La historia de este proyecto comienza en 1973, cuando una beca de la Fundación Juan March le permitió comprar su primera cámara, una Pentax de 35 mm, y lanzarse a recorrer una España que todavía se movía entre la tradición y el deshielo de un régimen que daba sus últimos bandazos. Su objetivo, según escribió en la memoria de solicitud, era ambicioso: trazar un retrato antológico de las costumbres españolas en un país dividido entre la apertura y el ocultamiento. Esa declaración temprana anuncia el alcance de lo que vendría después: un mapa emocional y antropológico de una nación que se transformaba a la vez que ella la fotografiaba.

La muerte de Franco en 1975 marcaría un punto de inflexión que también aflora en las imágenes. En pleno tránsito político, García Rodero se adentró en comunidades donde la vida seguía regida por un calendario ancestral. Las fotografías registran ese territorio frágil en el que lo espiritual y lo terrenal se superponen sin hiato: rogativas por la lluvia, celebraciones estivales, ritos de paso, fiestas populares que, lejos de la iconografía oficial del momento, revelaban la intensidad íntima de un país que no encajaba en los clichés.

Lo esencial

Con el tiempo, España oculta se convirtió en un hito de la fotografía española —Premio al Mejor Libro del Año en el Festival de Arles— y en una referencia imprescindible para varias generaciones de artistas. Pero su relevancia no se explica solo por su valor documental. García Rodero posee una mirada capaz de desnudar lo esencial: en cada imagen busca lo que ella misma definió como el “alma misteriosa, verdadera y mágica” de la España popular. Y esa búsqueda, lejos de lo pintoresco, se alimenta de una atención radical a las personas, a sus gestos mínimos, a la mezcla de pasión, humor, dolor y ternura que configura los momentos intensos de la vida.

No fue una empresa sencilla. La fotógrafa ha recordado en distintas ocasiones la sensación de lanzarse “como una kamikaze” a un país que deseaba comprender desde dentro. Se enfrentó a una España humilde, casi siempre alejada de los centros urbanos, y lo hizo a contracorriente de una imagen oficial que buscaba proyectar modernidad mientras ocultaba la densidad cultural de los pueblos. Esa tensión —entre lo que se muestra y lo que se silencia— vertebra toda la serie y otorga a las fotografías una fuerza que todavía hoy conmueve.

La exposición del IVAM, organizada junto con el Círculo de Bellas Artes, la Fundación Juan March y otras instituciones que han acogido la muestra desde 2024, rinde homenaje a un proyecto que la propia autora considera el sueño de su vida. Más de medio siglo después de aquella primera cámara, García Rodero continúa siendo un referente indiscutible: Premio Nacional de Fotografía, primera española en ingresar en Magnum, y creadora de un archivo que sigue iluminando la relación entre las personas, sus ritos y la memoria colectiva.

Visitar España oculta hoy implica mirar hacia un pasado no tan distante y preguntarnos qué queda de él. Las imágenes devuelven un país que quizá creíamos conocer, pero que se despliega aquí con una intensidad nueva. En esa tensión entre revelación y pérdida reside la vigencia del proyecto: García Rodero no solo retrató una España que se desvanecía, sino que la sostuvo, al menos por un instante, frente a la velocidad del tiempo.

Una joven, una Pentax y…

La escena se repite una y otra vez en la memoria de Cristina García Rodero: una muchacha inexperta, una Pentax recién estrenada y un autobús nocturno rumbo a algún punto perdido del mapa. “Era una jovencilla que quería, sobre todo, aventura”, recuerda ahora con una mezcla de ironía y nostalgia. Lo que entonces parecía una escapada juvenil terminaría convirtiéndose en uno de los proyectos más influyentes de la fotografía española.

García Rodero recorrió cientos de kilómetros para plantarse al amanecer en pueblos que apenas figuraban en los mapas. “Con lo que ganaba como profesora, los fines de semana cogía trenes y autobuses por la noche para ir a los pueblos”, cuenta. Allí la esperaban procesiones, romerías, mujeres enlutadas y hombres que sacaban su traje de domingo para arrodillarse ante el santo. Quince años de viajes, frío, cansancio y revelaciones que acabarían dando forma al libro y a la exposición.

Ese trabajo fue posible gracias a una beca que la animó a formular un propósito ambicioso: “Realizar un trabajo antológico de las costumbres de España, tanto en su abertura y progreso, como en su ocultamiento y tradición”, escribió entonces. Para lograrlo, no escatimó energía ni curiosidad. “Llamaba a los ayuntamientos, hablaba con la gente, con los sacerdotes, con los tamborileros, con los músicos, con los feriantes, les cosía a preguntas para saber qué fiestas eran las importantes”.

El contacto humano, más que el acontecimiento en sí, marcó su manera de trabajar. Porque para ella la fotografía empieza antes del disparo: “Entablar conversaciones con gente que muchas veces terminan siendo tus amigos, que se alegran cuando vuelves y con los que siempre estarás en deuda”. Esa relación sostenida explica la intimidad que respiran muchas de sus imágenes, hechas desde dentro, sin impostura ni distancia.

Pero su rigor va más allá del trato humano. En su ética de trabajo no caben los atajos. “Odio a las personas que caminan superficialmente sobre las cosas o los fotógrafos que me dicen, ‘ya tengo la foto, vámonos’. Yo no me voy. Aunque haya sacado la foto de mi vida hay que esforzarse hasta el final y al año siguiente más, y al año siguiente más”, afirma con un énfasis que no necesita subrayados. Esa obstinación fue la que la llevó a cruzar España una y otra vez en busca de celebraciones remotas, incluso cuando parecían inverosímiles para quienes la rodeaban. “Muchos me decían: ¿por qué te vienes aquí haciendo 600 km para ver un diablo? Señora, pero es que es un diablo único, especial”, relata, evocando la mezcla de incredulidad y fascinación que generaba su empeño.

Hoy, mientras la exposición continúa su recorrido por distintas instituciones españolas y llega al IVAM, el mapa emocional y antropológico que trazó sigue revelando zonas de sombra, heridas, festejos y resistencias que forman parte de nuestra identidad colectiva. Y aunque sea otra España, nunca del todo perdida, la fotógrafa mantiene intacto el espíritu de la joven que subía a un autobús cualquiera con una cámara en la mano y una intuición poderosa: la de que en lo pequeño, en lo íntimo, en lo que casi no se ve, late la historia de todos.