de las alternativas posibles, el azar optó por aquella que contradecía al resto de probabilidades estadísticas y permitió que las bombas atómicas caídas sobre Palomares pudieran alcanzar el límite de lo imposible, allí donde anida lo milagroso, evitando que aquel invierno de 1966, y todos los demás inviernos, transmutara en infierno.

Eran poco más de las diez y cuarto de la despejada mañana del lunes, diecisiete de enero de 1966, cuando un bombardero B-52 de las Fuerzas Armadas estadounidenses, al mando del capitán Charles J. Wendorf, copilotado por Larry Messinger y cargado con cuatro bombas termonucleares (bombas de hidrógeno plutonio-uranio 235), cada una de ellas con un poder destructor muy superior al de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, chocaba en una mal calculada operación de acercamiento con un avión nodriza (KC-135 Stratotanker), comandado por el mayor Emil J. Chapla, que le iba abastecer de combustible en pleno vuelo; se trataba de la ejecución de una tarea rutinaria entre las acciones tácticas que se venían realizando por parte del ejército norteamericano desde la caída del “telón de acero”, dentro del plan estratégico militar diseñado durante la llamada “Guerra Fría”.

En cuestión de segundos, el B-52 explotó y se partió en varios fragmentos, mientras varios de sus tripulantes lograban lanzarse en paracaídas; por su parte, el avión cisterna voló unos instantes más hasta que estalló convirtiéndose en una inmensa bola de fuego. De los sietes tripulantes del bombardero, uno llegó vivo a tierra; otros tres, entre ellos Wendorf, fueron arrastrados al mar en sus paracaídas y rescatados con vida por pescadores que faenaban frente a la desembocadura del río Almanzora; el resto de tripulantes del B-52 y los cuatro del avión cisterna perecieron en el accidente.

De las cuatro bombas termonucleares, tres cayeron en tierra, sin que explotara ninguna de ellas, aunque sí se produjeron fugas radiactivas en dos de los artefactos, desplazados hacia un área deshabitada por el viento. La cuarta bomba fue a parar al mar y el azar, manejado nunca como en ese momento por la diosa fortuna, también quiso que quedara intacta al engancharse su paracaídas en el saliente de una gran sima marina de casi dos mil metros de profundidad. Para recuperarla se realizó un gran despliegue naval estadounidense, en el que intervinieron 34 barcos, 2.200 marineros, 130 buceadores y 75 científicos, además de los especialistas en accidentes aeronáuticos que se habían desplazado a la zona desde el primer momento.

Casi tres meses después, el 7 de abril, la odisea del rescate concluyó, tras una compleja operación técnica que requirió tanto la ayuda de un minisubmarino como los consejos para su precisa localización de un sencillo pescador de Águilas, Paco Simón, que había asistido atónito al espectacular accidente mientras faenaba con su barco en el corazón del Golfo de Almícar.

El intenso azogue militar había dado comienzo menos de una hora después del accidente con la activación del mecanismo de emergencias denominado Flecha Rota (Broken Arrow) y siguió con la orden de “busca y captura” de las bombas por parte del presidente Lyndon B. Johnson y el inmediato desplazamiento a la zona del siniestro del general Delmar Wilson.

La tarea se vio acompañada del hermético ocultismo de la Administración estadounidense (“una operación rutinaria”) y del mutismo del Gobierno español (“el silencio impuesto”), que envió por todo mensaje a la población española el baño de Fraga y del embajador estadounidense, parafernalia de TVE y NO-DO por medio, en la playa de Quitapellejos. Mientras tanto, la población de Palomares se sometía a análisis radiactivos y controles periódicos, en la espera, cada vez más desesperadamente esperanzada, de no tener que oír por boca de los médicos ni siquiera el consolador “es benigno”, recibir algún tipo de compensación económica y de que las promesas de uno y de otro gobierno no se perdieran en el aire.

Tras la recuperación de la última bomba, los técnicos no tuvieron más remedio que reconocer la destrucción apocalíptica que se hubiera producido en el caso de provocarse una reacción en cadena de alguna de ellas: el paisaje de toda la comarca se hubiera transformado en algo muy parecido a un cráter lunar. Palomares, Villaricos, Cuevas de Almanzora, Vera, Garrucha, Mojácar, Turre, Los Gallardos y Antas hubieran quedado completamente arrasados, sin ningún vestigio de vida animal o vegetal, y la lluvia radiactiva hubiera caído en una extensión de alrededor de mil kilómetros cuadrados.

Fama universal

Sin embargo, para el cínico embajador de los Estados Unidos en España, Angier Durke, los almerienses deberíamos estar agradecidos al accidente nuclear, ya que supuestamente este habría traído consigo la modernización de la comarca del Levante: ”… estos pueblos eran desconocidos y hoy tienen fama universal. (…) en efecto, probablemente hemos metido a esas gentes… en el tiempo, en nuestro tiempo… en un tiempo de bombas atómicas” (diario Arriba). No sería esta la única estampa berlanguiana que nos dejaría el nefasto acontecimiento.

La realidad fue que, como tantas veces ha ocurrido a lo largo de la historia con otros desastres, a ese primer momento de shock siguió la continuidad desconcertante de la vida. Es más, en el colmo de lo insólito, un grupo de estudiantes del Instituto de Cuevas del Almanzora realizó una versión de la Chica ye-yé, canción compuesta por Augusto Algueró e interpretada por Concha Velasco, muy popular en aquellos días, que decía: “…no te quieres enterar que la bomba va a explotar, no te quieres enterar, ye-yé, no te quieres enterar, ye-yeyé, y vendrás a pedirme y a rogarme que te lleve en mi coche a Palomares, pero no te llevaré, ye-yé, porque me contagiaré, ye-ye-yé, porque tú no haces caso ni le temes a la radiactividad…”. Todo resultaba tan disparatadamente irreal que la gente buscaba refugio en la realidad cotidiana de manera espontánea y desacomplejada.

Aunque parezca increíble, el definitivo eclipse nuclear al que parecía abocado aquella mañana de enero no llegó a producirse y la Axarquía almeriense no se vistió de la ceniza desprendida del frío nuclear de una guerra de la que nada sabían sus gentes, hasta que Isabel Álvarez de Toledo, duquesa de Medina Sidonia, popularmente conocida como la “duquesa roja”, les despertó las conciencias (hasta este rincón del sureste peninsular no había llegado todavía la demoledora sátira de Guerra Fría representada por la película de Stanley Kubrick ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, que ya podía verse en algunos cines de Madrid y otras capitales de provincia). Si la crisis de los misiles cubanos entre soviéticos y estadounidenses había puesto al mundo al borde de su destrucción nuclear, no lo estuvo menos aquel día en el que se pudo haber hecho la noche más oscura y quedarnos sin futuro, en la más pura nada, un viaje de vuelta al vacío anterior al tiempo. Solo los príncipes de Serendip o las moiras, diosas del destino, sabrán por qué no se produjo la destrucción apocalíptica.

Temblor en el aire

En aquel entonces, yo tenía 10 años, vivía con mi familia en Turre, el pueblo de nombre polisémico situado en el regazo de Sierra Cabrera y distante poco más de dos leguas de Palomares, y me preparaba para examinarme por libre en el recién estrenado Instituto de Enseñanza Media de Cuevas del Almanzora de las asignaturas de primero de bachillerato. Desde primeros del mes de octubre hasta principios de junio, fecha de los exámenes, mi padre, que era maestro de escuela en Turre, se encargaba de engrasarnos la memoria, el entendimiento y la voluntad a un grupo de tres amigos y a mí cada mañana y cada tarde al terminar su jornada escolar.

Asistí a esta película de ciencia ficción, que parecía sacada del repertorio de Robert Wise (Ultimátum a la Tierra), desde el mirador de la calle Rosales, a la espalda de la Iglesia y de la calle Palmeras, donde estaba ubicada la casa familiar. Acababa de desayunar un tazón de leche de cabra, manchada con un chorreón de café de malta, y un trozo de torta de pascua, hecha a base de harina, almendra y matalahúga que, con el tiempo, ha operado en mí como si fuera la magdalena de Proust; todavía tenía su regusto en la boca cuando mi madre me mandó hacer un recado a la tienda de ultramarinos de las hermanas Orozco, antes de ponerme a estudiar hasta el mediodía, como cada mañana.

Al salir de la casa, atraído por el sonido de los dos aviones, miré hacia el cielo azul apenas teñido por unas pocas lechadas de cirros y vi en pleno vuelo cómo se dirigían, muy cerca el uno del otro, hacia el oriente. Un instante después, cuando apenas había bajado la vista, pude sentir el temblor del aire en aquella tranquila mañana de invierno. Al contrario de lo que sucede con las tormentas, en las que el relámpago precede al trueno, en este caso fue un resplandor de fuego el que siguió al estruendo del choque de los aviones. En el cielo, se posó una nube de polvo blanco en forma de corazón deshilachado, que, según supe años más tarde, había sido atrapada por la cámara fotográfica de Eddie Fowlie (colaborador del director de cine David Lean que había decidido quedarse a vivir en Carboneras tras el rodaje de la mítica película Lawrence de Arabia), que se encontraba en aquel momento en las cercanías de Mojácar. Eran exactamente las 10 horas y 22 minutos cuando la tragedia llenó la atmósfera con ese aire de fin del mundo.

Todos al campo

Cuando la lluvia de trozos metálicos ardiendo y paracaídas incendiados hubo terminado vi una riada de gente del pueblo corriendo hacia el irónico río Aguas, que rodea el pueblo por la parte nororiental, hacia la zona de la loma de La Venena, en la creencia de que era allí donde habían caído los aviones, pues el cálculo de las distancias aéreas a ojo de buen cubero suele crear falsas expectativas. Yo también corrí hacia allí, tratando de cubrir el kilómetro de distancia que había entre el centro del pueblo y el cabezo como si estuviera corriendo una competición de cien metros lisos. Al llegar, todos pudimos comprobar que las esparragueras, los palmitos, las tapeneras y los tomillares seguían el ritmo marcado por la naturaleza, a su chana-chana, sin la más mínima alteración. Entonces, alguien gritó: “¡tiene que haber sido en Palomares, vámonos p’allá!”; pocos minutos después, la media docena de coches particulares disponibles en el pueblo, abarrotados de gente, cruzaban el puente y ponían rumbo a Palomares.

Mientras contemplaba la espantada automovilística, escuché a alguien decir desde un Gordini que parecía el Submarino amarillo de la portada del disco de los Beatles: “Pepico, súbete”, pero no sabría decir si fue un raro instinto de prudencia o el hecho de que intuía que, a pesar de todo, la clase del mediodía con mi padre se mantendría, lo que me hizo declinar la invitación y renunciar a ese viaje al corazón de las tinieblas.

Al parecer, el mismo fenómeno ocurrió en el resto de los pueblos de la Axarquía almeriense, especialmente en Cuevas del Almanzora, siendo algunos profesores del instituto las primeras personas en llegar a la zona del siniestro, aparte de los vecinos de Palomares. La ignorancia de visitantes y vecinos, que no fueron advertidos del grave riesgo que corrían hasta bastante tiempo después, hizo que muchos de ellos patearan los terrenos contaminados sin la más mínima protección (tampoco lo estuvieron los agentes de la Guardia Civil y los paisanos que colaboraron con el Ejército estadounidense en las primeras medidas de limpieza durante los días posteriores). Hubo algunas personas que incluso recogieron de manera imprudente trozos de los aviones como si se trataran de recuerdos coleccionables. Recuerdo que durante más de 20 años se estuvo exhibiendo orgullosamente como atractivo turístico en la entrada del singular Hotel Mojácar, hoy desaparecido, el que se decía era un trozo del B-52 sustraído de las tierras de Palomares.

La censura

Dos años después del suceso, en 1968, Isabel Álvarez de Toledo denunciaba que la tierra de Palomares era un cielo raso, arrasado por el plutonio y el uranio… Fue en ese mismo tiempo extraño en el que, en París, el mes de mayo fructificó en un verano tan caluroso que la gente buscaba la playa debajo del asfalto; en Praga, los mismos días se volvieron invernales, cortos y oscuros, con sus noches de frío, escalofrío, y en la ciudad de México, la primavera se presentaba por el tiempo en el que aquí florecen los crisantemos, con el mismo olor a cementerio.

En Madrid, los guardas de la censura impedían ver los árboles del bosque, todavía envuelto en una niebla gris: “aquí no ha pasado nada”, “en Palomares hay tanta radiactividad como en el Bosque de Bolonia de París”. Parecía que, como en la copla flamenca recogida por Demófilo (Antonio Machado Álvarez), todo estaba como tenía que estar: “En la torre está el reloj, / el mochuelo en el olivo, / en mi corazón la pena, / cada cosa está en su sitio”.

En Palomares (Memoria), la duquesa de Medina Sidonia reconstruía unos hechos en buena medida desconocidos para la opinión pública española, al tiempo que denunciaba la precaria situación sanitaria y económica de los campesinos y pescadores de la zona. Según cuenta, en la tarde de aquel lunes azul, pronto teñido de negro, muchos habitantes de Palomares manipularon la “bomba del tío Pedro” (así llamaron a la caída más cercana a la población), y buscaban pedazos de metal, trozos de avión y retales de paracaídas como recuerdos. La autora mezcla con habilidad diversos elementos: descripción de hechos y escenas mediante la narración viva de los propios vecinos, testigos presenciales de los hechos, referencias frecuentes a las crónicas publicadas en la prensa nacional, crítica a tales informaciones, y reflexiones personales sobre puntos concretos. Desafortunadamente, el libro quedó silenciado durante muchos años y la “duquesa roja” vio la cárcel por su denuncia de la “mentira oficial” y la defensa de los derechos de los vecinos.

Ayer y hoy

Ya en la década de los años 80 aparecería el libro del diplomático Rafael Lorente Las bombas de Palomares, ayer y hoy; Lorente, que también había presenciado desde Mojácar el choque de los aviones, acudió pronto a Palomares a curiosear y, con el paso de los días, se convirtió en un aglutinador de los grupos de protesta por el accidente. Sus declaraciones a José Antonio Novais, corresponsal del diario francés Le Monde, fueron decisivas en la difusión internacional, lo mismo que los fueron las crónicas e imágenes enviadas por los hermanos André y Jaime “Tito” del Amo a la United Press International para su distribución a distintos periódicos.

Desde hace años se sabe que la contaminación registrada en Palomares fue la más grave de plutonio registrada hasta entonces en el mundo… Pero, en España, el Plan de Estabilización de los tecnócratas del Gobierno de Franco comenzaba a dar sus frutos: el “seillas”, las letras, el televisor, los primeros “yuspikinguilis” en los bares y los biquinis en las playas españolas eran los símbolos visibles del avance imparable de una clase media cada vez más amplia. No podía ponerse en riesgo la que comenzaba a ser la principal fuente de ingresos del Régimen por unas cuantas hectáreas contaminadas de radiactividad, sino todo lo contrario. Manuel Fraga, a la sazón ministro de Información y Turismo, inauguraba el Parador Nacional de Turismo Reyes Católicos de Mojácar y el mismísimo “Caudillo por la gracia de Dios” hacía lo propio con el Aeropuerto de Almería.

Coincidiendo con el 50 aniversario del desgraciado accidente, hace cinco años, el periodista José Herrera Plaza, después de media vida de concienzudas investigaciones que le habían proporcionado, entre otras cosas, un considerable material para la exposición y el documental Flecha Rota, trató de dar respuesta a algunos interrogantes y sacar a la luz responsabilidades que quedaron sepultadas bajo la losa del secreto de Estado en su más que interesante libro Accidente nuclear en Palomares. Consecuencias, 1966-2016. Por su parte, Rafael Moreno también publicó ese mismo año su ensayo La historia secreta de las bombas de Palomares, que trataba de contextualizar el accidente y arrojar más luz sobre su gestión y sus consecuencias.

Tierra y cultivos

Es verdad que tras el siniestro el Ejército de EE.UU. trasladó a su territorio alrededor de un millón de litros de residuos (principalmente tierra y restos de cultivos afectados por la radiación), pero se dejaron por recoger muchos más (alrededor de 50.000 metros cúbicos) y se estima que una importante cantidad del plutonio esparcido fue totalmente irrecuperable. Durante las dos últimas décadas se ha intentado que Estados Unidos asuma la limpieza o, al menos, retire las tierras más contaminadas. Así, en mayo del 2010, el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) elaboró una propuesta preliminar del Plan de Rehabilitación de Palomares (PRP), algo que aún no se ha llevado a cabo; en 2015 se llegó a una «declaración de intenciones» por parte del Gobierno español con la Administración Obama para que Estados Unidos se hiciera cargo de parte de la limpieza de esa tierra y se trasladara para su entierro al desierto de Nevada, que, con el tiempo, ha quedado en la nada; dos años después, Ecologistas en Acción decidió llevar el caso ante la Audiencia Nacional y presentar una demanda para que se limpiaran por fin las tierras y se desclasificara el Plan por parte del CSN, aprobándose dicha desclasificación por parte del Consejo de Ministros en noviembre de 2020. Pero el hecho cierto es que, a día de hoy, Palomares sigue sin haber sido descontaminado del todo y el Parlamento Europeo ha dado a España hasta finales de 2021 para informar sobre la contaminación nuclear real en la actualidad.

El 22 de abril, Movistar + estrenará Palomares, una serie de no ficción y cuatro episodios que reconstruye, en clave de ‘thriller’, lo que sucedió hace 55 años en aquel rincón español, sacando a la luz documentos y materiales recientemente desclasificados y cientos de imágenes y fotografías inéditas fruto de una larga investigación (como las entrevistas a Larry Messinger, piloto del B-52, o a Marvin McCamis, el piloto del submarino que encontró la bomba perdida). Pero, al mismo tiempo, también mostrará las surrealistas situaciones, propias de un guion de Rafael Azcona, que produjo la convivencia de estos dos mundos tan dispares: una pedanía de agricultores y pescadores del municipio almeriense de Cuevas del Almanzora que, de repente, se vio invadida por el más moderno y potente ejército del mundo.

Palomares

En la suave redondez de tu bahía todo era naturaleza y silencio. Frente a tu mar, frágil como un cristal de cielo, todo era misterio, aire vacío y lleno. Hasta aquella mañana de enero en la que dos nubes, como dos ángeles negros, comenzaron a chorrear espadas de fuego. En un instante pudo haberse hecho la noche más oscura, y solo los príncipes de Serendip saben por qué el eclipse eterno al que parecías abocado no llegó a producirse. Acaso ellos guarden el secreto de por qué, tras recibir el impacto de cuatro bombas termonucleares cargadas con la potencia del universo, no se derritieron tus calles, como en Hiroshima, no se incendiaron tus bosques de calistros, como en Nagasaki, no se petrificaron los cuerpos unidos de los amantes, como en Pompeya. ¿Milagro?, ¿chiripa? Lo único cierto es que, tras aquella mañana de un tiempo frío en la que todo pudo ocurrir, han podido seguir teniendo latitud el recuerdo y longitud la historia. Desde aquella mañana del 66 has sido Ave Fénix en vuelo de tus cenizas de plutonio, haciendo renacer los más ricos frutos en tus tierras arrematás, renovando hasta dulcificarla la piel de una playa en la que ya no quedan meybas ni quitapellejos, sino los excedentes de poseidonia que arroja el mismo mar que un día trajo a Amílcar para que dejara su huella y su nombre. A pesar de los vendavales de olvido que has tenido que soportar, tu buena gente no ha permitido que en los palomares de la memoria anide el alzheimer de promesas incumplidas, sino el entendimiento para vencer el angosto curso de un tiempo pasado y la voluntad de vivir en todo su ancho lo por venir.

(Microrrelato contenido en el libro Ajuste de cuentos, JGN)