Carmen, estrenada con un gran escándalo en la Opéra-Comique de París en 1875, pero defendida con admiración por Brahms, Chaikovski, Saint-Saëns y, sobre todo, Nietzsche ―que la utilizó como contraposición al wagnerismo―, se convertiría con el tiempo en un icono del repertorio operístico. Sin embargo, su autor, Georges Bizet (1838-1875), murió de un ictus apenas tres meses después de la première, a los 36 años, frustrado y desolado con el recibimiento de la ópera por la que había luchado con denuedo.

El contexto social del momento no era propicio a una heroína amoral, intrépida, transgresora, seductora, ajena a las convenciones sociales y dispuesta a luchar por su libertad hasta las últimas consecuencias, moviéndose con garbo entre marginales y militares. Tras la caída del Segundo Imperio y la guerra franco-prusiana (1870–1871), la sociedad francesa experimentaba un proceso de redefinición de su trastocada identidad nacional a través de un arte que enalteciera los grandes valores éticos y morales y, sobre todo, que la alejara de la realidad.

Sus propias reglas

Para Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real, «Carmen no se presenta, en principio, como un personaje con el que resulte fácil empatizar. Es prepotente, imprevisible, salvaje y, desde el primer momento, se enreda en peleas estériles. Pero tiene para don José, y también para el público, algo profundamente fascinante: el atractivo de su determinación inquebrantable de vivir según sus propias reglas y no según las de los demás. Es libre, y reivindica su libertad a cada instante. Prefiere morir antes que renunciar a su independencia. No va a ceder nunca ante su propia vulnerabilidad y fragilidad, por muy evidentes que resulten para todos, incluso para ella misma».

También musicalmente, Carmen se encontraba en una encrucijada: se resquebrajaban los mundos enfrentados de la opéra-comique, más popular y tradicional, con la alternancia entre números musicales y diálogos hablados ―en la que esta ópera se inscribe, conceptualmente―; y la monumentalidad de la grand opéra, con producciones grandilocuentes y una creciente influencia wagneriana.

Bizet y sus libretistas Henri Meilhac y Ludovic Halévy lograron sortear con gran dificultad las restricciones y escollos institucionales impuestos por la Opéra-Comique para adaptar la novela de Prosper Mérimée, de la que mantuvieron la esencia del argumento y la atmósfera exótica, suavizando su brutalidad e introduciendo varios personajes para incrementar la consistencia dramática de la obra, que se sostiene en una ingeniosa utilización de la tensión progresiva: cada acto amplía el conflicto entre Carmen y Don José y acentúa la incompatibilidad entre sus mundos simbólicos hasta el trágico final.

Palabra de Nietzsche

«La música de Carmen me parece perfecta. Se acerca ligera, suave, de forma amable. Es agradable, no hace “sudar” […]. Esa música es malvada, refinada, fatalista; a pesar de ello, sigue siendo popular (posee el refinamiento de una raza, no el de un individuo) […]. Tiene todo aquello propio de las regiones cálidas: la sequedad del aire, la “transparencia” del aire. Aquí el clima ha cambiado en todos los sentidos. Aquí habla otra sensualidad, otra sensibilidad, otra serenidad […]. Pero su serenidad es africana: la acecha la fatalidad; su felicidad es breve, imprevista, sin remisión.

Envidio a Bizet por haber tenido el coraje de expresar esta sensibilidad, que hasta hoy no había poseído un lenguaje en la música culta de Europa: el coraje de esa sensibilidad del sur, más bronceada, más ardiente».

(Friedrich Nietzsche, Bizet y el caso Wagner)

 

Es ese mundo cerrado como un círculo infernal el que recrea el director de escena Damiano Michieletto a través de un decorado giratorio concebido por Paolo Fantin. Ahí, en una tierra perdida que puede ser la Andalucía profunda o la Sicilia árida, se sitúa el pueblo claustrofóbico donde se desarrolla la acción, que contrapone espacios reducidos ―como una comisaría de policía, un almacén o un club nocturno―, a la inmensidad de una geografía sofocante y desolada.

Michieletto sitúa la acción en los años 70 ―evocados por el vestuario de Carla Teti― dando a la ópera una lectura naturalista y psicológica, que enfrenta la sociedad opresora, machista y justiciera ―reforzada por la presencia fantasmal de la madre dominante de Don José― a la libertad, audacia y desenfreno de Carmen, que revoluciona ese mundo cerrado en el que se cruzan pueblerinos, contrabandistas, gendarmes y toreros. Pero de este círculo implacable solo logra salir a través de la muerte.

Tres repartos se alternarán en la interpretación de la ópera, encabezados por las colosales Aigul Akhmetshina, J’Nai Bridges y Ketevan Kemoklidze (Carmen), Charles Castronovo y Michael Fabiano (don José), Lucas Meachem, Luca Micheletti y Dmitry Cheblykov (Escamillo) y Adriana González y Miren Urbieta-Vega (Micaëla).

Eun Sun Kim estará al frente del Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real y los Pequeños Cantores de la ORCAM en todas las funciones, con excepción de los días 3 y 4 de enero, que serán dirigidas por Iñaki Encina.

Desde la reapertura del Teatro Real se han presentado dos producciones de Carmen: en 1999, con Luis Antonio García Navarro y Emilio Sagi ―repuesta en 2002, con dirección musical de Alain Lombard― y en 2017 con Marc Piollet y Calixto Bieito. El pasado año se ofreció una versión de concierto con la partitura original de 1874, con dirección musical de René Jacobs.

Ruptura estética y conceptual

La mezzosoproano Aigul Akhmetshina como Carmen. Fotógrafía: © 2024 Camilla Greenwell | Royal Opera House.

La mezzosoproano Aigul Akhmetshina como Carmen. Fotógrafía: © 2024 Camilla Greenwell | Royal Opera House.

Carmen supuso una ruptura estética y conceptual respecto a los cánones de la opéra-comique por su tema y forma. El tratamiento musical de cada escena, la belleza de sus melodías, la caracterización inmediata de los personajes y la integración orgánica entre música y acción la convierten en una obra paradigmática dentro del repertorio lírico. La brillante escritura orquestal, con una enorme paleta de colores, temas recurrentes y variedad rítmica, desempeña un papel fundamental en el discurso dramatúrgico, recreando ambientes sociales, comentando o anticipando situaciones y logrando mantener una tensión permanente. Además, el compositor implementa una escritura coral y de números de conjunto que dotan a la ópera de un carácter casi cinematográfico, especialmente en las escenas de masas, cuya vivacidad contribuye a la evocación de un universo social lleno de conflictos, en un constante movimiento que lo alimenta y lo atrapa.