Prieto nunca sostuvo una cámara fotográfica entre sus manos. No obstante, toda su vida sintió fascinación por la capacidad de esta máquina para inmortalizarle y se sirvió de ella para elaborar una suerte de biografía imaginada, haciéndose fotografiar en una variedad de poses y escenas bellas y perturbadoras que revelaban su profunda admiración por el arte grecolatino y su personal asimilación de la vanguardia europea.

Madrid, París y Roma

Frecuentando la compañía de los grandes poetas de la generación del 27, el joven Gregorio Prieto se formó en la Real Academia de Bellas Artes antes de continuar sus estudios en París y, más tarde, como pensionado en pintura de paisaje, en la Academia de España en Roma durante el período 1928–1933. Fue en la capital italiana donde eclosionó su pasión por la fotografía a raíz de su amistad con el también becado en pintura Eduardo Chicharro Briones, fotógrafo amateur que le apoyaba en la parte técnica y con el que concibió las vanguardistas instantáneas que conforman la primera de sus etapas fotográficas.

Durante estos años en torno a la proclamación de la II República Española, en que Miguel Blay y Ramón María del Valle-Inclán dirigieron la Academia de Roma, Gregorio Prieto supo beneficiarse de la laxitud de sus mandatos para elaborar un amplio catálogo de autorretratos tomados dentro de la propia institución, guiándose por un espíritu lúdico y onírico afín al movimiento surrealista que había conocido en París. Amparado en esta libertad creadora, el carácter provocativo de estas poéticas imágenes realizadas junto a Chicharro causó que muchas de ellas permanecieran inéditas en vida del artista manchego.

Durante los años del pensionado romano de Gregorio Prieto, mientras desde París el Surrealismo lideraba los movimientos de vanguardia en Europa, en la Academia se promovía el respeto y la copia de los maestros clásicos. No obstante, Prieto supo aprovechar la oportunidad que le brindaban los viajes obligatorios que establecía el reglamento del pensionado para conocer las más modernas corrientes artísticas y a la vez visitar in situ las ruinas grecolatinas que tanto admiraba.

Nuevas experiencias estéticas

Sintiéndose un marinero, emprendió viajes iniciáticos a París y especialmente a Grecia, donde admiró los bellos bronces y las estatuas “descarnadas por un sadismo de siglos”, en palabras de su amigo Vicente Aleixandre. De estos viajes regresaba a la Academia cargado de nuevas experiencias estéticas para sus fotografías. En Roma, revestido de la blancura del traje marinero sobre su oscura piel broncínea, Prieto paseaba junto a las gastadas estatuas clásicas creando escenas y visiones que inflamaban su ánimo poético, esta vez en un viaje fotográfico que se resistía al parangón.

Cuando en el verano de 1936 estalló la guerra en España, Gregorio Prieto buscó refugio en Londres; entonces no podía imaginar que iniciaba un exilio que duraría más de 11 años, hasta finales de 1947. En Inglaterra conoció la áspera vida del expatriado junto a otros compatriotas, como su amigo el desdichado poeta Luis Cernuda, con el que convivió más de dos años en su piso londinense.

Tuvieron que pasar 15 años desde las fotografías tomadas en Roma para que Prieto, ahora un exiliado entrado en años deseoso de regresar a España, volviera a situarse delante de la cámara retomando con energía renovada su secreta debilidad narcisista. Esta vez, la resolución técnica de la que siempre adolecía el manchego recaía en el escultor hispano-inglés Fabio Barraclough, que participaba con entusiasmo en la elaboración de sus nuevas fotografías.

En suelo español

Algunas fueron tomadas en Inglaterra y la mayoría en suelo español, pero como había sucedido con la serie romana, debido a su escandalosa modernidad no encontraron una fácil publicación en la atmósfera reaccionaria de la dictadura y quedaron durante largo tiempo apartadas del conocimiento público, si bien muchas fueron reabsorbidas feliz y secretamente en los collages del artista.

Con el transcurrir del tiempo, a los retratos fotográficos de Prieto en Roma, Inglaterra y España se les fue uniendo un repertorio enciclopédico con el que el manchego formó los cada vez más recargados collages postistas y los alucinados popares (su adaptación castiza del Pop-Art), rodeándose de las formas clásicas y religiosas que siempre le sedujeron y, poco a poco, de casi todo lo que exudara cierta eternidad, a veces lindando contradictoriamente con lo meramente famoso y efímero.

La vitalidad de estos collages realizados cuando el artista de Valdepeñas rebasaba los sesenta años, demuestra el ánimo entusiasta que le acompañó toda su vida y que culminó en 1990 con la anhelada inauguración de su Museo en su ciudad natal el mismo año en que fue nombrado académico honorario de San Fernando, a los 93 años.