Con la investigación documental se pudo determinar que la obra se recogió, durante la Desamortización, en el Convento de Nuestra Señora de la Salutación, donde profesó como monja de Velo Negro y Coro María Luisa de Toledo, y reconstruir el excepcional ajuar que esta dama trajo de México.
Sobre su acompañante, sus marcas indelebles en el rostro y el tono de la piel sugerían que se trataba de una indígena. El valor exótico de estos rasgos era complementado por su estatura, pues se trataba de una mujer enana. Por el tipo de tatuajes se sabe que procedía del área chichimeca, en la frontera norte de Nueva España.
Dos universos femeninos
La exposición muestra los dos universos femeninos a través de los ajuares: la Corte de México frente al mundo indígena chichimeca y la convivencia de ambos. Así, la muestra se ha organizado en seis áreas temáticas.
La piel en el viaje. Trasladarse entre las dos cortes, Madrid y México podía llevar varios meses, en unas condiciones muy duras, y más aún cuando se trataba de organizar el traslado de una casa nobiliaria, como hacían los virreyes, rodeados de criados, bultos y equipajes. Los diferentes tipos de petacas y arquetas de cuero, unas mexicanas y otras andinas, introducen en este viaje.
Lujo asiático en la corte virreinal. La llegada a México de la familia virreinal suponía el inicio de una nueva etapa en la Corte, como representantes del monarca, en la que el lujo, la ostentación, la demostración del poder, el protocolo, las relaciones, se convertían en aspectos esenciales para su funcionamiento. El palacio virreinal, ilustrado en el magnífico biombo del Museo de América, se complementa con aquellos objetos que llegaban a México a través del Galeón de Manila procedentes de Asia: mobiliario de estilo namban de Japón, porcelanas o sedas chinas. En ese palacio, los marqueses de Mancera recibieron como menina a Juana de Asbaje, más tarde Sor Juana Inés de la Cruz, que debió compartir estrado con la protagonista del retrato.
Esplendor del arte novohispano. Pueden contemplarse muebles de taracea de Villa Alta, costureros de carey, bateas lacadas de Peribán, cerámicas o barros de Guadalajara de Indias, etc. Uno de los elementos esenciales es el chocolate y la parafernalia en torno a su consumo: molinillos de madera, jícaras, mancerinas, etc.
Un universo mágico para los sentidos. En el ajuar de María Luisa figuran elementos vinculados con la obsesión por los olores: algalia, ámbar gris, copal, etc., así como pomas, quemadores, incensarios, perfumadores, y otros relacionados con la protección mágica y simbólica: copas de cuerno de rinoceronte, caracolas de nácar, piedras bezoares, pezuña de la gran bestia, sirenas, higas, etc. que, en el fondo, pretendían unos y otros, defenderse de un entorno hostil.
Espacios para la devoción. El oratorio de la familia de María Luisa estaba presidido por una Inmaculada de Herrera el Mozo, que se trasladó al convento de Constantinopla cuando ella ingresó como monja y hoy forma parte, tras una historia más complicada, de los fondos del Museo del Prado. Ese espacio tenía su propio ajuar, que incluía desde casullas, frontales de altar, hasta platería. Pero además, la dama dejó un oratorio portátil, donde suponemos se colgaba un enconchado de la Virgen de Guadalupe que refleja su gusto por los materiales americanos, entre los que contaba además cuadros de plumas con representación de santos y otros objetos para la devoción.
En la frontera… de la marginalidad. Indígena, mujer, enana y tatuada. El otro personaje retratado en el lienzo es la mujer indígena sobre la que se articula el resto de esta exposición, pensado como un contrapunto a la primera parte. Su ajuar es sencillo, ligero y práctico. En él se pueden contemplar arcos, carcajs, en el mundo masculino, frente a los cestos femeninos, el omnipresente tocado de plumas, etc.
La investigación
Entre los fondos del Museo del Prado se localizó un retrato atribuido a la escuela madrileña del siglo XVII. El lienzo representa a dos personajes femeninos, una dama ricamente vestida junto una mujer indígena de pequeña estatura y el rostro totalmente tatuado. El interés que podría tener este último personaje, en relación con el Museo de América, suscitó el inicio de una investigación con la finalidad de averiguar el origen de la obra, de la que se conocía su procedencia del Museo de la Trinidad.
Con la investigación documental en los archivos históricos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Protocolos, Nobleza, Histórico Nacional, Patrimonio Nacional, entre otros, se ha podido determinar que la obra se recogió, durante la Desamortización, en el Convento de Ntra. Sra. de la Salutación, vulgo Constantinopla en Madrid.
Allí profesó como monja de Velo Negro y Coro, María Luisa de Toledo, hija del virrey de Nueva España, Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera. Además se ha podido reconocer que el retrato fue pintado en México hacia 1670, y reconstruir el excepcional ajuar que esta dama trajo de México mediante la comparación de los diferentes inventarios relacionados con su familia.
Sobre el personaje acompañante, sus marcas indelebles en el rostro y el tono de la piel sugerían que se trataba de una mujer indígena. El valor exótico de estos rasgos era complementado por su estatura, pues se trataba de una mujer enana. Por el tipo de tatuajes, se sabe que procedía del área chichimeca, en la frontera norte de la Nueva España, seguramente de la región de Nuevo León.
El trabajo de investigación ha desvelado por un lado la recuperación de una obra novohispana totalmente desconocida, que además se encontraba en España con una historia asociada. Se ha podido reconstruir su biografía y su contexto, identificar a los personajes representados e incluso proponer una autoría (aunque la obra no está firmada), a Antonio Rodríguez, yerno de Juárez y padre de los pintores Juan y Nicolás Rodríguez Juárez.
La obra es excepcional por varios motivos: en primer lugar, representa los dos mundos sobrepuestos o contrapuestos en la América Virreinal, el hispano y el indígena, antes de que se pusieran de moda los “cuadros de castas” y con una perspectiva distinta, es decir la convivencia de dos mujeres, manifestando en el retrato unas relaciones de poder y afectividad, una carga simbólica que denotan sus orígenes y circunstancias.
Ambas mujeres, reunidas para este retrato, tienen historias o vidas totalmente diferentes, que se entrecruzan alrededor de 1670. Se trata de dos miradas distintas que nos permiten articular un discurso para la exposición temporal, presentado a partir de los contextos de los ajuares de ambas.