La producción, estrenada en 2000 en la Ópera de Colonia, traslada al mundo real la visionaria y desoladora alegoría wagneriana, en la que la degeneración moral conduce a la devastación del planeta y a la extinción de la humanidad. Así, Carsen y el escenógrafo y figurinista Patrick Kinmonth –que ya trabajaron juntos en 2008 en el Real en la célebre producción de Katia Kabanová– concibieron un Anillo del Nibelungo desolador que sitúa al hombre actual frente a su propio camino de autodestrucción.

«A la hora de abordar este montaje –recuerda Robert Carsen–, lo que más nos llamó la atención fue la presencia de la naturaleza. Ese pesimismo absoluto ante su destrucción total por culpa de la codicia del hombre. Y eso es lo que sienta las bases del montaje. Vemos el Rin contaminado, destruido. El hombre ha agotado los recursos naturales y la tensión principal de la obra es precisamente la eventualidad o no de un posible renacimiento».

Para el director de escena, El anillo del Nibelungo es una «sátira prácticamente teatral. Muy conversacional. Los personajes son muy ricos y llenos de matices y en ellos vemos representadas todas las capas sociales, desde los dioses hasta los esclavos», por eso el montaje no tiene una gran carga tecnológica: «Realmente ponemos todo el peso en los personajes», lo que no impide, en palabras de Joan Matabosch, director artístico del Real, «que estemos ante un montaje colosal y muy cinematográfico que se come el escenario».

25 años

Claudia Huckle (Flosshilde), Isabella Gaudí (Woglinde), Maria Miró (Wellgunde). © Javier del Real | Teatro Real.

El oro del Rin. Claudia Huckle (Flosshilde), Isabella Gaudí (Woglinde), Maria Miró (Wellgunde). © Javier del Real | Teatro Real.

Wagner trabajó 25 años para plasmar en su tetralogía la expresión más completa y compleja de los sentimientos, pasiones e instintos del ser humano a través de un enredo alegórico inspirado en la mitología nórdica, germánica y en relatos medievales.

Para la consecución de esta empresa ─cuatro óperas y casi 16 horas de música escénica─ escribió el libreto, compuso la partitura e hizo erigir un teatro en Bayreuth para que su ‘obra de arte total’ llegara en condiciones óptimas al espectador. Dejó, además, una ingente cantidad de acotaciones, opúsculos y cartas que nutren desde entonces los miles de estudios, interpretaciones y exégesis de la tetralogía que mantienen vivo su inagotable manantial dialéctico.

Estructurada como los antiguos dramas griegos –tres tragedias y una sátira–, El oro del Rin ocupa un lugar singular como prólogo explicativo de la saga que se desarrollará en La Valquiria –el origen del héroe–, Siegfried –su glorificación– y El ocaso de los dioses, su muerte y cataclismo final.

Aunque el libreto de El oro del Rin nació después de las otras tres óperas, su partitura fue la primera, y en ella Wagner presenta magistralmente las decenas de motivos conductores que aparecerán con todo tipo de metamorfosis en las jornadas posteriores, creciendo en complejidad y depuración. A lo largo de casi dos horas y media, la música fluye sin interrupciones a través de una densa red de texturas armónicas y de temas entrelazados en los que la orquesta, con más de 110 músicos, tiene una parte activa en el discurso conceptual y narrativo de la epopeya.

Ritmo

El oro del Rin se distingue también del corpus de las otras tres óperas por su ritmo dramático acelerado, su humor, cinismo y su contenido más alegórico que humano. En él se rompe la relación idílica del hombre con la naturaleza, cuando el oro que iluminaba las aguas del Rin se convierte, bajo la fría mirada de la razón, en un objeto valioso y codiciado, desencadenando las luchas de poder que alejarán al hombre del amor, de la naturaleza y de la armonía primigenia.

Robert Carsen, que ha dirigido en el Real, además de Katia Kabanová (2008), Dialogues des carmélites (2006), Salome (2010) e Iphigénie en Tauride (2011), coloca al espectador frente a un mundo contaminado que estamos destruyendo entre todos, protegidos por una perversa pirámide de poder estratificado dominada por la ambición desmesurada de los más fuertes.

Pablo Heras-Casado, primer director invitado del Real, dirigirá su segundo título wagneriano, después del éxito de su lectura de El holandés errante en 2017. Será su octava ópera al frente de la Orquesta Titular del Teatro Real.

«Cuando Wagner crea la tetralogía no existía nada parecido –recuerda el director. Crea una orquesta ampliada hasta dimensiones desconocidas en la época, pero no solamente pensando en la sonoridad. Hoy se insiste mucho en Wagner como compositor de grandeza, de decibelios, pero creo que sobre todo estaba interesado en buscar colores, texturas y contrastes que apoyaran el discurso dramático, que no olvidemos es lo más importante… Es la orquesta la que conduce el discurso emocional y psicológico a lo largo de todo El anillo del Nibelungo«.

Desafío

El oro del Rin. © Javier del Real | Teatro Real.

El oro del Rin. © Javier del Real | Teatro Real.

Heras-Casado se siente arropado por una «producción maravillosa, probablemente la mejor que existe hoy en día sobre El anillo, tanto por su forma de explicar como por su modernidad, por la estética y por los niveles lectura que ofrece y por un reparto de lujo.

Las siete funciones de El oro del Rin se ofrecerán entre los días 17 de enero y 1 de febrero con un reparto coral encabezado por Greer Grimsley (Wotan) y Samuel Youn (Alberich), secundados por Ain Anger (Fasolt), Alexander Tsymbalyuk (Fafner), Raimund Nolte (Donner), David Butt Philip (Froh), Joseph Kaiser (Loge), Mikeldi Atxalandabaso (Mime), Sarah Connolly (Fricka), Sophie Bevan (Freia), Ronnita Miller (Erda), Isabella Gaudí (Woglinde), Maria Miró (Wellgunde) y Claudia Huckle (Flosshilde).

En torno a El oro del Rin se han programado distintas actividades. En el Teatro Real, Enfoques, Todos a la Gayarre y dos cursos de formación. En el Museo del Romanticismo, el taller infantil El oro del Rin y la maldición y una conferencia de Miguel Ángel González Barrio; y en el Museo Lázaro Galdiano un recorrido temático titulado Un wagneriano coleccionista de arte.

Catástrofe ecológica y crisis moral

Por Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real

Robert Carsen, director de escena, y Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real.

Robert Carsen, director de escena, y Joan Matabosch, director artístico del Teatro Real.

Richard Wagner estaba convencido de que el estado original de la Naturaleza era intrínsecamente idílico y benévolo. Para Bryan Magee esta creencia provenía «de su prolongada inmersión en el anarquismo filosófico (…). Cualquier imposición de orden, incluso la más bienintencionada, constituye (para Wagner) una infracción, y va contra la vida, porque el gobierno como tal es un mal innecesario». En Der Ring des Nibelungen expone, de forma alegórica y visionaria, esa degradación de los valores que atentan contra de las leyes naturales y que él intuye que acabarán destruyendo la humanidad.

La obra comienza con una acción que es, simbólicamente, una profanación del orden natural: Wotan fabrica su lanza talando un fragmento del fresno del mundo, es decir, se dota de un arma mortífera mutilando una naturaleza virgen, íntegra e intacta. No se trata solo de una acción agresiva contra el medio ambiente. Sus implicaciones van mucho más allá porque el poder de esa lanza va a ser utilizado para que la preexistente relación libre entre seres vivos que pueblan el planeta quede sustituida por un orden jerárquico artificial impuesto a la naturaleza y al hombre. Wotan se sitúa a sí mismo en la cúspide de esa nueva escala de dominio: se rodea de los demás dioses, desplaza a un estamento inferior a los gigantes y encierra en lo más bajo del estrato social a los nibelungos, espíritus de la oscuridad.

Esta nueva división del mundo crea algo que no existía: el poder de dominación de unos sobre otros y, como consecuencia, la traición de los principios morales que hasta entonces habían garantizado la convivencia. Lo veremos enseguida a lo largo de Das Rheingold: Wotan roba al ladrón, engaña a su esposa, utiliza a los gigantes para sus fines escondiéndoles que no tiene la más mínima intención de pagarles lo acordado. Y al final de la tetralogía acaba sepultado por las traiciones y por los acuerdos a los que ha tenido que llegar para lograr sus fines, en un mundo corrompido por la codicia, la ambición, el deseo inmoderado de poder y la injusticia.

En las profundidades del Rin, el oro es inofensivo. Su energía positiva se activa cuando lo ilumina el sol, fuente de vida, pero su fuerza negativa explosiona al ser extraído de las profundidades por un ser que ha renunciado al amor. En las manos de Alberich, de Wotan o de los gigantes, el oro se convierte en instrumento de poder y de explotación. El sentido de renunciar al amor entraña, en la alegoría de Wagner, mirar la naturaleza bajo la fría luz de la razón, como un objeto que puede ser manipulado y explotado. La profanación del estado originariamente idílico de la naturaleza, tras la violación de las hijas del Rin y el robo del oro que custodian, inicia el camino hacia el desastre. Como decía Adorno, «el hombre se emancipa de la sujeción a la ciega naturaleza de la que él mismo procede y adquiere poder sobre la naturaleza para, en última instancia, sin embargo, sucumbir a ella».

Robert Carsen construye la dramaturgia de su puesta en escena de la Ópera de Colonia sobre esta premisa que se encuentra en la esencia misma del discurso wagneriano: la avaricia del poder causa la destrucción de la naturaleza. Como dice Carsen, «la ideología de Wagner está determinada por la naturaleza, vemos árboles, bosques, pájaros y osos. Fuego y agua. Se deduce de ello un gran amor romántico por la naturaleza, pero al mismo tiempo existe el miedo a perderla. Así que se puede exponer de mejor modo cuando el asunto es la destrucción de esta naturaleza».

Ya la primera imagen alude a un sacrilegio contra las leyes naturales desencadenado por la acción del hombre. A medida que el ritmo de la música se acelera y el caudal del Rin gana vigor, los hombres caminan cada vez más enérgicamente a ambas orillas del río lanzando basura a las aguas en movimiento en un gesto mecánico que subraya lo que tiene de enloquecido e irresponsable. El Rin se ha convertido en un vertedero, una corriente casi seca con el cauce cubierto de herrumbre y basura acumulada, depósito de inmundicias y detritus, primer indicio de que este ecosistema ha entrado en una fase avanzada de deterioro. La imagen del preludio ya es una advertencia del apocalipsis. Robar el oro del Rin o talar el fresno del mundo significa, simbólicamente, transformar la belleza y la fuerza de la naturaleza en mercancías para comercializar.

Los dioses están retratados como burgueses de clase alta que, inconscientes de la decadencia de su poder, viven de espaldas al mundo protegidos por sirvientes y soldados. Sobreviven en su fortaleza dorada por una perversa alianza entre el poder militar y el financiero. Esa fortaleza construida mediante un pelotazo inmobiliario, el Walhalla, forma parte de la estrategia de Wotan de escenificar su poder ante las víctimas, a las que es indispensable impresionar para mantener dóciles y resignadas.

En la escena final de Das Rheingold entran solemnemente en procesión en su nueva mansión, vestidos de gala, escoltados por criados, mayordomos y guardaespaldas que transportan el mobiliario y los espléndidos candelabros de plata destinados a decorar las estancias, mientras permanece en escena el cuerpo inerte de Fasolt, uno de los constructores, a quien nadie presta atención. Es la primera llamada de atención: la ambición de poder causa devastación ecológica, desde luego, pero también deja un reguero de sangre.

Los gigantes son los constructores de los delirios inmobiliarios de los dioses. Por eso la segunda escena transcurre entre media docena de grandes bloques de piedra sostenidos por grúas. En un Walhalla en obras, los trabajadores presionan a los patronos a la manera de un comité de empresa: disciplinados, gregarios, numerosos, rechazan someterse a los dictados de una patronal sin escrúpulos. Los nibelungos, a su vez, son esclavos de una empresa metalúrgica, lumpenproletariado alienado, los parias de la tierra. En la tercera escena se arrastran como esclavos obedeciendo a Alberich, que ejerce sobre ellos un dominio tiránico gracias al anillo. Y los personajes marginales malviven como vagabundos entre los desperdicios y basuras de este Rin convertido en un vertedero.

Las hijas del Rin son unas pordioseras andrajosas cubiertas de mugre que hurgan entre la basura para buscar su sustento. Viejas televisiones, máquinas de lavar obsoletas y todo tipo de cochambre que la acción irresponsable y negligente del hombre ha acumulado en las orillas de lo que antes era un caudal majestuoso.

Wotan ha logrado su propósito de ser el soberano de los dioses y dominar el mundo, pero a través de un pacto fraudulento que, finalmente, lo obliga a rendirse ante fuerzas que es incapaz de controlar y que lo destruyen a él, a los demás dioses y al mundo. El pacto ha pasado de ser un principio legal de orden a ser un instrumento de dominio utilizado sin escrúpulos para lograr determinados objetivos. Y el flamante Walhalla está predestinado a la devastación por las condiciones que lo han originado: un pacto que ha provocado un robo, múltiples engaños y el asesinato del constructor. La debacle que narra la tetralogía es consecuencia de una política de pactos que, desde el inicio, se había basado en una «traición del pacto».

El montaje de Robert Carsen es una gran metáfora de la sociedad actual y de la crisis por la que atraviesa. Es, ciertamente, el alegato ecologista que concibió Wagner, desesperanzado ya en su época por el gobierno de una raza de políticos sin escrúpulos. A medida que avance la tetralogía a lo largo de cuatro temporadas del Teatro Real iremos viendo cómo una catástrofe ecológica va a transformarse, progresivamente, en una crisis moral irreversible que acabará con la humanidad.